El rey del invierno (45 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El rey del invierno
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—Llegáis justo a tiempo —comento.

—¿A tiempo de qué? —pregunte.

—Ha venido Arturo y van a relatar los sucesos de Ynys Trebes.

—¡Ah! ¿Si? —Miré hacia el otro lado de la ciudad, donde se alzaba el palacio en la colina occidental—. Me gustaría oírlo —dije, y conduje a mis compañeros hacia la ciudad.

Apreté el paso hasta llegar al cruce de calles del centro, empujado por la curiosidad; quería ver la capilla que Sansum había construido para Mordred, pero me llevé una sorpresa porque no había ni templo ni capilla en el solar, sólo un espacio vacío inundado de maleza.

—Nimue —dije, con cierto alborozo.

—¿Cómo? —me preguntó Merlín.

Habíase calado la cogulla para que nadie lo reconociera.

—Un hombrecillo soberbio iba a construir una iglesia aquí —le dije— pero Ginebra llamó a Nimue para impedírselo.

—De modo que Ginebra no carece por completo de sentido común, ¿cierto?

—¿Dije yo lo contrario?

—No, querido Derfel, no lo dijiste. ¿Continuamos?

Seguimos cuesta arriba hacia el palacio. Caía el crepúsculo y los esclavos colocaban antorchas en los tederos del patio de armas, donde se había congregado una multitud que, ajena al daño que estaba causando a las rosas y a los canales de agua de Ginebra, aguardaba para ver a Lanzarote y a Arturo. Nadie nos reconoció cuando entramos por la puerta. Merlín no se retiró la capucha y Galahad y yo llevábamos puestos los yelmos con colas de zorro, con los protectores de la cara en su sitio. Culhwch, una docena de hombres y nosotros dos conseguimos abrirnos paso hasta la arcada y hacernos un sitio en la última fila.

Y allí, con la caída de la noche, escuchamos el relato de la caída de Ynys Trebes.

Lanzarote, Ginebra, Elaine, Arturo, Boores y Bedwin se hallaban en el lado oriental del patio, donde el pavimento se elevaba unos pies por encima de los otros tres lados, como un escenario natural, impresión que acrecentaban las brillantes antorchas situadas en la pared de detrás; unos escalones facilitaban el acceso al patio. Busqué a Nimue con la mirada pero no la vi, ni tampoco al joven sacerdote Sansum. El obispo Bedwin recitó una plegaria y los cristianos presentes respondieron con un murmullo, se persignaron y se dispusieron a escuchar una vez más la escalofriante historia de la caída de Ynys Trebes. Boores la relato. Situóse al principio de los escalones y habló de la lucha de Benoic; a la gente se le ponía un nudo en la garganta al oir los pasajes truculentos, pero cuando Boores describía el heroísmo de Lanzarote, todos lanzaban vivas. En un momento, Boores, embargado por la emoción, hubo de limitarse a señalar a Lanzarote con un gesto; Lanzarote trató de contener los gritos de júbilo levantando una mano completamente envuelta en vendajes; ante la poca efectividad del gesto, sacudió la cabeza negativamente como si el entusiasmo de la muchedumbre le resultara insoportable. Elaine, envuelta en negros ropajes, sollozaba al lado de su hijo. Bors, en vez de hacer hincapié en el hecho de que Arturo no hubiera enviado tropas de refuerzo, dijo que Lanzarote sabía que Arturo estaba combatiendo en Britania, pero que el rey Ban había preferido aferrarse a una yana esperanza. Arturo, que se sintió herido a pesar de todo, movió la cabeza negativamente, al borde de las lágrimas, sobre todo cuando Boores refirió la entrañable despedida del rey Ban, su esposa y su hijo. Yo también estaba a punto de llorar, pero no por las mentiras que estaba escuchando sino por el puro gozo de volver a ver a Arturo. No había cambiado. Su rostro huesudo seguía siendo fuerte y sus ojos, rebosantes de bondad. Interesóse Bedwin por el destino de los dumnonios, y Boores, de fingida mala gana, permitió que le arrancaran el relato de nuestras lamentables muertes. La gente protestó cuando supo que habíamos sido nosotros, los dumnonios, los que se habían rendido en la muralla. Boores levantó una mano enguantada.

