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Authors: Isaac Asimov

El Robot Completo (66 page)

BOOK: El Robot Completo
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Las voces eran normales... y muchas. Era una muchedumbre que hablaba; una multitud que se agitaba y pasaba por su lado rápidamente, dejando rastros de palabras detrás de ellos...

El blanco destello que era Powell serpenteaba hacia atrás delante del sonido que iba creciendo, y sintió el agudo pinchazo de un dedo que lo señalaba. Todo estalló en un arco iris de sonidos que cayó goteando sus fragmentos en un dolorido cerebro.

Powell estaba de nuevo en su silla.

Sintió que temblaba.

Los ojos de Donovan se iban convirtiendo en dos grandes bolas de un azul turbio.

—Greg... —susurró. Su voz era casi un gemido—. ¿Estabas muerto? 

—Me sentía... muerto. —No reconoció su propia voz.

Donovan estaba haciendo una vana tentativa de mantenerse de pie.

—¿Estás vivo, ahora? ¿O hay algo más? 

—Me siento vivo... —Siempre la misma voz ronca—. ¿Has oído algo cuando... estaba muerto? —preguntó cautelosamente.

Donovan hizo una pausa y después, muy despacio, bajó la cabeza.

—¿Y tú? 

—Sí. Algo de ataúdes..., y mujeres que cantaban... ¿Y tú? 

—Sólo una voz —dijo Donovan, moviendo la cabeza.

—¿Fuerte? 

—No; suave, pero rasposa como una lima de uñas. Era como un sermón. Algo del fuego del infierno, torturas..., en fin, ya sabes. Una vez oí un sermón como éste..., casi.

Estaba sudando.

Vieron la luz del sol a través de la ventana. Era débil, pero de un blanco azulado, y aquel guisante que era la lejana fuente de la luz no era el Viejo Sol.

Y Powell señaló con su dedo tembloroso la esfera única. La aguja, inmóvil y rígida, marcaba 300.000 "pársec".

—Mike, si esto es verdad —dijo Powell— tenemos que estar fuera de la Galaxia.

—!Caspita, Greg¡ !Seremos los primeros en salir del Sistema Solar!

—Sí, ésta es la cosa. Hemos huido del sol. Hemos huido de la Galaxia. Mike, esta nave es la solución. Significa ser libre de toda la humanidad..., libre de recorrer todas las estrellas que existen..., millones, billones y trillones de ellas...

Pero entonces asestó el golpe fuerte.

—¿Pero, cómo regresamos, Mike? 

—!Oh, no te preocupes¡ —respondió Donovan sonriendo—. La nave nos ha traído aquí. La nave nos volverá. A por más habichuelas.

—Pero, Mike..., espera, Mike... si nos vuelve atrás de la forma como nos ha traído aquí...

Donovan se detuvo a medio camino y se desplomó en su sillón.

—Tendremos que... morir de nuevo, Mike —terminó.

—En fin —suspiró Donovan—, si tenemos que morir, moriremos. Por lo menos no es permanente... no "muy" permanente. 

Susan Calvin hablaba en voz baja.

Durante seis horas había estado hostigando al Cerebro..., seis horas infructuosas. Estaba cansada de repeticiones, cansada de circunloquios, cansada de todo.

—Bien, Cerebro, sólo una cosa más. Tienes que hacer un esfuerzo para contestar, simplemente. ¿Has sido enteramente claro acerca del salto interestelar? Quiero decir, ¿los lleva eso muy lejos? 

—Tan lejos como quiera ir, miss Susan. En la curvatura no hay truco

—Y en el otro lado, ¿qué verán? 

—Estrellas y astros. ¿Qué supones? 

La siguiente pregunta se le escapó

—¿Estarán vivos, entonces? 

—!Seguro!

—¿Y el salto interestelar no los dañará. 

Quedó helada al ver que el Cerebro permaneció silencioso. ¡Era esto!

Había tocado el punto sensible.

—Cerebro —suplicó—. Cerebro, ¿me oyes? 

La respuesta fue débil, vacilante. El Cerebro dijo: 

—¿Tengo que responder? ¿Sobre el salto, me refiero? 

—Si no quieres, no. Pero sería interesante..., si quieres, desde luego. —Trataba de hablar animadamente.

—Brrr... Lo has estropeado todo.

Y la doctora se levantó de un salto, con el rostro incendiado interiormente.

—!Oh, Dios mío¡... —jadeó—. !Ah...!

Y sintió la tensión de horas y días estallar de repente. Más tarde le dijo a Lanning: 

—Le digo que toda va bien. No, debe usted dejarme sola, ahora. La nave regresará intacta, con los hombres dentro y yo necesitó descansar. !Quiero descansar¡ Ahora márchese. 

La nave regresó a la Tierra tan silenciosa y matemáticamente como había salido. Cayó precisamente en el mismo sitio y la compuerta se abrió.

Los dos hombres que salieron de ella avanzaron cautelosamente, acariciándose sus rasposas barbillas.

