El rey del invierno (39 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El rey del invierno
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La comida era deliciosa, pero la compañía, insoportable. Estaba también el padre Celwin, y me habría gustado tener ocasión de hablar con él, pero se dedicaba a importunar a uno de los tres poetas presentes, miembros de la estimada banda de fili del rey Ban, y yo quedé aislado en el otro extremo de la mesa con el príncipe Lanzarote. La reina Elaine, que ocupaba un lugar junto a su esposo, defendía a los poetas de las pullas de Celwín, que parecían mucho más divertidas que la desagradable conversación de Lanzarote.

—Arturo nos insulta —insistió una vez mas.

—Lamento que penséis de ese modo, señor —respondí.

—¿Es que no discutís jamás, niño? —me pregunto.

Lo miré a los ojos, duros y fríos.

—Es necedad que los guerreros discutan durante un banquete, lord príncipe —dije.

—De modo que sois un niño tímido —se burló.

—¿En verdad queréis discutir, lord príncipe? —dije en voz baja, al limite de la paciencia—, porque si es eso lo que queréis, llamadme niño una vez más y os parto el cráneo —dije con una sonrisa.

—Niño —me dijo.

Volví a mirarlo confuso; no sabia si se trataba de un juego cuyas reglas ignoraba, pero si de juego se trataba, era tremendamente serio.

—Diez veces la espada negra —dije.

—¿Cómo? —preguntó con el ceño fruncido, pues no reconocía la seña de Mitra y, por ende, no era hermano mio—. ¿Os habéis vuelto loco? —añadió, e hizo una pausa—. ¿O sea que sois un niño tímido y loco, por demás?

Le golpeé. Tenía que haberme dominado, pero el malestar y la rabia pudieron con la prudencia. De un solo codazo le hice sangrar por la nariz, le partí el labio y lo tiré al suelo de espaldas. Quedó allí tendido y me arrojó la silla, pero la esquive rápidamente, aunque estábamos tan cerca que el golpe carecía de fuerza. Aparté la silla de una patada, levanté a Lanzarote y lo empujé haciéndole caminar hacia atrás hasta arrinconarlo contra una columna; allí, le golpeé la cabeza contra la piedra y le clavé una rodilla en la entrepierna. Se encogió; su madre gritaba y el rey Ban y los poetas invitados me miraban con la boca abierta. Un inquieto guardia de manto blanco me apuntó a la garganta con la lanza.

—Retiradla —le dije— o sois hombre muerto. —Y la retiró.

—¿Qué soy, lord príncipe? —pregunté a Lanzarote.

—Un nino.

Le agarré por la garganta con el brazo, ahogándolo casi. Él se resistía pero no podía librarse de mí.

—¿Qué soy, señor? —pregunté de nuevo.

—Un niño —dijo entrecortadamente.

Me tocaron el hombro y, al volverme, vi a un hombre rubio de mi misma edad que me sonreía. Como durante la cena ocupaba el otro extremo de la mesa, lo había tomado erróneamente por un poeta mas.

—Hace tiempo que tengo ganas de hacer lo que acabáis de hacer vos —me dijo—, pero si lo que pretendéis es que mi hermano deje de insultaros, tendréis que matarlo y, tal como exige el honor de la familia, yo tendría que mataros a mí vez, pero dudo que desee hacerlo.

Aflojé el brazo con que sujetaba a Lanzarote. Se quedó quieto unos segundos, recuperando el aliento, y después sacudió la cabeza, me escupió y volvió a la mesa. Sangraba por la nariz, los labios se le estaban hinchando y sus rizos aceitados y repeinados colgaban en lastimoso desorden. La pelea pareció agradar a su hermano.

—Soy Galahad —dijo—, y me siento orgulloso de conocer a Derfel Cadarn.

Se lo agradecí y después, haciendo un esfuerzo, me acerqué a la silla del rey Ban; a pesar de lo mucho que le desagradaban los modales respetuosos, me arrodillé ante él.

