Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—No sé qué pasó con el ojo de oro —dijo contrita, tocándose el parche nuevo.
—Ya he encargado otro —dije, pero no le conté que había tenido que dejar en depósito al orfebre hasta mi última moneda. Pensé que necesitaba hacerme urgentemente con algún botín de guerra para reponer mi bolsa vacía.
—Tengo hambre —anunció, con un deje de su antigua picardía.
Eché unas ramas de abedul a la cazuela para que la sopa no se pegara, vertí después los últimos restos del caldo y lo puse al fuego. Tras apurar el plato, se desperezó en el pabellón y se quedó mirando el arroyo. Unas burbujas delataron la presencia de una nutria bajo el agua. Ya la había visto antes, era un animal viejo con el pellejo marcado por las peleas y los rasguños de las lanzas de los cazadores. Nimue siguió el rastro de las burbujas hasta que se perdió bajo un sauce caído, y entonces empezó a hablar.
Siempre le había gustado hablar, pero aquella tarde no había quien la parase. Me pidió que le contara las novedades y así lo hice, pero quería conocer hasta los menores detalles, siempre alguna cosa más, y los iba encajando con precisión obsesiva en su propio mapa mental, hasta que los sucesos del año anterior formaron un mosaico donde cada pequeño azulejo, insignificante en sí mismo, se convertía en parte de un todo intrincado y pleno de significado para ella. Mostró gran interés por Merlín y por el pergamino rescatado de la biblioteca destruida.
—¿No lo leíste? —me preguntó.
—No.
—Yo lo leeré —replicó con fervor.
—Creía que Merlin iría a rescatarte a la isla —dije abiertamente, tras un momento de vacilación; temía ofenderla por doble partida, primero por el reproche implícito a Merlín y segundo por hablar del único tema que ella había evitado, la isla de los Muertos; pero no le importó.
—Merlin da por sentado que sé cuidarme sola —contestó con una sonrisa—. Y sabe que te tengo a ti.
Ya había oscurecido y el arroyo se rizaba en ondas plateadas bajo la luna de Lughnasa. No me atrevía a formular las muchas preguntas que se me ocurrían, pero de pronto Nimue empezó a contestármelas sin más. Habló de la isla, o mejor dicho de la pequeña porción de su alma que nunca llegó a perder la conciencia de lo funesto de aquel lugar, mientras todo el resto de sí misma sucumbía al destino.
—Creía que la locura sería como la muerte —dijo—, y que no llegaría a encontrar más realidad que la demencia misma; pero existe otra realidad, y se percibe. Imagínate a un hombre que se contempla a sí mismo sin poder hacer nada; renunciaría a sí mismo. —Calló un momento, y al mirarla la vi llorar con su único ojo.
—Déjalo. —Yo renunciaba a saber más.
—Y a veces —prosiguió—, me sentaba en mi roca a comtemplar el mar y comprendía que no estaba loca; me preguntaba por qué, qué propósito tenía todo aquello, y descubría que tenía que estar loca porque si no, todo era inútil, no serviría para nada.
—No sirvió para nada —repliqué furioso.
—¡Ay, Derfel! ¡Mi querido Derfel! Tu cabeza es como la piedra que cae de una montaña. —Sonrió—. El propósito es el mismo por el que Merlín encontró el pergamino de Caleddin. ¿No lo comprendes? Los dioses juegan con nosotros, pero si nos abrimos, nos convertimos en parte del juego y dejamos de ser víctimas. ¡La locura encierra un propósito! Es un don de los dioses, y como todos sus dones, tiene un precio; pero yo ya lo he pagado. —Hablaba apasionadamente; de pronto tuve la necesidad imperiosa de bostezar e hice lo imposible por reprimirme pero no lo logré y aunque procuré disimularlo, Nimue me vio—. Necesitas dormir un poco —me dijo.
—¡No!
—¿Dormiste anoche?
—Un poco.