—¡Combatieron como valientes! —dijo, pero la muchedumbre no se conformó.

Merlín no parecía prestar oídos a las tonterías de Boores, sino que cuchicheaba con un hombre de las últimas filas; en ese momento se acercó hasta mi y me tocó el hombro.

—Tengo que orinar, querido niño —dijo, con la voz del padre Celwin—. Ya sabes, mi vejiga es vieja. Entiéndete tú con esos desatinados que yo vuelvo enseguida.

—¡Vuestros hombres lucharon como valientes! —gritó Boores de nuevo—, fueron derrotados, si, pero murieron como hombres.

—Y ahora regresan del otro mundo como espíritus —grité, y golpeé el escudo contra una columna, de la que se desprendió una nubecilla de cal. Me coloqué a la luz de una antorcha—. ¡Mentís, Boores! —grité otra vez.

—¡También yo afirmo que mentís! —exclamó Culhwch, poniéndose a mi lado.

—¡Y yo también! —declaró Galahad.

Desenvainé Hywelbane. El raspar del acero contra la boca de madera de la vaina hizo retroceder a la multitud, y abrieron un pasillo entre las rosas pisoteadas hasta el pie de la terraza. Los tres, fatigados de la batalla, cubiertos de polvo, con yelmo y armas, avanzamos hacia allí; todos a la vez, despacio, y ni Boores ni Lanzarote osaron hablar cuando vieron las colas de lobo que colgaban de nuestros yelmos. Me detuve en el centro del jardín y clavé la punta de Hywelbane en el lecho de un rosal.

—¡Mi espada dice que mentís! —dije en voz alta—. ¡Derfel, hijo de una esclava, dice que Lanzarote ap Ban, rey de Benoic miente!

—¡Culhwch ap Galeid afirma lo mismo! —Culhwch clavó su mellado acero junto al mío.

—Y Galahad ap Ban, príncipe de Benoic, también.

Galahad añadió su hoja a las nuestras.

—¡Los francos no tomaron nuestra muralla! —declaré, y me retiré el casco para que Lanzarote me viera la cara—. Ningún franco osó trepar por nuestra pared, tantos eran los cadáveres que se amontonaban al pie.

—Y fui yo, hermano... —Galahad también se quitó el yelmo— el que estuvo con nuestro padre en los últimos momentos, no tú.

—Y vos, Lanzarote —dije—, no llevabais vendaje alguno cuando huisteis de Ynys Trebes. ¿Qué os sucedió? ¿Os habéis hecho un rasguño en el dedo con una astilla de la borda del navío?

Se produjo un tumulto de pronto. A un lado del patio había unos cuantos soldados de Boores, que desenvainaron las espadas y nos insultaron a gritos, pero Cavan y el resto de los nuestros entraron por la puerta con las lanzas en ristre, amenazando con una masacre.

—¡Ninguno de vosotros, mal nacidos, combatió en la ciudad! —dijo Cavan a pleno pulmón—. íCombatid ahora!

Lanval, comandante de la guardia de Ginebra, dio orden a sus arqueros de que rodearan la terraza. Elaine palideció, Boores y Lanzarote estaban a su lado y parecían temblar. El obispo Bedwin gritaba pero fue Arturo quien impuso orden. Sacó a Excahbur y con ella golpeó el escudo. Lanzarote y Boores se habían retirado al fondo de la terraza pero Arturo les hizo gesto de que se acercaran y luego nos miró a los tres guerreros. La multitud guardó silencio y los arqueros retiraron las flechas de los arcos.

—En la batalla —comenzó Arturo en tono de calma pero reclamando la atención de todos— todo es confuso. Es raro que un hombre vea todo lo que sucede en el campo de batalla. Hay mucho ruido, mucho caos, mucho horror. Nuestros amigos de Ynys Trebes —y, dejando la espada, tomó a Lanzarote por los hombros— se han equivocado, pero su error es honesto. Sin duda, algún pobre hombre sumido en la confusión les habló de vuestra muerte, y ellos le creyeron; felizmente, ahora pueden corregir su error. ¡Mas no hay deshonra en ello! En Ynys Trebes todos ganaron gloria. ¿No es así?

