Henry titubeó, luego acercó la nariz a la página y respiró. Al principio pensó que había imaginado el olor, luego respiró de nuevo. Había acertado la primera vez: las páginas olían a humo.
Henry se despertó a la mañana siguiente con el delicioso olor de los
siu beng
, bollos de sésamo: el desayuno favorito de sus padres y una verdadera delicia desde que escaseaban los cupones de azúcar. En la mesa su padre estaba sentado con su mejor traje, en realidad, su único traje. El traje gris oscuro se lo había hecho a medida un sastre que acababa de llegar desde Hong Kong.
Henry se sentó y escuchó a su padre leer el periódico, citando cada nuevo arresto de residentes japoneses. Todos ellos destinados ahora a una prisión federal. Henry no lo entendía. Se llevaban a maestros y a empresarios. Doctores y pescadores. Los arrestos parecían hacerse al azar, y las acusaciones eran vagas. Su padre parecía satisfecho; pequeñas batallas ganadas en un conflicto más grande.
Henry sopló el bollo de sésamo, sacado directamente del horno, enfriándolo lo mejor que pudo. Miró a su padre, que parecía absorto en un artículo, preguntándose por Keiko y las detenciones en el Black Elks Club. Su padre se volvió para mostrárselo a Henry: él lo único que pudo ver es que estaba escrito en chino, un mensaje de la Asociación Benéfica Bing Kung, con el sello de su nombre al pie.
—Esta es una noticia importante para nosotros, Henry —explicó su padre en cantonés.
Henry dio un mordisco al bollo y asintió, escuchando y masticando.
—¿Sabes qué es una orden ejecutiva?
Henry tenía una vaga idea, pero tenía prohibido responder en la lengua nativa de su padre, así que simplemente sacudió la cabeza. «No. Pero vas a decírmelo, ¿verdad?»
—Es una declaración muy importante. Como cuando Sun Yat Sen proclamó el 1 de enero de 1912 como el primer día del primer año de la República China.
Henry había escuchado en muchas ocasiones a su padre hablar de la República China, incluso a pesar de que su padre nunca había vuelto a pisar suelo chino desde que era joven. Había sido años atrás cuando él tenía la edad de Henry y había sido enviado a acabar su educación china en Canton.
Su padre también hablaba en tono reverente y de adoración del difunto doctor Sun Yat Sen, un revolucionario que había traído el gobierno del pueblo. A Henry le gustaba el nombre: doctor Sun. Sonaba como alguien a quien Superman podía considerar un enemigo.
Su padre había dedicado la mayor parte de su vida a las causas nacionalistas, todas destinadas a promocionar los tres principios del pueblo proclamados por el difunto presidente chino. Así que, naturalmente, como Henry poco a poco fue comprendiendo, el entusiasmo de su padre en estos pequeños conflictos locales con los japoneses americanos no estaba exento de contradicciones y cierta confusión. Su padre creía en el gobierno de las personas, pero desconfiaba de quiénes eran estas personas.
—El presidente Roosevelt acaba de firmar la Orden ejecutiva 9102, que crea la Autoridad de Rehubicación en Tiempos de Guerra. Es un anexo a la Orden ejecutiva 9066, que le da a Estados Unidos el poder para designar nuevas zonas militares.
Como una nueva base o un fuerte del ejército, pensó Henry, que miró el reloj para asegurarse de que no llegaría tarde a la escuela.
—Henry, toda la Costa Oeste ha sido designada c.omo zona militar. —Henry escuchaba, sin comprender eso qué significaba—. La mitad de Washington, la mitad de Oregón y casi toda California están ahora bajo supervisión militar.
—¿Por qué? —preguntó Henry, en inglés.
Su padre debió haber comprendido la pregunta, o quizá sólo creyó que Henry debería saberlo.
—Dice: «por la presente autorizo y dirijo al secretario de Guerra, y a los comandantes militares —el padre de Henry hizo una pausa, leyendo con lentitud, haciendo lo posible para leerlo con corrección en cantonés— a delimitar las áreas militares en los lugares y en la extensión que él o los apropiados comandantes militares puedan determinar, de las cuales cualquiera o todas las personas pueden ser excluidas, y con respecto a las cuales, el derecho de cualquier persona a entrar, permanecer, o marcharse estará sujeto a las restricciones que el secretario de Guerra pueda imponer a su discreción».
Henry tragó el último trozo de su bollo de sésamo; por lo que a él le importaba la orden ejecutiva podría haber estado escrita en alemán. La guerra estaba en todas partes. Había crecido con ella. La orden presidencial no parecía nada fuera de lo habitual.
—Pueden excluir a cualquiera. Pueden excluirnos a nosotros. O a los inmigrantes alemanes. —Miró a Henry, y dejó el periódico—. O a los japoneses.
Esta última parte preocupó a Henry: por Keiko y su familia. Miró a través de la ventana, casi sin fijarse en su madre. Ella había entrado con unas tijeras de cocina y había cortado el tallo de la flor que él le había comprado hacía unos días, la colocaría de nuevo en su florero de la diminuta mesa de cocina.