Había estado sentado a la puerta de la choza, en un duermevela acunado por el roer de los ratones en la techumbre.
—Pues ve a dormir ahora —me ordenó— y déjame aquí pensando.
Estaba tan cansado que a duras penas logré desvestirme, pero al fin me tumbé en la cama de helechos y caí como un muerto. Fue un sueño profundo y reparador como el descanso después de la batalla, cuando el espíritu se libera del mal dormir plagado de recuerdos horribles de lanzas y espadas que a punto estuvieron de dar en el blanco. Así dormí, y Nimue vino a verme por la noche; al principio creí que soñaba, pero me desperté sobresaltado y la encontré junto a mi, fría y desnuda.
—No pasa nada, Derfel —musitó—, duerme.
Y volví a dormirme abrazado a su delgado cuerpo.
Despertamos bajo el alba perfecta de Lughnasa. En mi vida hubo algunos momentos de pura dicha, y aquél fue uno. Supongo que en ciertas ocasiones la vida y el amor van de la mano, o bien los dioses quieren enloquecernos, y nada hay tan enloquecedor como la dulce embriaguez de Lughnasa. El sol brillaba, los rayos se filtraban entre las flores de la enramada donde yacimos en amoroso abrazo. Después jugamos como criaturas en el arroyo; quise imitar las burbujas de la nutria bajo el agua pero salí atragantado; Nimue se reía. Un martín pescador voló raudo entre los sauces como una mancha soñada de color intenso. En todo el día sólo vimos a dos personas, que pasaron a caballo por la otra orilla con halcones posados en las muñecas. Ellos no nos vieron, pero nosotros, tumbados en silencio, observamos a una de las aves de presa abatirse sobre una garza, y lo interpretamos como un buen presagio. Durante aquel día, único y perfecto, Nimue y yo fuimos amantes, aun sabiéndonos excluidos del segundo placer del amor, es decir, la certeza de un futuro de felicidad compartida igual a la que enciende la primera llama del amor. No había futuro para Nimue y para mi juntos; el suyo seguía las sendas de los dioses, cosa para la que no servían mis talentos.
Sin embargo la propia Nimue sintió la tentación de abandonar esos senderos. En el atardecer del día de Lughnasa, cuando la luz oblicua ensombrecía los árboles de las laderas occidentales, ella, acurrucada entre mis brazos bajo la enramada, habló de cuanto podría ser. Una casita, un poco de tierra, hijos y rebaños.
—Podríamos ir a Kernow —dijo soñadoramente—. Merlín siempre dice que es una tierra bendita y está muy lejos de sajones.
—Irlanda —respondí— está mucho más lejos.
Noté el movimiento negativo de su cabeza sobre mi pecho.
—Irlanda es tierra maldita.
—¿Por qué? —pregunté.
—Poseían los tesoros de Britania y los dejaron escapar.
No tenía ganas de hablar de los tesoros de Britania, ni de los dioses ni de nada que estropeara el momento.
—Pues entonces, a Kernow —cedí.
—Una casa pequeña —siguió, y enumeró los enseres necesarios para una casa tal: tarros, ollas, asadores, paños de aventar, tamices, baldes de tejo, rastrillos, guadañas, huso, devanadera, red salmonera, tonel, lar, cama. ¿Habría soñado con esas cosas en la fría y húmeda cueva de la isla, encima de la gran caldera?—. Sin sajones ni cristianos. ¿Qué te parecerían las islas del mar de poniente, las que están más allá de Kernow, Lyonesse, por ejemplo? —Pronunció el sonoro nombre con dulzura—. Vivir y amar en Lyonesse —añadió, y rompió a reír.
—¿De qué te ríes?
Quedóse tumbada en silencio y luego encogió los hombros.
—Lyonesse es para otra vida.
Con esa frase tajante rompió el encanto. Al menos para mí, porque me pareció oir la risa sardónica de Merlín entre la vegetación estival, así es que dejé morir el sueño y permanecí tumbado bajo la caricia de la luz oblicua.
