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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (54 page)

BOOK: El río de los muertos
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—¿Están cerca?

—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó a su vez el caballero, que miró a Gerard con los ojos entrecerrados—. ¿A ti qué más te da?

—Pensé que podría poner mi espada al servicio de la causa, eso es todo.

—¿Qué has dicho? —demandó el caballero.

Gerard alzó la voz para hacerse oír sobre el estruendo de martillos, oficiales gritando órdenes y el tumulto general que acompañaba a la instalación de un campamento de guerra.

—Solanthus es la ciudad mejor fortificada del continente. Las máquinas de asedio más poderosas de todo Krynn no harían mella en esas murallas. Debe de haber cinco mil hombres listos para defender la ciudad. ¿Cuántos tenéis aquí? ¿Unos pocos centenares? ¡Pues claro que estáis esperando refuerzos! No hace falta ser un genio para deducir eso.

El caballero sacudió la cabeza. Se alzó sobre los estribos y señaló.

—Ahí está la tienda de mando de Mina. ¿Ves la bandera? Ahora puedes ir solo, de modo que te dejo.

—Eh, un momento —gritó Gerard al caballero, que ya se alejaba—. Quiero entregar mi prisionera al interrogador. Seguro que habrá una recompensa para mí. ¡No quiero que se la lleven a rastra y la linchen!

El caballero le lanzó una mirada desdeñosa.

—No estás en Neraka, señor —dijo con desprecio antes de reemprender la marcha.

Gerard desmontó y condujo al caballo por las riendas a través del ordenado caos. Los soldados trabajaban rápidamente y con ganas. Los oficiales dirigían las tareas, pero no gritaban ni amenazaban. No hacía falta látigos para azuzar a los hombres a trabajar más deprisa y mejor. Parecía que la moral era alta. Los soldados reían y se gastaban bromas y cantaban para hacer más fácil la tarea. Sin embargo, sólo tenían que alzar los ojos a las murallas de la ciudad para ver un contingente diez veces mayor que el suyo.

—Esto es de chiste —comentó Odila en voz baja. Estaban rodeados de enemigos, y aunque el estruendo era ensordecedor, alguien podía oírla por casualidad—. No tienen tropas de refuerzo cerca. Nuestras patrullas salen a diario. Habrían visto una concentración tan vasta de fuerzas.

—Pues no la vieron, aparentemente —replicó Gerard—. Han pillado a Solanthus con los pantalones bajados.

Gerard llevaba la mano sobre la empuñadura de la espada, listo para luchar si a alguien se le pasaba por la cabeza divertirse un poco con la prisionera solámnica. Los soldados los miraban con interés cuando pasaban ante ellos. Unos pocos interrumpían el trabajo para mofarse de la solámnica, pero sus oficiales los llamaban al orden de inmediato, instándolos a continuar con su trabajo.

«No estás en Neraka», había dicho el caballero. Gerard se sentía impresionado, y también inquieto. Ése no era un ejército mercenario que combatía por el botín, por sacar provecho, sino un ejército avezado, disciplinado, dedicado a su causa, fuese cual fuese.

* * *

La bandera que ondeaba en la lanza hincada en el suelo, junto al puesto de mando, no era realmente una bandera, sino simplemente un pañuelo que parecía haberse empapado en sangre.

Dos caballeros montaban guardia fuera de la tienda, que había sido la primera en instalarse. Otras empezaban a levantarse alrededor. Había un oficial delante de la tienda, hablando con otro Caballero de Neraka. El oficial era un arquero, a juzgar por sus ropas y porque llevaba un enorme arco largo colgado al hombro. El caballero se encontraba de espaldas a Gerard, de modo que éste no le veía la cara. A juzgar por su constitución ligera, ese caballero debía de ser un joven de dieciocho años, como mucho. Se preguntó si sería el hijo de algún caballero vestido con la armadura de su padre.