—No pueden llevárselos a todos. ¿Qué pasaría con los cultivos de fresa en Vashon Island y el aserradero de Bainbridge? ¿Y qué me dices de los pescadores? —dijo ella. Henry escuchó su conversación en cantonés como si estuviera sintonizando una radio lejana.
—¿Hah? Hay gran cantidad de trabajadores chinos; una gran cantidad de trabajadores de color. Falta tanta mano de obra que incluso Boeing está contratando ahora a personal chino. En el astillero Todd están contratando y pagando el mismo salario que a caucásicos —dijo su padre con una sonrisa.
Henry cogió su cartera y fue hacia la puerta, preguntándose qué le podría pasar a Keiko si detenían a su padre. Él ni siquiera sabía en qué trabajaba para ganarse la vida, pero ahora eso no tenía mayor importancia.
—Henry, te dejas la comida —dijo su madre.
Él le respondió en inglés que no tenía hambre. Su madre miró al padre de Henry, intrigada. No lo entendía. Ninguno de los dos.
Henry pasó por la esquina de South Jackson; estaba en silencio y vacía, no estaba Sheldon para despedirle. A Henry le alegraba que su amigo hubiese encontrado un trabajo un poco más allá, pero ver a Sheldon por allí era como una póliza de seguro. Cualquier matón que siguiese a Henry hasta casa nunca pasaba más allá de la esquina de Sheldon y de sus ojos protectores.
Aquel día en clase, la señora Walter les dijo a todos que su compañero, Will Whitworth, no iría durante el resto de la semana. Su padre había muerto mientras servía a bordo del uss
Marblehead
. Los cazabombarderos japoneses habían atacado su convoy cerca de Borneo en el estrecho de Makassar. Henry no sabía dónde estaba, pero sonaba como algún lugar muy lejano, caluroso y tropical. Deseó estar allí cuando sintió que le taladraban las miradas de sus compañeros, pequeños y dolorosos dardos acusadores.
Henry sólo había tenido un encuentro con Will, y había sido a principios de año. Parecía considerarse a sí mismo un héroe de guerra, y hacía su papel de combatir a la amenaza amarilla en el frente, aunque fuese en el patio después de la escuela. A pesar del ojo negro que le había dejado Will, Henry se sintió dolido de verdad por él cuando oyó la noticia. ¿Cómo no iba a sentirlo? Los padres no son perfectos, e incluso uno malo parecía mejor que no tener ninguno, al menos en el caso de Henry..
Cuando por fin se acercó la hora de la comida, Henry pudo salir de clase. Corrió, luego caminó, después corrió de nuevo, siguió por el pasillo y llegó a la cocina de la cafetería.
Keiko no estaba allí.
En cambio, Denny Brown, uno de los amigos de Chaz, estaba allí con un delantal blanco y el cucharon en mía mano. Miró a Henry como una rata pillada en una trampa.
—¿Se puede saber qué miras?
La señora Beatty entró en la cocina, palmeándose el vestido in tentando encontrar donde había dejado las cerillas.
—Henry, este es Denny. Sustituye a Keiko. Le pillaron robando en la tienda de la escuela. Así que el subdirector Silverwood quiere que le ponga a trabajar.
Henry miraba, mortificado. Keiko se había ido. Ahora el paraíso que había sido su cocina estaba ocupado por uno de sus torturadores. La señora Beatty dejó de buscar las cerillas y encendió el cigarrillo con la llama del piloto de la cocina, luego murmuró algo acerca de no meterse en líos mientras se marchaba a tomar su comida.
Al principio, Henry tuvo que escuchar las protestas de Denny por el hecho de que lo hubieran pillado, apartado de la guardia de la bandera y enviado a trabajar a la cocina, forzado a realizar el trabajo de una chica japonesa. Pero cuando sonó la campana, y entraron los chicos hambrientos, su actitud cambió en cuanto le sonrieron y hablaron con él. Todos querían que Denny les sirviese, y echaban atrás su bandeja y miraban con sospecha a Henry cuando pasaban frente a él.
Para ellos, pensó Henry, estamos en guerra y yo soy el ene migo.
Henry no esperó a que la señora Beatty volviese. Dejó su cucharón, se quitó el delantal y se marchó. Ni siquiera volvió al aula, por los libros y los deberes, siguió por el pasillo y salió por la puerta principal.
En la distancia, en dirección de Nihonmachi, vio pequeñas columnas de humo que desaparecían en el cielo gris de la tarde
En su carrera hacia el humo, Henry evitó del todo el Barrio Chino. No porque tuviese miedo de ser visto por sus padres durante las horas de clase, aunque sí en parte, sino por los agentes atentos a la presencia de alumnos que hacían novillos. Era casi del todo imposible hacer novillos donde vivía Henry. Los agentes recorrían las calles y los parques, incluso se presentaban en las pequeñas fábricas de fideos y envasadoras en busca de chicos extranjeros cuyos padres a menudo les enviaban a trabajar jornadas completas en lugar de enviarlos a la escuela. Lo más probable era que las familias necesitasen ese aporte económico, pero los oriundos como el padre de Henry creían que los niños educados representaban una disminución en la delincuencia. Quizá tenían razón. El Distrito Internacional era bastante tranquilo, aparte de algún episodio de violencia entre los tongs rivales, o cuando aparecían los alistados, que deambulaban por allí y luego terminaban tambaleándose, borrachos y con ganas de pelea. Además, cualquier agente que veía a un niño asiático en la calle durante el horario escolar, por lo general lo detenía y le llevaban a su casa, donde el castigo del pobre chico a manos de sus padres probablemente le hacía lamentar que no le llevaran a la cárcel.