Dos cisnes volaron hacia el norte, valle arriba, hacia la gran imagen fálica del dios Sucellos cincelada en la ladera de yeso, en el confín septentrional de la propiedad de Gyllad. Sansum había intentado destruir la imagen y Ginebra se lo impidió, mas no logró detener la construcción de una pequeña ermita al pie del monte. Mi intención era adquirir esa tierra algún día, no para trabajarla, sino para evitar que los cristianos sembraran hierba y destrozaran la imagen del dios.
—¿Dónde está Sansum? —preguntó Nimue.
Me había leído el pensamiento.
—Ahora es el guardián del Santo Espino.
—Así se pinche —dijo con ánimo vengativo. Deshizo el abrazo que nos unía y se sentó tapándose con la manta hasta el cuello—. ¿Y Gundleus celebra hoy su ceremonia de compromiso?
—Sí.
—No vivirá para disfrutar de su esposa —dijo, más por deseo que como profecía, me temo.
—Sí vivirá, si Arturo no logra vencer a su ejército.
Al día siguiente, las esperanzas de victoria parecían perdidas para siempre. Yo había empezado a hacer los preparativos para recoger la cosecha de Gyllad, afilando las hoces y clavando los mayales del trillo a los goznes de cuero, cuando llegó a Durnovaría un mensajero de Durocobrivis. Issa nos trajo noticias frescas de la ciudad, y eran nefastas. Aelle había roto la tregua.
La víspera de Lughnasa, un enjambre de sajones atacó la fortaleza de Gereint y asaltó las murallas. El príncipe Gereint murió y Durocobrivis cayó; Meriadoc de Stronggore, príncipe vasallo de Dumnonia, huyó, y los últimos restos de su reino pasaron a formar parte de Lloegyr. En esos momentos Arturo tendría que enfrentarse no sólo al ejército de Gorfyddyd, sino también al huésped sajón. Dumnonía estaba condenada sin remedio.
—Los dioses no darán el juego por concluido tan fácilmente —comentó Nimue, burlándose de mi pesimismo.
—Pues más vale que nos llenen las arcas del tesoro —repliqué cortante—, porque no podemos vencer a Aelle y a Gorfyddyd al mismo tiempo, lo cual significa que o compramos al sajón o morimos.
—Los espíritus mezquinos se preocupan del dinero —dijo Nimue.
—Pues agradece a los dioses que existan —contesté. A mi siempre me preocupaba el dinero.
—Hay oro en Dumnonía, sí eso es lo que necesitas —comentó Nimue como al descuido.
—¿El de Ginebra? —pregunté, negando con un gesto de la cabeza—. Arturo no lo tocaría por nada del mundo.
En aquel momento, nadie sabía a cuánto ascendía el valor del tesoro que Lanzarote había traído de Ynys Trebes, pero bastaría para comprar la paz con Aelle; no obstante, el rey de Benoic en el exilio lo mantenía convenientemente escondido.
—No me refiero al oro de Ginebra.
Me explicó dónde podríamos encontrar oro para satisfacer a la sanguijuela sajona y me maldije por no haberlo pensado antes. Al menos teníamos una posibilidad, sólo una, siempre y cuando los dioses nos dieran tiempo y Aelle no exigiera un pago imposible. Consideré que los hombres de Aelle tardarían una semana en recobrarse tras el saqueo de Durocobrivis, de modo que contábamos con una semana escasa para obrar el milagro.
Llevé a Nimue a presencia de Arturo. No habría idilio en Lyonesse, ni tamices, ni paños de aventar ni cama a orillas del mar. Merlín había partido hacia el norte para salvar Britania y Nimue tendría que poner en juego toda su sabiduría en el sur.
Partimos a comprar la paz con el sajón mientras atrás quedaban, marchitándose, las flores de Lughnasa, a la orilla de nuestro arroyo estival.