Arturo dirigió la pregunta a Lanzarote, pero fue Boores quien respondió.

—Estaba en un error, y me regocija que no fuera más que un error.

—A mí también —declaró Lanzarote, con voz valiente y clara.

—¡Helo ahí! —exclamó Arturo, y nos dirigió una mirada a los tres guerreros—. Bien, amigos míos, recoged ahora vuestras armas. ¡Aquí no habrá enemistades! ¡Todos sois héroes, todos vosotros! —Aguardó unos momentos pero ninguno de nosotros hizo el menor movimiento. La llama de las antorchas arrancaba destellos a nuestros yelmos, que a su vez se reflejaban en las hojas de las espadas, hincadas en señal de reto en defensa de la verdad. Arturo dejó de sonreír y se elevó en toda su estatura—. Os ordeno que recojáis las espada —dijo—. Estáis en mí casa. Vos, Culhwuch, y tú, Derfel, me habéis jurado lealtad. ¿Deseáis por ventura romper vuestro juramento?

—Yo defiendo mi honor señor —respondió Culhwch.

—Vuestro honor es servirme —replicó Arturo, con una voz de acero que me heló la sangre en las venas. Era bondadoso, pero no había que olvidar que no se había convertido en señor de la guerra a fuerza de bondad. Hablaba con frecuencia de paz y reconciliación, mas en la batalla, su ánimo se liberaba de tales preocupaciones para entregarse a la muerte. En ese momento amenazó con la muerte poniendo la mano sobre el pomo de Excalibur—. Recoged las espadas —nos ordenó—, a menos que prefiráis que las recoja yo en vuestro lugar.

No podíamos enfrentarnos a nuestro señor, de forma que obedecimos y Galahad nos secundó. Tamaña sumisión nos dejó un resentimiento, una sensación de haber sido burlados, pero Arturo recobró la sonrisa tan pronto como logró imponer la amistad entre las paredes de su casa. Bajó los escalones con los brazos abiertos en señal de bienvenida y su regocijo por vernos fue tan expresivo que mi resentimiento desapareció al punto. Abrazó a su primo Culhwch y después a mí, y las lágrimas de mi señor me humedecieron la mejilla.

—Derfel —dijo—. Derfel Cadarn. ¿Eres tú, en verdad?

—No soy ningún otro, señor.

—Pareces mayor —añadió sonriente.

—Vos no.

—Yo no estuve en Ynys Trebes —replicó con una sonrisa— Ojalá hubiera estado. —Se volvió hacia Galahad—. He oído hablar de vuestra bravura, lord príncipe, y os saludo.

—Mas no me insultéis, señor, dando crédito a las palabras de mi hermano —replicó con rencor.

—¡No! —exclamó Arturo—. No consentiré disputas. Seremos amigos, insisto en tal cuestión. —Me enlazó por el brazo y nos llevó a los tres escalones arriba, hasta la terraza, donde, por decreto suyo, debíamos abrazar a Boores y a Lanzarote—. Ya tenemos suficientes problemas —me susurró, al ver que no deseaba prestarme a tal reconciliación—, no necesitamos añadir éstos.

Di un paso adelante y abrí los brazos. Lanzarote vaciló después avanzó hacia mí. El pelo aceitado le olía a violetas.

—Niño —me dijo al oído, tras besarme la mejilla.

—Cobarde —contesté yo, y nos separamos con una sonrisa.

El obispo Bedwin me abrazó con lágrimas en los ojos.

—¡Estimado Derfel!

—Para vos tengo aún mejores noticias —le dije en voz baja—. Merlín está aquí.

—¿Merlín? —Bedwin me clavó los ojos sin atreverse a creer mis palabras—. ¿Merlín ha venido? ¡Merlín!

La noticia corrió entre la multitud. ¡Merlín había regresado! ¡El gran Merlín había vuelto! Los cristianos se santiguaron, pero hasta ellos conocían la importancia de la noticia. Merlín había regresado a Dumnonia y, de pronto, los pesares del reino parecieron aligerarse.