Por lo tanto, Henry trazó su camino con mucha cautela por Yester Avenue, por el lado de Nihonmachi, todo el trayecto hasta el Kobe Park, que ahora estaba desierto. Mientras caminaba por las calles del Barrio Japonés, vio muy poca gente. Como en una mañana de domingo en el centro de Seattle, todas las tiendas y empresas estaban cerradas, y en aquellas que estaban abiertas solo había un puñado de clientes.
«¿Qué estoy haciendo aquí?» se pregunto. Al apartar la mirada de las calles desiertas al frío cielo vio las columnas de humo negro que se elevaban serpenteantes desde lugares invisibles. «Nunca la encontraré.» Sin embargo, continuó yendo de edificio en edificio. Atento a no mirar las expresiones extrañas en los rostros de los pocos hombres y mujeres que pasaban a mi lado.
En el corazón del Barrio Japonés, Henry encontró de nuevo el Ochi Photography Studio. Henry no pudo dejar de ver al joven propietario, subido a un cajón de leche y mirando por el objetivo de una gran cámara montada en un trípode de madera. Tomaba fotos en un callejón que seguía la misma dirección de Maynard Avenue, donde Henry vio la fuente de los incendios. No se trataba de hogares o negocios japoneses, como había temido. Eran grandes barriles incendiados y cubos de basura a los que habían pegado fuego en el callejón. Las llamas y el humo se levantaban por encima de los edificios de apartamentos.
—¿Por qué saca fotos de la quema de basuras? —preguntó Henry, sin tener muy claro si el fotógrafo sería capaz de reconocerle.
El joven miró a Henry. Luego sus ojos parpadearon, y pareció recordarlo. Tenía que ser por su distintivo. El fotógrafo volvió a ocuparse de la cámara con manos temblorosas.
—No queman basura.
Henry permaneció en la «T» donde el callejón se encontraba con la calle, junto al fotógrafo encima de su cajón de leche, con su cámara y las bombillas de flash. Al mirar a lo largo del callejón vio a las personas que entraban y salían de los edificios y arrojaban cosas al interior de los barriles incendiados. Una mujer desde la ventana de un tercer piso le gritó algo a un hombre en la acera y arrojó un kimono color ciruela que flotó y giró para acabar posándose como la nieve en el sucio pavimento del callejón. El hombre lo recogió, lo contempló por un momento, titubeó, y acabó por lanzarlo al fuego. La seda se quemó y los trozos ardientes flotaron impulsados por el calor como mariposas con las alas incendiadas, agitadas en la corriente, hasta acabar consumidos y caer convertidos en cenizas negras.
Una anciana pasó junto a Henry con una brazada de papeles y los arrojó al fuego, donde hicieron un ruido como el de una brusca aspiración. Henry sintió el roce del calor en las mejillas y dio un paso atrás. Incluso en la distancia Henry vio que eran pergaminos: obras de arte, escritas y dibujadas a mano. Grandes caracteres japoneses que desaparecían en el corazón del fuego.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó Henry, sin comprender del todo lo que veía con sus propios ojos.
—Anoche detuvieron a más personas. Japoneses, por toda la ciudad. Por todo Puget Sound. Quizá por todo el estado. La gente se libra de cualquier cosa que les vincule a la guerra con Japón. Cartas de Japón. Ropa. Todo debe desaparecer. Son demasiado peligrosas. Incluso las viejas fotos. Queman las fotos de sus padres, de sus familias.
Henry vio a un anciano colocar cansinamente una bandera japonesa plegada con esmero en el bidón más cercano, y después saludar mientras ardía.
El fotógrafo pulsó el obturador de la cámara para captar la escena.
—Yo quemé anoche todas mis viejas fotos. —Se volvió hacia Henry, y el trípode tembló mientras lo sujetaba. Con la otra mano se limpió los labios con un pañuelo—. Quemé incluso las fotos de mi boda.
A Henry le escocieron los ojos por culpa del humo y el hollín. Oyó a una mujer gritar algo en japonés, en algún lugar distante. Le sonó más a un llanto.
—Celebramos una boda tradicional aquí mismo en Nihonmachi. Después nos hicimos las fotos en el jardín botánico de Seattle delante de las magnolias y los crisantemos. Vestíamos kimonos, las prendas shinto que habían pertenecido a mi familia durante tres generaciones. —El fotógrafo parecía atormentado por la escena que tenía delante. Acosado por la destrucción de los recuerdos tangibles, palpables, de la vida.