Arturo y su guardia marchaban hacia el norte por el Foie Way; sesenta hombres a caballo, engualdrapados en cuero y hierro, iban a la guerra, y con ellos, cincuenta lanceros, seis míos y los demás al mando de Lanval, el otrora comandante de la guardia de Ginebra, cuyo puesto y misión habían sido usurpados por Lanzarote, rey de Benoic, que ya se había convertido en senescal de la aristocracia afincada en Durnovaria. Hallábase Galahad camino del norte, hacia Gwent, con el resto de mis hombres; la traición de Aelle nos había colocado en situación tan perentoria que hubimos de partir todos antes de la cosecha sin posibilidad de elección. Salí con Arturo y Nimue, pues ésta se había empeñado en acompañarme a pesar de no estar todavía bien recuperada; pero por nada habría renunciado a la guerra que estaba a punto de comenzar. Partimos dos días después de Lughnasa y, tal vez como portentoso anuncio de lo que había de suceder, el cielo se cubrió de negros nubarrones cargados de lluvia.
Los hombres a caballo, junto con los mozos, las mulas de carga y los lanceros de Lanval, aguardaban en el Fosse Way cuando Arturo cruzó el puente de tierra hacia Ynys Wydryn.
Nimue y yo lo acompañábamos con mis seis lanceros como única escolta. Me pareció curioso hallarme de nuevo al pie de la alta roca del Tor, donde Gwlyddyn había reconstruido la casa de Merlín, idéntica al día en que Nimue y yo la abandonamos huyendo de la masacre de Gundleus. También la torre había sido levantada de nuevo, y me pregunté si sería una estancia para soñar, como la anterior, a la que llegaran los susurros de los dioses despertando ecos en la mente del mago dormido.
Pero nuestra mísion no estaba en el Tor, sino en la ermita del Santo Espino. Cinco de mis hombres quedaron a las puertas y Arturo, Nimue y yo entramos en el recinto vallado. Nimue se
cubrió la cabeza con la capucha ocultando así el rostro y el parche de cuero que llevaba sobre el ojo. Sansum salió presuroso a recibirnos; parecía encontrarse en muy buena condición, habida cuenta de su anterior caída en desgracia por provocar una malhadada revuelta en Durnovaria. Estaba más gordo de lo que yo recordaba y vestía una sotana negra nueva y una capelina ricamente bordada con cruces doradas y espinos plateados que le cubría casi la mitad de la vestidura negra. Sobre el pecho lucía una cruz de oro macizo, que pendía de una gruesa cadena del mismo metal, y una torques de oro le ceñía el cuello. Nos obsequió con una mueca que pretendía pasar por sonrisa en su cara de ratón, enmarcada por el hirsuto cepillo de pelo que rodeaba la tonsura.
—¡Cuánto honor para nosotros! —exclamó, abriendo los brazos en gesto de bienvenida—. ¡Cuánto honor! ¿Acaso podría albergar la esperanza, lord Arturo, de que vinierais a adorar al altísimo? ¡Ved ahí el Santo Espino, recordatorio vivo de las espinas con que fue coronado para redimir nuestros pecados con su calvario!—. Señaló el mustio arbolillo de tristes hojas. Un grupo de peregrinos congregados en torno al arbusto había cubierto las raquíticas ramas de ofrendas votivas. Al vernos se retiraron, sin percatarse de que el harapiento muchacho campesino que oraba con ellos era de los nuestros. Se trataba de Issa, a quien yo había enviado por delante con unas monedas para la ermita—. ¿Un poco de vino, tal vez? —nos ofreció Sansum—. ¿Y comida?
Comimos salmón frío, pan fresco y hasta unas fresas.
—Vives bien, Sansum —le dijo Arturo mirando hacia la ermita.
El santuario había crecido desde la última vez que estuviera en Ynys Wydryn. La iglesia de piedra había sido ampliada y habían levantado dos dependencias nuevas, un dormitorio para los monjes y una casa para Sansum. Ambos edificios eran de piedra con techumbre de tejas, recogidas en las villas romanas.