—¿Dónde se encuentra? —preguntó Arturo.

—Ha salido —respondí débilmente, señalando hacia la puerta.

—¡Merlín! —llamó Arturo—. íMerlín!

Pero no hubo respuesta. La guardia lo buscó pero nadie dio con él. Más tarde, los centinelas de la entrada de poniente declararon que un sacerdote anciano y jorobado, con un parche en un ojo, un gato gris y una fea tos había salido de la ciudad, y que no habían visto a ningún otro sabio de barba blanca.

—Has pasado por una batalla terrible, Derfel —me dijo Arturo cuando nos hallábamos en el salón de festejos del palacio, durante el festín en el que se sirvió cerdo, pan e hidromiel—. Los hombres tenemos sueños extraños cuando sufrimos penalidades.

—No, señor —insistí—. Merlín ha venido aquí. Preguntad al príncipe Galahad.

—Así lo haré —dijo—, claro que lo haré. —Se volvió a mirar la alta mesa; Ginebra escuchaba a Lanzarote apoyando la cabeza en un brazo—. Harto habéis sufrido todos —concluyó.

—Pero no he cumplido mi palabra, señor, y lo lamento.

—No, no, Derfel. Yo falté a la mía con Ban. Pero ¿qué podía hacer? Tengo tantos enemigos. —Enmudeció y, al cabo de un momento sonrió al escuchar la risa de Ginebra, que resonaba alegre en el salón—. Me alegro de que ella, al menos, se sienta feliz —dijo, y se fue a conversar con Gulhwch, que sólo pensaba en devorar un cochinillo entero él solo.

Lunete estaba en la corte aquella noche. Tenía el cabello peinado en un rodete y cubierto de flores. Llevaba torques, broches, brazaletes y un vestido de lino teñido de rojo y ceñido con un cinturón con hebilla de plata. Me sonrió, me quitó unas motas de polvo de la manga y arrugó la nariz a causa del mal olor de mis ropas.

—Te favorecen las cicatrices, Derfel —dijo, rozándome la cara levemente—, pero te arriesgas más de lo debido.

—Soy guerrero.

—No me refiero a esa clase de riesgos. Me refiero a esos cuentos que te inventas sobre Merlín. ¡Cuánta vergüenza me has hecho pasar! Te has presentado como hijo de una esclava. ¿Es que no se te alcanza cómo me siento yo? Ya sé que lo nuestro terminó, pero la gente sabe que estuvimos unidos un tiempo. ¿Cómo crees que me siento cuando te oigo decir que eres hijo de una esclava? Piensa en los demás, Derfel, que buena falta te hace. —Vi que ya no llevaba el anillo de enamorados, aunque en realidad no esperaba que lo llevara todavía, pues hacía tiempo que había encontrado otros hombres que podían permitirse mayor generosidad que yo para con ella—. Supongo que has enloquecido un poco en Ynys Trebes —prosiguió—, de otro modo jamás se te habría ocurrido retar a Lanzarote a un combate. Sé que manejas bien la espada, pero se trata de Lanzarote, no de un guerrero cualquiera. —Se volvió a mirar al rey, que estaba sentado junto a Ginebra—. ¿No es maravilloso? —me pregunto.

—Incomparable —dije agriamente.

—Y tengo entendido que no es casado —añadió con coquetería.

—Le gustan más los niños —le dije al oído.

—¡Tonto! —exclamó, golpeándome el brazo—. ¿No te has fijado en cómo mira a Ginebra? —Entonces fue ella la que acercó la boca a mi oreja—. No se lo digas a nadie —musitó con voz ron—

ca—, pero espera un hijo.

—Bien.

—Nada de eso. Ella no está contenta, no quiere engordar, ¿entiendes? Y me parece normal. A mí no me gustó nada estar encínta. ¡Ah! Ahí hay una persona con la que quiero hablar. Me encanta ver caras nuevas en la corte. Y otra cosa, Derfel —sonrió dulcemente—. Date un baño, querido.

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