Y entonces, lenta y deliberadamente, el que tenía el pelo rojo se arrodilló y depositó sobre el hormigón de la pista un sonoro beso.

Apartaron con ademanes a la muchedumbre que se había reunido y rehusaron los solícitos cuidados de dos hombres que avanzaban con una camilla que acababan de sacar de una ambulancia.

—¿Dónde está la ducha más próxima? —preguntó Powell.

Los acompañaron a ella. Más tarde se encontraron todos reunidos alrededor de una mesa donde había los mejores cerebros de la U.S. Robots / Mechanical Men Corp.

Lenta y adecuadamente, Powell y Donovan terminaron su gráfico y sensacional relato.

Susan Calvin rompió el silencio que siguió. Durante los pocos días transcurridos, había recuperado su helada y en cierto modo ácida calma, pero a través de la cual se filtraba todavía una sombra de embarazo.

—Estrictamente hablando —dijo—, fue culpa mía... todo. Cuando por primera vez sometimos el problema al Cerebro como espero alguno de ustedes recordará, me extendí ampliamente sobre la importancia de desechar cualquier fuente de información susceptible de crear un dilema. Al hacerlo, dije algo por el estilo de "No te excites por la cuestión de la muerte de seres humanos. No nos importa en absoluto. Devuelve la hoja y basta".

—!Humm! —dijo Lanning—. ¿Y que más? 

—Lo evidente. Cuando sometió sus cálculos que comportaban la ecuación sobre la longitud del mínimo intervalo para el salto interestelar..., ello significaba la muerte de seres humanos. Aquí fue donde la máquina de la Consolidated quedó completamente destrozada. Pero yo había quitado importancia a la muerte ante el Cerebro, no enteramente, porque la Primera Ley no puede nunca ser infringida, pero sí lo suficiente para que el Cerebro dirigiese una segunda mirada a la ecuación. Lo suficiente para darle tiempo de darse cuenta de que una vez transcurrido el intervalo, los hombres volverían a la vida, de la misma manera que la materia y la energía de la nave volverían a su existencia. Esta llamada "muerte", en otras palabras, sería un fenómeno, estrictamente temporal. ¿Comprenden? —terminó mirando a su alrededor.

Todos escuchaban atentamente. Susan prosiguió: 

—Aceptó, pues, el punto, pero no sin un cierto chirrido. Incluso con la muerte temporal y disminuida su importancia, tuvo suficiente para desequilibrarlo considerablemente. Adoptó un actitud humorística —prosiguió con más calma—; es una especie de evasión, comprenden, un método de evadirse parcialmente de la realidad. Empezó a bromear.

Powell y Donovan se habían puesto en pie.

—¿Cómo? 

Donovan estaba mucho más acalorado

—Así —dijo Susan—. Se ocupó de ustedes y los mantuvo a salvo, pero no podían manejar los controles porque sólo los podía manejar él, el humorista Cerebro. Podíamos comunicar por radio, pero no podían ustedes contestar. Tenían mucha comida, pero sólo habichuelas y leche. Entonces murieron, por decirlo así, pero volvieron a vivir, y el período de su vida fue..., interesante. Me gustaría saber cómo lo hizo. Eran las bromitas del Cerebro, pero no quería hacer daño.

—!No quería hacer daño¡ —gritó Donovan—. !Ah, si el monigote ése tuviese tan sólo un cuello...!

—Bien, bien, ha sido un lío —dijo Lanning levantando una mano apaciguadora—, pero todo ha terminado. ¿Y ahora, qué? 

—Pues —dijo Bogert tranquilamente—, es obvio que nos corresponde mejorar la nave del espacio curvo. Debe haber alguna manera de solucionar el intervalo de salto. Si lo hay, somos la única organización que dispone del súper-robot en gran escala, de manera que si lo hay tenemos que encontrarlo.

Y entonces... U.S. Robots tiene el viaje interestelar, y la Humanidad tiene la oportunidad del imperio galáctico.

—¿Y la Consolidated? —preguntó Lanning.

—!Eh¡ —interrumpió súbitamente Donovan—. Quiero hacer una sugerencia, aquí. Han metido la U.S. Robot en un brete, como ellos esperaban, y todo ha acabado bien, pero sus intenciones no eran piadosas. Y Greg y yo soportamos la mayor parte de él.

—Bien, querían una respuesta y ya la tienen. Mandémosles esta nave, garantizada, y la U.S. Robots puede cobrar los doscientos mil, más los gastos de construcción. Y si la prueban... dejemos que el Cerebro se divierta un poco más antes de volverla a la normalidad.

—Me parece sumamente indicado —dijo Lanning, muy grave.

A lo cual Bogert añadió, distraídamente: 

—Y estrictamente de acuerdo con el contrato, además.

Evidencia

Francis Quinn era un político de nueva escuela. Ésa, por supuesto, es una expresión carente de significado, como son todas las expresiones de este tipo. La mayoría de las «nuevas escuelas» de que disponemos se hallan duplicadas en la vida social de la antigua Grecia, y quizá, si supiéramos algo más al respecto, en la vida social de la antigua Sumeria y también en las moradas lacustres de la Suiza prehistórica.