El arquero vio primero a Gerard y Odila. Tenía una mirada aguda y evaluadora. Le dijo algo al caballero, que se volvió para mirarlos. Entonces Gerard vio, estupefacto, que no era un muchacho como había supuesto, sino una chica. Una fina capa de cabello rojo, muy corto, le cubría la cabeza. Sus ojos atraparon y retuvieron a ambos en sus iris ambarinos. Gerard nunca había visto unos ojos tan extraordinarios. Se sintió incómodo bajo su escrutinio, como si fuese de nuevo un niño y ella lo hubiese sorprendido cometiendo una falta, quizá robando manzanas o fastidiando a su hermana pequeña. Y ella le perdonaba la falta porque al fin y al cabo era un niño y no tenía conocimiento. Quizá lo castigaría, pero el castigo lo ayudaría a aprender cómo actuar bien en el futuro.

Gerard agradeció llevar puesto el casco, porque podría apartar la vista y ella no se daría cuenta. Pero cuando intentó hacerlo, no pudo desviar los ojos; siguió mirándola, hipnotizado.

«Hermosa» no era la palabra adecuada para describirla; tampoco «bella». Su semblante estaba marcado por la ecuanimidad, la pureza de pensamiento. Ninguna arruga de duda alteraba la tersa frente. Sus ojos eran limpios y veían más allá de lo que veían los suyos. Ahí estaba una persona que cambiaría el mundo, para bien o para mal. Reconoció en esa sosegada ecuanimidad a Mina, comandante del ejército, cuyo nombre había oído pronunciar con reverencia y respeto.

Gerard saludó.

—No eres uno de mis caballeros —dijo Mina—. Me gusta ver la cara de la gente. Quítate el casco.

Gerard se preguntó cómo sabía que no pertenecía a sus tropas. Ningún emblema ni insignia lo señalaba como procedente de Qualinesti, Sanction o cualquier otra parte de Ansalon. Se quitó el casco de mala gana, no porque pensara que ella podría reconocerlo, sino porque había disfrutado de aquella mínima protección que lo escudaba del intenso escrutinio de los ojos ambarinos.

Dio su nombre y contó la historia que tenía la ventaja de ser verdad en su mayor parte. Habló con bastante seguridad, pero en las partes en que se vio obligado a soslayar la verdad o adornarla no le resultó tan fácil. Tenía la extraña sensación de que la muchacha sabía más sobre él de lo que sabía él mismo.

—¿Cuál es el mensaje del gobernador Medan? —preguntó Mina.

—¿Sois la nueva Señora de la Noche, mi señora? —preguntó Gerard. Parecía que se esperaba de él que hiciera esa pregunta, pero se sentía incómodo—. Perdonadme, pero se me ordenó que transmitiera el mensaje al Señor de la Noche.

—Esos títulos no tienen significado alguno para el dios Único —contestó ella—. Soy Mina, servidora del Único. Puedes darme el mensaje o no, como quieras.

Gerard se quedó mirándola de hito en hito, desconcertado e inseguro. No se atrevía a mirar a Odila, aunque se preguntaba qué estaría pensando, cómo estaría reaccionando. No tenía ni idea de qué hacer y se daba cuenta de que hiciera lo que hiciera quedaría como un necio. Por alguna razón, no quería parecer un necio ante aquellos ojos ambarinos.

—Entonces, transmitiré el mensaje a Mina —dijo, y se sorprendió al percibir la misma nota de respeto en su voz—. Es éste: Qualinesti está siendo atacado por Beryl, la gran Verde. Le ha ordenado al gobernador Medan que destruya la ciudad de Qualinost y amenaza con hacerlo ella misma si no lo hace él. También le ha ordenado exterminar a los elfos.

Mina no dijo nada, y sólo un leve asentimiento con la cabeza indicó que había escuchado y entendido. Gerard inhaló hondo y continuó.

