Authors: Isaac Asimov
—Debo marcharme, compañero Elijah —dijo—. Me ha alegrado mucho verle. Espero que volvamos a encontrarnos pronto.
Baley estrechó con fuerza la mano del robot.
—Si no te importa, Daneel, espero que ese encuentro tarde un poco en llegar...
4 de julio de 2076... y por tercera vez el accidente del sistema convencional de numeración, basado en potencias de diez, había llevado los dos últimos dígitos del año a marcar el fatal 76 que una vez había coincidido con el nacimiento de la nación.
Ya no era una nación en el antiguo sentido de la palabra; más bien constituía una expresión geográfica; parte de un conjunto más amplio que formaba la Federación de toda la Humanidad sobre la Tierra, junto con sus ramificaciones en la Luna y las colonias espaciales. Pero el nombre y la idea subsistían en la cultura y la tradición, y aquella porción del planeta señalada con el viejo nombre continuaba siendo la región más próspera y avanzada del mundo... Y el presidente de los Estados Unidos seguía siendo la figura más poderosa del Consejo Planetario.
Lawrence Edwards contempló la pequeña figura del presidente desde su altura de unos setenta metros por encima del nivel del suelo. Planeó suavemente sobre la muchedumbre, con su motor de flotrones colgado a la espalda emitiendo un ronroneo apenas perceptible, y lo que vio era exactamente lo que cualquiera podría ver en una escena de holovisión. Cuántas veces había contemplado pequeñas figuras como ésas en su sala de estar, pequeñas figuras en un cubo de luz solar, de apariencia tan real como si fuesen homúnculos vivientes, con la sola diferencia de que era posible atravesarlas con la mano.
No era posible en cambio atravesar con la mano las figuritas que se extendían por decenas de miles sobre los espacios libres que rodeaban el monumento a Washington. Y no era posible atravesar con la mano la figura del presidente. Pero en cambio uno podía alargar la mano hacia él, tocarlo y estrechar la suya.
Edwards pensó con sorna en lo inútil de ese elemento adicional de tangibilidad y deseó encontrarse a cien kilómetros de distancia, flotando en el aire sobre algún apartado lugar desierto, en vez de estar allí obligado a vigilar cualquier posible señal de desorden. Su presencia allí habría sido totalmente innecesaria de no ser por la mitología que confería un valor al hecho de «tocar la carne».
Edwards no se contaba entre los admiradores del presidente Hugo Allen Winkler, el quincuagésimo séptimo en ocupar el cargo.
Edwards consideraba al presidente Winkler un hombre inútil, un seductor, un cazador de votos, capaz sólo de promesas. Era decepcionante encontrarse con un hombre así en el cargo después de todas las esperanzas puestas en él durante los primeros meses de su mandato. La Federación Mundial corría el riesgo de desmembrarse mucho antes de haber cumplido su cometido, y Winkler era incapaz de hacer nada para evitarlo. En esos momentos se hubiera necesitado una mano dura, no una mano amable; una voz fuerte, no una voz azucarada.
Allí estaba ahora, estrechando manos, en medio de un espacio controlado por el Servicio, mientras el propio Edwards, y unos cuantos miembros más del Servicio, lo vigilaban todo desde lo alto.
Sin duda el presidente se presentaría para la reelección, y parecía bastante probable que sufriera una derrota. Ello sólo podía empeorar las cosas, pues el partido de la oposición estaba empeñado en destruir la Federación.
Edwards suspiró. Se avecinaban cuatro años miserables –tal vez cuarenta años miserables–, y todo lo que él podía hacer era flotar en el aire, preparado para ponerse en contacto con todos los agentes del Servicio apostados en tierra a través del transmisor de rayos láser en cuanto se detectase el más mínimo...
No detectó lo más mínimo. Ni rastro de agitación. Sólo una nubecilla de polvo blanco, apenas visible; sólo un momentáneo destello bajo la luz del sol, que se encendió y volvió a apagarse, y desapareció dándole apenas tiempo de percibirlo.
¿Dónde estaba el presidente? Lo había perdido de vista en medio de la polvareda.
Escudriñó los alrededores del lugar donde lo había divisado por última vez. El presidente no podía haber ido muy lejos.
Entonces advirtió señales de agitación. Primero entre los mismos agentes del Servicio, que parecían haber perdido la cabeza y se movían agitadamente de un lado a otro. Luego la muchedumbre más próxima a ellos se contagió de su agitación, y después ésta se propagó a los que estaban más lejos. El ruido fue creciendo hasta hacerse atronador.
Edwards no tuvo necesidad de oír las palabras que componían el creciente clamor. Este pareció comunicarle la noticia a través de su sola clamorosa insistencia. ¡El presidente Winkler había desaparecido! Hacía un instante estaba allí, y un instante después se había transformado en un puñado de polvo pronto desvanecido.