Pero, para salimos de lo que promete ser un insípido y complicado principio, será mejor afirmar rápidamente que Quinn nunca aspiró a ningún cargo, ni persiguió votos, ni lanzó discursos ni llenó urnas. Del mismo modo que Napoleón no apretó un gatillo en Austerlitz.

Y puesto que la política crea extraños compañeros de cama, Alfred Lanning se sentó al otro lado del escritorio con sus densas cejas blancas muy ceñudas encima de sus ojos cuya agudeza había afilado su impaciencia crónica. No se sentía complacido.

El hecho, de ser conocido por Quinn, no le hubiera irritado en lo más mínimo. Su voz era amistosa, quizá de un modo profesional.

—Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor Lanning.

—He oído hablar de él. Como mucha otra gente.

—Sí, yo también. Tal vez piense usted votarle en las próximas elecciones.

—No sabría decirle. —Había un inconfundible rastro de acidez en su voz—. No he seguido la política últimamente, de modo que no sé si se presenta para algún cargo.

—Puede que sea nuestro próximo alcalde. Por supuesto, ahora tan sólo es un abogado, pero con el tiempo...

—Sí —interrumpió Lanning—, ya he oído esa frase antes. Pero me pregunto si no será mejor que nos dediquemos a nuestros asuntos.

—Estamos dedicándonos a nuestros asuntos, doctor Lanning. —El tono de Quinn era muy amable—. Es de mi mayor interés mantener al señor Byerley como fiscal del distrito como máximo, y es de su mayor interés el ayudarme a conseguirlo.

—¿De mi mayor interés? ¡Oh, vamos! —Lanning frunció las cejas.

—Bien, digamos entonces del mayor interés para la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos. He venido a usted como director honorario de investigación, porque sé que su relación con ellos es la de, digamos, «consejero principal». Es usted escuchado con respeto, y sin embargo su relación con ellos ya no es tan estrecha como para que no pueda disponer de una considerable libertad de acción; incluso aunque la acción sea en cierto modo poco ortodoxa.

El doctor Lanning guardó silencio durante un momento, rumiando sus pensamientos. Más suavemente, dijo:

—No le sigo en absoluto, señor Quinn.

—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Le importa? —Quinn encendió un delgado cigarrillo con un encendedor de delicada simplicidad, y su rostro de altos pómulos adoptó una expresión de suave regocijo—. Hemos hablado del señor Byerley..., un personaje extraño y colorista. Hace tres años era un completo desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre de fuerza y habilidad, y por supuesto el más capaz e inteligente fiscal que nunca haya conocido. Desgraciadamente, no es amigo mío...

—Comprendo —dijo Lanning mecánicamente, contemplando sus uñas.

—Tuve ocasión —prosiguió Quinn en un tono neutro— de investigar al señor Byerley el año pasado..., de una forma muy exhaustiva. Siempre resulta útil, ¿sabe?, someter la vida pasada de los políticos reformistas a una indagación inquisitiva. Si supiera usted la de veces que esto ha ayudado... —Hizo una pausa para sonreír seriamente a la resplandeciente punta de su cigarrillo—. Pero el pasado del señor Byerley es completamente anodino. Una vida tranquila en una pequeña ciudad, una educación universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de coche con una lenta recuperación, la escuela de leyes, la llegada a la metrópoli, su cargo de fiscal.

Francis Quinn agitó lentamente la cabeza, luego añadió:

—Pero su vida actual. Ah, eso sí es notable. ¡Nuestro fiscal del distrito no come nunca!

Lanning alzó bruscamente la cabeza, los ojos sorprendentemente agudos.

—¿Perdón?

—Nuestro fiscal del distrito no come nunca. —Efectuó la repetición marcando bien las sílabas—. Espere, modificaré ligeramente esto. Nunca ha sido visto comienzo o bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende el significado de la palabra? ¡No raras veces, sino nunca!

—Lo encuentro increíble. ¿Puede confiar usted en sus investigadores?

—Puedo confiar en mis investigadores, y no lo encuentro increíble en absoluto. Es más, nuestro fiscal del distrito nunca ha sido visto bebiendo..., tanto en sentido acuoso como alcohólico..., ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo que con esto ya es suficiente.

Lanning se reclinó en su silla, y entre ellos se produjo el absorto silencio de desafío y respuesta, y luego el viejo roboticista agitó la cabeza. —No. Sólo existe una cosa que esté intentando usted implicar, si emparejo sus afirmaciones con el hecho de que usted me las presenta, y eso es imposible.

—Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning.

—Si me dijera usted que tenemos a Satán enmascarado, habría una remota posibilidad de que le creyera.

—Le digo que es un robot, doctor Lanning.

—Le digo que es la afirmación más imposible que haya oído en mi vida, señor Quinn.

De nuevo el combativo silencio.

—De todos modos —y Quinn aplastó la colilla de su cigarrillo con un elaborado cuidado—, tendrá que investigar usted esta imposibilidad con todos los recursos de la compañía.

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