—Os pido perdón, lord rey, por haber insultado a vuestra casa —dije—, y estoy dispuesto a aceptar el castigo pertinente.

—¿Castigo? —dijo Ban, sorprendido—. No seáis necio. Sólo es por el vino, exceso de vino. Deberíamos aguar el vino como hacían los romanos, ¿no os parece, padre Celwin?

—Me parecería una ridiculez supina —repuso el sacerdote.

—No hay castigo, Derfel —dijo Ban—. Y alzaos, no puedo soportar que me adoren. ¿Cuál ha sido la ofensa? Simplemente, estar ávido de discusión. ¿Qué mal hay en ello? Me place la discusión, ¿no es cierto, padre Celwin? Una cena sin discusión es como un día sin poesía. —El rey desoyó el cáustico comentario del sacerdote a propósito de la bendición que seria un día semejante—. Mi hijo Lanzarote se precipita un tanto. Tiene corazón de guerrero y alma de poeta, lo cual, me temo, es una mixtura que arde al menor sopío. Quedaos y cenad.

Ban era una monarca sumamente generoso, pero observé el disgusto que causaba la decisión a su esposa Elaine. Tenía la reina el cabello gris, pero no había arrugas en su rostro, distendido y elegante como convenía a la serena belleza de Ynys Trebes. No obstante, en aquel momento me miró reprobatoriamente con el ceño fruncido.

—¿Todos los guerreros dumnonios hacen gala de tan pésimos modales? —preguntó la reina en general, con un tono punzante en la voz.

—¿Es que los guerreros han de ser cortesanos? —reconvino Celwin con brusquedad—. ¿Serán enviados a matar francos vuestros caros poetas? Y no me refiero a que lo hagan disparando sus versos, aunque ahora que lo pienso, tal vez resultara efectivo.

Lanzó a la reina una mirada lasciva que hizo temblar a los poetas.

Celwin había burlado de alguna manera la prohibición de cosas feas en Ybys Trebes. Sin la protección del hábito que llevaba en la biblioteca, era un hombre asombrosamente mal parecido, con un ojo penetrante y un parche mohoso en el otro, la boca sucia y torcida, el pelo lacio que crecía a partir de la línea de la tonsura, serrada y desigual, la barba descuidada que ocultaba a medias una ruda cruz de madera que colgaba sobre su pecho hundido, y el cuerpo encorvado y retorcido a causa de la formidable chepa. El gato gris que tenía enroscado al cuello en la biblioteca descansaba en ese momento en su regazo y comía migajas de langosta.

—Venid a este lado de la mesa —dijo Galahad— y dejad de culparos.

—Pero soy culpable —dije—. Todo ha sido culpa mía, tenía que haber dominado el mal genio.

—Mi hermano —me dijo Galahad, una vez asentados—, mejor dicho, mi medio hermano se complace en provocar a la gente, es su pasatiempo preferido, pero casi nadie se atreve a enfrentarse a él porque es el Edling, lo cual significa que un día será amo y señor de la vida de los demás. Vos habéis actuado como procedía.

—No, he actuado mal.

—No pienso discutir, pero os llevaré a tierra firme esta noche.

—¿Esta noche? —pregunté sorprendido.

—Mi hermano no encaja la derrota con facilidad —me dijo en voz baja—. ¿Qué os parecería un cuchillo entre las costillas mientras dormís? Si yo fuera vos, Derfel Cadarn, me reuniría con mis hombres en tierra firme y dormiría a salvo entre los míos.

Miré al otro extremo de la mesa, donde el bello y siniestro Lanzarote se dejaba consolar por su madre, la cual le enjugaba la sangre de la cara con un pañuelo mojado en vino.

—¿Medio hermano, habéis dicho? —pregunté a Galahad.

—Madre era amante del rey, no su esposa —me dijo, inclinándose hacia mi y bajando la voz—. Pero padre me ha tratado bien y me llama príncipe.

El rey Ban discutía con el padre Celwin a propósito de una oscura cuestión de teología cristiana. Ban debatía el tema con entusiasmo cortés y Celwin escupía insultos, pero ambos se divertían de lo lindo.