Edwards contuvo el aliento en agonizante espera durante lo que le pareció una narcotizada eternidad, esperó que transcurriera el largo instante que tardaría en asentarse la conciencia de lo ocurrido, aguardando el momento en que la masa iniciaría la loca, amotinada estampida.
...Entonces se oyó resonar una voz por encima del rumor, cada vez más intensa, y al oírla el ruido fue apagándose, muriendo, hasta hacerse silencio. Fue como si a fin de cuentas todo no fuera más que un programa de televisión y alguien hubiera apagado el sonido.
Edwards pensó: «Dios mío, es el presidente».
La voz era inconfundible. Winkler estaba de pie sobre el estrado vigilado, desde donde debía pronunciar su discurso del Tricentenario, y del que había descendido hacía sólo diez minutos escasos para estrechar la mano a algunas personas de la multitud.
¿Cómo habría regresado hasta allí?
Edwards escuchó...
—No me ha pasado nada, conciudadanos de América. Lo que acabáis de presenciar ha sido el fallo de un aparato mecánico. No era vuestro presidente, y no debemos permitir que un fallo mecánico empañe la celebración del día más feliz que jamás ha vivido el mundo... Conciudadanos norteamericanos, escuchadme bien...
Y a continuación pronunció el discurso del Tricentenario, el mejor discurso jamás oído en boca de Winkler, el mejor que Edwards había oído en su vida. Hubo momentos en que Edwards estuvo a punto de descuidar su tarea de supervisión, tal era su interés por lo que estaba escuchando.
¡Winkler sabía lo que hacía! Comprendía la importancia de la Federación, y estaba logrando hacérsela comprender al público.
Pero en lo más hondo de su ser, otra parte de su persona recordaba los persistentes rumores en el sentido de que los nuevos adelantos de la robótica habían permitido construir una réplica del presidente, un robot capaz de cumplir las funciones puramente ceremoniales, capaz de estrechar la mano a la multitud, que nunca se aburría ni se cansaba, y que no podía ser asesinado.
Edwards pensó, con un oscuro sobresalto, que eso era lo que había ocurrido. Realmente había habido un robot sosías, y en cierto modo... éste había sido asesinado.
13 de octubre de 2078...
Edwards levantó la vista en el momento en que se acercaba el guía robot de muy baja estatura, el cual anunció con voz meliflua:
—El señor Janek le espera.
Edwards se levantó y se sintió muy alto junto al guía metálico que sólo le llegaba hasta la cintura. No se sentía joven, en cambio. Su rostro se había llenado de arrugas en aquel último par de años, y era consciente de ello.
El guía le introdujo en una habitación sorprendentemente pequeña y allí, sentado detrás de una mesa sorprendentemente pequeña, encontró a Francis Janek, un hombre ligeramente barrigudo y de apariencia incongruentemente joven.
Janek le sonrió y le miró con simpatía mientras se levantaba para estrecharle la mano.
—Señor Edwards.
—Me alegra tener la oportunidad de saludarle, señor —masculló Edwards.
Era la primera vez que Edwards veía a Janek, pero lo cierto es que el trabajo de secretario personal del presidente se hace a la sombra y raras veces constituye noticia.
—Siéntese, siéntese —dijo Janek—. ¿Puedo ofrecerle una barrita de soja?
Edwards rehusó con una educada sonrisa y se sentó. Era evidente que Janek intentaba hacer resaltar su juventud. Llevaba la arrugada camisa sin abrochar, y se había teñido el vello del pecho de un color violeta apagado pero perfectamente definido.
—Sé que lleva usted algunas semanas intentando ponerse en contacto conmigo —dijo Janek—. Lamento este retraso. Espero que sabrá comprender que mi tiempo no me pertenece del todo. Pero, ahora ya está usted aquí... Por cierto que he pedido informes al jefe del Servicio y tiene muy buena opinión de usted. Lamenta que haya presentado usted la dimisión.
Edwards bajó la mirada y dijo:
—Me ha parecido mejor proseguir mis investigaciones sin correr el riesgo de hacer quedar mal al Servicio.
Janek esbozó una brillante sonrisa.
—Sin embargo, sus actividades, aunque discretas, no han pasado inadvertidas. El jefe me expone que usted ha estado investigando el incidente del Tricentenario, y debo reconocer que ha sido esto lo que me ha impulsado a recibirle en cuanto me ha sido posible. ¿Es ése el motivo de que haya renunciado a su cargo? Está investigando usted un asunto cerrado.
—¿Cómo puede decir que se trata de un asunto cerrado, señor Janek? Aun llamándolo incidente, ello no altera el hecho de que hubo un intento de asesinato.
—Es sólo una cuestión semántica. ¿Para qué emplear una expresión inquietante?
—Sólo porque parece corresponder a una realidad inquietante. Sin duda, reconocerá usted que alguien intentó matar al presidente.