—El gobernador Medan recuerda respetuosamente a la Señora de la Noche que este ataque rompe el pacto entre los dragones. El gobernador teme que si Malys se entera estallará una guerra a gran escala entre los dragones, una guerra que devastaría gran parte de Ansalon. El gobernador Medan no se considera a las órdenes de Beryl. Es un leal Caballero de Neraka y, en consecuencia, pide instrucciones a su superior, la Señora de la Noche, sobre cómo proceder. El gobernador también recuerda respetuosamente a su señoría que una ciudad en ruinas tiene poco valor y que los elfos muertos no pagan tributo.

Mina sonrió levemente, y la sonrisa dio calidez a sus ojos, que parecieron fluir sobre Gerard como miel.

—A lord Targonne le habría impresionado profundamente ese parecer. Al
difunto
lord Targonne.

—Lamento oír que ha muerto. —Gerard miró al arquero con un atisbo de impotencia; el hombre sonreía como si supiese exactamente lo que Gerard pensaba y sentía.

—Targonne está con el Único —contestó Mina en tono solemne y serio—. Cometió errores, pero ahora lo entiende y se arrepiente.

Aquello sorprendió extraordinariamente a Gerard. No sabía qué decir. ¿Quién era ese dios, el Único? No se atrevía a preguntar, pensando que, como Caballero de Neraka, debería saberlo.

—He oído hablar de ese dios —dijo Odila en tono severo. No hizo caso a Gerard, que le había pellizcado en la pierna para que se callase—. Alguien se refirió al Único. Una de esas falsas místicas de la Ciudadela de la Luz. ¡Blasfemia! Eso es lo que opino. Todo el mundo sabe que los dioses desaparecieron.

Mina alzó los ojos ambarinos y los clavó en Odila.

—Puede que los dioses desaparecieran para ti, solámnica —repuso—, pero no para mí. Suelta las ataduras de la dama solámnica y deja que desmonte. No te preocupes, que no intentará escapar. Después de todo, ¿adonde podría ir?

Gerard hizo lo que le mandaba y ayudó a Odila a bajar del caballo.

—¿Es que te propones que nos maten a los dos? —demandó en un susurro mientras desanudaba la tira de cuero que rodeaba sus muñecas—. ¡No es momento para discutir sobre teología!

—De momento, ha servido para que me desates las manos ¿verdad? —contestó ella, mirándolo a través de las espesas pestañas.

Él le propinó un fuerte empellón en dirección a Mina. Odila trastabilló, pero recobró el equilibrio y se plantó bien erguida ante la muchacha, que sólo le llegaba al hombro.

—No hay dioses para nadie —repitió, con la típica obstinación solámnica—. Ni para ti ni para mí.

Gerard se preguntó qué tendría en mente. Imposible adivinarlo. Tendría que estar alerta, preparado para pillar su plan y secundarlo.

Mina no estaba enfadada, ni siquiera molesta. Miró a Odila con paciencia, como haría una madre con una niña mimada que tiene una rabieta. Luego alargó la mano.

—Cógela —le dijo a Odila.

La solámnica la miró desconcertada, sin entender.

—Coge mi mano —repitió Mina, como si hablara con una niña torpe.

—Haz lo que te dice, condenada solámnica —ordenó Gerard.

Odila le lanzó una mirada. Lo que quiera que había esperado que ocurriera, no era eso. Gerard suspiró para sus adentros y sacudió la cabeza. Odila miró de nuevo a Mina y pareció a punto de negarse. Entonces su mano se tendió hacia la muchacha, y la solámnica contempló su mano sorprendida, como si el miembro estuviese actuando por propia iniciativa, en contra de su voluntad.

—¿Qué brujería es ésta? —gritó, y lo decía en serio—. ¿Qué me estás haciendo?

—Nada —repuso suavemente Mina—. La parte de tu ser que busca alimento para tu espíritu se tiende hacia mí.

La joven tomó la mano de Odila en la suya.

Odila soltó una exclamación ahogada, como de dolor. Intentó soltarse, pero no pudo, aunque Mina no hacía fuerza, que Gerard viera. Las lágrimas brotaron en los ojos de Odila; la mujer se mordió el labio inferior. El brazo le temblaba, su cuerpo se sacudía. Tragó saliva y pareció intentar soportar el dolor, pero al momento siguiente cayó de rodillas. Las lágrimas se desbordaron y corrieron por las mejillas. Inclinó la cabeza.