—Vuestro padre me ha dicho que Lanzarote y vos sois guerreros —le dije.

—¿Los dos? —Galahad se rió—. Mi amado padre paga a los poetas y a los bardos para que canten sus alabanzas como el más grande guerrero de Armórica, pero aún no le he visto nunca en la línea de combate.

—Pero yo tengo que luchar —dije con amargura— para defender su herencia.

—El reino está perdido —dijo Galahad sin mayor énfasis—. Padre ha gastado el dinero en construcciones y manuscritos, no en soldados; Ynys Trebes está muy alejada de nuestra gente, y por eso el pueblo prefiere retirarse a Brocelianda en vez de acudir a nosotros en busca de ayuda. Los francos vencen por todas partes. Vuestra obligación, Derfel, consiste en conservar la vida y volver a vuestra casa sano y salvo.

Tanta honestidad hizome mirarlo con renovado interés; tenía el rostro más ancho que su hermano, de rasgos menos definidos y expresión más abierta, la cara que inspira confianza cuando uno se la encuentra a la derecha en la línea de combate. El lado derecho, en la línea de combate, es el que queda bajo la protección del escudo del compañero, de modo que era cosa buena ser amigo del tal compañero; el instinto me indicó que no seria difícil sentir aprecio por Galahad.

—¿Queréis decir que no deberíamos enfrentarnos a los francos? —pregunté en voz baja.

—Lo que digo es que la lucha está perdida; pero efectivamente, jurasteis a Arturo que lucharíais y cada momento más que Ynys Trebes sobreviva, será un momento más de luz en un mundo oscuro. Quiero convencer a padre de que envíe la biblioteca a Britania, pero creo que antes se arrancaría el corazon. De todas formas, opino que cuando llegue el momento, la enviará a otra parte. Bien —separó su dorada silla de la mesa—, ahora vos y yo debemos partir. Antes de que —y bajó la voz aún más— reciten los fili. A menos, claro está, que os agrade escuchar versos sin fin sobre las glorias del claro de luna entre los juncales.

Me puse en pie, golpeé la mesa con uno de los cuchillos para comer que el rey Ban ponía a disposición de sus invitados y quedáronse todos mirándome con recelo.

—Deseo pediros disculpas —dije—, no sólo a todos vosotros sino también a mi señor Lanzarote. Un guerrero de su talla bien merecía un compañero de mesa más adecuado. Ahora, perdonadme, necesito dormir.

Lanzarote no respondió. El rey Ban sonrió, la reina Elaine parecía indignada y Galahad me condujo rápidamente al lugar donde estaban mi ropa y mis armas; después bajamos al muelle, iluminado por antorchas, donde nos esperaba una barca para llevarnos a tierra firme. Galahad, que aún tenía la toga puesta, cargaba un fardo que arrojó al fondo de la barca; cayó el fardo con un ruido de metal.

—¿Qué es? —pregunté.

—Mis armas y mi armadura —dijo. Soltó la amarra y saltamos al bote—. Voy con vos.

El bote se separó del amarradero con una vela negra desplegada. El agua lamía la proa y chapoteaba suavemente contra el casco; salimos a la bahía y Galahad se quitó la toga, la entregó al remero y vistió el atavio de guerrero. Me quedé mirando el palacio encaramado en la peña. Parecía suspendido del cielo como una nave celestial surcando la nubes, o una estrella caída a la tierra; un lugar de sueños, un refugio gobernado por un rey justo y una bella reina donde los poetas cantaban y los ancianos podían dedicarse al estudio de la envergadura de las alas de los ángeles. Ynys Trebes era bella, infinitamente bella.