Janek extendió las manos abiertas.
—En ese caso, su plan fracasó. Se destruyó un artefacto mecánico. Nada más. De hecho, si lo consideramos bajo la perspectiva adecuada, el incidente, o como quiera usted llamarlo, fue una enorme bendición para la nación y para el mundo entero. Como todos sabemos, el incidente conmovió al presidente y también a la nación. El presidente, y con él todos nosotros, comprendió lo que podría significar un retorno a la violencia del pasado siglo, y ello determinó un gran cambio de opinión.
—No puedo negarlo.
—Claro que no puede. Incluso los enemigos del presidente reconocen que en estos dos últimos años se han conseguido grandes cosas. La Federación es hoy en día mucho más fuerte de lo que nadie hubiera podido imaginar el día del Tricentenario. Podríamos decir incluso que se ha evitado el colapso de la economía mundial.
—Sí, el presidente es otro hombre. Todo el mundo lo dice —afirmó Edwards cautelosamente.
—Siempre fue un gran hombre —dijo Janek—. Aunque el incidente le hizo concentrarse en los grandes problemas con feroz intensidad.
—¿Algo que no había hecho antes?
—Tal vez no con tanta intensidad... El caso es que, en efecto, el presidente, y todos nosotros, preferiríamos que se olvidase el incidente. La principal finalidad que me ha movido a recibirle, señor Edwards, ha sido hacerle comprender esto. No estamos en el siglo veinte, y no podemos meterle en la cárcel sólo porque su actitud nos incomoda, ni tampoco podemos ponerle ningún tipo de trabas, pero ni siquiera la Constitución Mundial nos impide recurrir a la persuasión. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Lo comprendo, pero no estoy de acuerdo con usted. ¿Podemos olvidar el incidente a sabiendas de que jamás ha sido descubierto el responsable?
—Tal vez también valga más así, señor. Es mucho mejor dejar escapar a, digamos, una persona desequilibrada que no desbordar la cuestión y preparar, posiblemente, el terreno para un retorno a los tiempos del siglo veinte.
—La versión oficial afirma incluso que el robot explotó de manera espontánea, lo cual es imposible y ha perjudicado injustamente a la industria de la robótica.
—Yo no usaría la palabra robot, señor Edwards. Era un artefacto mecánico. Nadie ha afirmado que los robots en sí sean peligrosos, y desde luego no se ha dicho nada sobre los robots corrientes de metal. Aquí se trata sólo de esos artefactos extraordinariamente complejos, de apariencia casi humana, que parecen hechos de carne y hueso y a los que podríamos denominar androides. En realidad, es tal su complejidad que tal vez incluso puedan explotar; no soy un experto en ese campo. La industria de la robótica se recuperará.
—A nadie en el Gobierno parece importarle llegar al fondo de este asunto —insistió obstinadamente Edwards.
—Ya le he explicado que el suceso no ha tenido más que buenas consecuencias. ¿A qué remover el fango del fondo, cuando la superficie del agua es transparente?
—¿Y el hecho de que se emplease un desintegrador?
La mano de Janek, que había estado dándole vueltas al frasco con las barritas de soja que tenía sobre la mesa, permaneció inmóvil un instante, luego reanudó su movimiento rítmico.
—¿Qué es eso? —preguntó despreocupadamente.
—Señor Janek, creo que sabe usted a qué me refiero –dijo Edwards con vehemencia—. Como parte del Servicio...
—Al que naturalmente ya no pertenece.
—Aun así, como parte del Servicio, no pude evitar enterarme de cosas que no siempre debí haber oído, supongo. Había oído hablar de una nueva arma, y en el Tricentenario vi ocurrir algo que hubiera requerido su intervención. El objeto que todos habían tomado por el presidente se desvaneció en una nube de polvo muy fino. Fue como si cada átomo del objeto hubiera perdido los lazos que lo unían a los demás átomos. El objeto se convirtió en una nube de átomos individuales, que desde luego en seguida comenzaron a combinarse de nuevo, pero dispersándose con tanta rapidez que sólo se vio un momentáneo destello de polvo.
—Muy de ciencia ficción.
—Desde luego no comprendo el funcionamiento científico del proceso, señor Janek, pero no se me escapa que para romper esos lazos atómicos se necesitaría bastante energía. Esa energía tendría que tomarse del medio ambiente. Las personas que estaban cerca del artefacto en aquel momento, a las que yo podría localizar y que sin duda estarían dispuestas a declarar, coincidieron en señalar que sintieron una oleada de frío sobre sus cuerpos.
Janek apartó el frasco con las barritas de soja con un pequeño chasquido de la transita sobre la celulita.
—Supongamos, sólo a efectos de discusión, que existe algo llamado desintegrador.
—No es preciso discutirlo. Ese objeto existe.