Mina se acercó a ella y le acarició el largo y oscuro cabello.

—Ahora lo ves —dijo quedamente—. Ahora lo entiendes.

—¡No! —gritó Odila con voz ahogada—. No, no lo creo.

—Sí que lo crees —afirmó Mina, que le cogió por la barbilla y le alzó la cabeza, obligándola a mirar sus ojos ambarinos—. No te miento. Tú te mientes a ti misma. Cuando hayas muerto, irás con el Único, y ya no habrá más mentiras.

Odila la miraba con expresión enloquecida.

Gerard se estremeció, helado hasta lo más profundo de su ser.

El arquero se inclinó y le dijo algo a Mina, que escuchó y asintió con la cabeza.

—El capitán Samuval cree que puedes proporcionar información valiosa sobre las defensas de Solanthus. —Mina sonrió y se encogió de hombros—. No necesito tal información, pero el capitán piensa que él sí la necesita. Por lo tanto, se te interrogará antes de matarte.

—No os diré nada —replicó roncamente Odila.

—No, supongo que no. —Mina la miró con tristeza—. Tu sufrimiento será en vano porque, te lo aseguro, no puedes revelarme nada que no sepa ya. Hago esto sólo para complacer al capitán Samuval. —Se agachó y besó a Odila en la frente—. Encomiendo tu alma al Único —dijo. Luego se irguió y se volvió hacia Gerard.

—Gracias por entregar tu mensaje. Te aconsejaría que no regresaras a Qualinost. Beryl no te permitirá entrar en la ciudad. Lanzará su ataque mañana al amanecer. En cuanto al gobernador Medan, es un traidor. Se ha enamorado de los elfos y sus costumbres, y su amor ha cobrado forma en la reina madre, Lauralanthalasa. No ha evacuado la ciudad como se le ordenó. Qualinost está repleta de soldados elfos, dispuestos a dar la vida en defensa de su ciudad. El rey, Gilthas, ha tendido una trampa a Beryl y a sus ejércitos; una trampa astuta, he de reconocer.

Gerard se quedó boquiabierto a más no poder. Pensó que tendría que defender a Medan, pero luego supo que no debía, porque al hacerlo se implicaría a sí mismo. O tal vez ella ya sabía que no era lo que aparentaba y que, hiciera lo que hiciera, nada cambiaría. Al menos se las arregló para preguntar lo que necesitaba saber.

—¿Se ha...? ¿Se ha puesto sobre aviso a Beryl? —Sentía la boca seca, y apenas pudo pronunciar las palabras.

—El dragón está en manos del Único, como todos nosotros —contestó Mina.

Le dio la espalda. Unos oficiales que aguardaban se adelantaron para reclamar su atención y la acosaron a preguntas. Se acercó a ellos para escucharlos y contestarles. Gerard había sido despedido.

Odila se puso de pie, tambaleándose, y se habría caído si Gerard no se hubiese adelantado y, fingiendo que la asía del brazo, la sostuvo. Se preguntó quién sostenía a quién realmente. Desde luego él necesitaba apoyo. Sudando profusamente, se sentía como si lo hubiesen estrujado.

—Yo no puedo contestarte —dijo el capitán Samuval, aunque Gerard no había preguntado nada. El capitán caminó a su lado para conversar—. ¿Es verdad lo que ha dicho Mina sobre Medan? ¿Es un traidor?

—Yo no... No lo... —La voz le falló. Estaba harto de mentir, aparte de que parecía inútil de todos modos. La batalla de Qualinost se sostendría al amanecer del día siguiente, si daba crédito a lo que la chica había dicho, y le creía, aunque no tenía ni idea de cómo o por qué. Sacudió la cabeza cansinamente—. Supongo que no importa. Ya no.

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