Pero estaba condenada sin remedio, a menos que lográramos salvarla

Luchamos durante dos años. Dos años contra todo pronostico. Dos años de esplendores y vilezas. Dos años de matanzas y festines, de espadas rotas y escudos destrozados, de victoria y de desastre; a lo largo de tantos meses, de tantas luchas y tanto sudor, en que hombres valientes se ahogaron en su propia sangre y hombres comunes realizaron gestas jamás soñadas, no vi a Lanzarote ni una sola vez. Sin embargo, ensalzábanlo los poetas como el héroe de Benoic, el más perfecto de los guerreros, el luchador de luchadores. Los poetas dijeron que Benoic se mantenía merced al valor de Lanzarote, no merced al mio, ni al de Galahad, ni al de Culhwch, sino merced al valor de Lanzarote. Pero Lanzarote pasó la guerra en la cama, rogando a su madre que le llevara vino y miel.

Bien, no pasó toda la guerra en la cama, exactamente. A veces acudía a la lucha, pero rezagado a una milla de la línea de combate para ser el primero en llegar a Ynys Trebes con las nuevas de la victoria. Sabia rasgarse el manto, mellar el filo de la espada, despeinarse e incluso hacerse unos cortes en la mejilla y presentarse en casa caminando penosamente como un héroe; entonces su madre ordenaba a los fili que compusieran un cantar, que llegaría a Britania en boca de mercaderes y marineros, de forma que hasta en la remota Rheged, al norte de Elmet, creían que Lanzarote era el nuevo Arturo. Los sajones temían su llegada y Arturo le envió como regalo un tahalí bordado y con una vistosa hebilla de esmalte.

—¿Creéis que la vida es justa? —me preguntó Culhwch cuando me oyó protestar por la dádiva.

—No, señor —le dije.

—Pues no malgastéis palabras en Lanzarote —dijo Culhwch, el hombre que Arturo dejara al frente de sus caballeros de Armorica cuando partió a Britania.

Era, por demás, primo de Arturo, aunque en nada se parecía a mí señor, pues era de complexión cuadrada, de cerrada y abundante barba, camorrista de largos brazos, y nada pedía a la vida salvo abundancia de enemigos, bebida y mujeres. Habialo dejado Arturo al frente de treinta hombres y otros tantos caballos, pero los brutos habían muerto y la mitad de los caballeros había partido, de forma que Culhwch luchaba a pie. Uní mis hombres a los suyos y me puse a sus órdenes. Culhwch ansiaba concluir la guerra de Benoic y volver a luchar junto a Arturo. Lo adoraba.

Fue una guerra singular. Cuando Arturo estaba en Armórica, los francos se hallaban aún a varias millas hacia el este, en terreno llano y sin árboles, condiciones idóneas para la caballería pesada; sin embargo, en esos momentos el enemigo había penetrado hasta el corazón de los bosques que envolvían los montes del centro de Benoic. El rey Ban, igual que el rey Tewdric, había depositado su confianza en las fortificaciones, pero mientras que la situación de Gwent era idónea para el emplazamiento de guarniciones fuertes y altas murallas, los bosques y colinas de Benoic ofrecían al enemigo numerosos senderos hasta las fortalezas de la cima de las colinas, defendidas por las desanimadas fuerzas de Ban. Nuestra misión consistía en devolver la esperanza a esos hombres, y para ello recurrimos a las tácticas de Arturo: largas marchas y ataques por sorpresa. Los boscosos montes de Benoic se prestaban a tal clase de batallas y nuestros hombres eran incomparables. Pocas cosas pueden igualarse al júbilo de la lucha que sigue a una emboscada bien tendida, cuando se cae sobre un enemigo desperdigado que aún no ha sacado las armas. El largo filo de Hyweiibane cobró unas cuantas abolladuras más en aquellos lances.

Los francos nos temían, nos llamaban lobos del bosque y adoptamos el insulto como símbolo propio colocándonos en el yelmo colas de lobo gris. Aullábamos para atemorizarlos, no los dejábamos dormir, los acechábamos noche tras noche y tendíamos emboscadas cuando nos convenía, no cuando ellos las esperaban convenientemente preparados; con todo, el enemigo era numeroso y nosotros pocos y, de mes en mes, disminuía el número de los nuestros.

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