El sabor prohibido del jengibre (25 page)

Read El sabor prohibido del jengibre Online

Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
13.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
Cena (1986)

Henry comprobó con gran sorpresa que Samantha era una cocinera excelente. Sentía una afinidad especial con cualquiera que 111 viera talento en la cocina, dado que él mismo se ocupaba de cocinar la mayor parte de lo que se comía en su casa. Incluso antes de que su esposa Ethel cayese enferma, le gustaba cocinar. Pero después de la aparición del cáncer, toda la responsabilidad de la cocina —además de la limpieza y la colada— recayó sobre sus hombros. No le importó. Ella padecía tanto dolor, siempre enferma, siempre sufriendo por el cáncer o la radiación, que destruía sus entrañas. Ambas cosas destrozaban su pequeño y delicado cuerpo. Lo menos que podía hacer Henry era cocinar para tilla sus platos preferidos: los fideos fritos o las natillas de mango con menta. Aunque cerca del final, por maravilloso que sonase el menú, tenía muy poco apetito. Era lo único que Henry podía hacer para que Ethel comiese algo. Al final, ella lo único que deseaba era irse, necesitaba irse.

Al pensarlo tuvo que reprimir una ola de melancolía, mientras su hijo proponía un brindis con la taza de
huang jou
, un vino fermentado que sabía a alcohol etílico.

—Por una búsqueda exitosa en la cápsula del tiempo del solano del Hotel Panamá.

Henry levantó la taza, pero sólo bebió un sorbo. Marty y Samantha apuraron las suyas, y torcieron el gesto cuando la bebida les hizo lloriquear.

—Vaya, sí que quema —se quejó Marty.

Su padre, sonriendo, le llenó la taza con el claro líquido de aspecto inocente que se podía emplear sin problemas para limpiar la grasa de los recambios de coche usados.

—Por Oscar Holden, y los discos extraviados —brindó Samantha.

—No, no, no. No me sirvas más. Conozco mi límite. —Marty le bajó el brazo hasta apoyarlo de nuevo en la mesa redonda en un rincón del pequeño comedor que también era la sala de estar de Henry. Un lugar tranquilo y discreto, con muchas plantas, como la planta de jade que Henry había cuidado desde el nacimiento de Marty. Las paredes estaban cubiertas con fotos de familia, coloridas y brillantes en contraste con las paredes una vez blancas y que ahora se veían opacas y amarillentas, oscurecidas en los rincones como dientes con manchas de café.

Henry miró a su hijo y a la joven de la que evidentemente estaba tan enamorado. Con las tazas en las manos. Con las bocas ardiendo. Qué diferentes eran, y qué poco importaba. Las diferencias eran inapreciables. Tan parecidos, y tan felices. Resultaba difícil saber dónde acababa uno y empezaba el otro. Marty era feliz. Con éxito, buen estudiante, feliz. ¿Qué más podía desear cualquier padre de su hijo?

Al contemplar la montaña de cáscaras de cangrejo y la fuente de
choy sum
vacía, comprendió que Samantha era tan buena cocinera como Ethel en sus mejores días, y también como él. Marty había escogido bien.

—¿Quién tomará postre?

—Estoy que reviento —protestó Marty, y apartó el plato.

—Siempre hay un hueco… —le recordó Henry en el momento en que Samantha salía de la cocina con una bandeja pequeña.

—¿Qué es? —preguntó Henry, sorprendido. No podía ser el helado de té verde.

—Lo preparé especialmente para mi futuro suegro; el helado es para mí. Pero esto —dejó la fuente con unos delicados dulces delante de Henry—, es para las grandes ocasiones: es barba de dragón.

Henry no lo probaba desde mucho antes de que Ethel cayese enferma. Mordió la golosina, hecha de pasta de coco rallado y semillas de sésamo y envuelta en algodón de azúcar, y vio la sonrisa de Marty, que asentía como si le dijese: «Lo ves, papá, sabía que te caería bien».

Estaba deliciosa.

—Lleva años aprender a prepararla, ¿cómo has…?

—He estado practicando —le explicó Samantha—. Hay veces en las que hay que ponerse. Intentar lo más difícil. Como usted y su novia de la infancia.

Henry se atragantó un poco con el bocado. Acabó de tragar y se aclaró la garganta.

—Veo que mi hijo ha estado compartiendo historias.

—No pudo evitarlo. Además, ¿nunca se ha preguntado qué pudo haber sido de ella? Sin querer faltarle el respeto a su esposa, |)ero esa chica, sea quien sea, quizás aún esté en alguna parte. ¿No siente curiosidad por saber dónde está, dónde podría estar?

Henry miró su taza de vino. Se la acabó de un trago lento. Soportó el escozor en la garganta y contuvo las lágrimas que intentaron formarse en sus ojos, sintió cómo se le despejó la nariz con el ardor. Dejó la taza y miró a Samantha y Marty. Sopesó sus expresiones, esperanza e ilusión a partes iguales.

—He pensado en ella. —Henry buscó las palabras, dudando de cuál podía ser la reacción de Marty. Sabía cuánto amaba su hijo a Ethel, y no quería mancillar su memoria. «He pensado en ella. Podo el tiempo. Ahora mismo. Estaría mal si te lo dijese, ¿verdad?»—. Pero, aquello fue hace mucho tiempo. Las personas crecen. Se casan, crean una familia. La vida continúa.

Henry había pensado en Keiko muchas veces en el transcurso de los años; desde el anhelo a una discreta y sombría aceptación, a desearle sinceramente todo lo mejor, que fuese feliz. Fue entonces cuando comprendió que la amaba. Más de lo que había sentido en todos aquellos años. La amaba tanto como para dejarla ir, para no remover el pasado. Además, tenía a Ethel, que había sido una esposa que lo había amado. Por supuesto, él también la había amado. Cuando cayó enferma, se hubiese cambiado por ella de haber podido. Por verla levantada y caminando de nuevo, se hubiese acostado sin dudarlo en aquella cama de hospital. Pero al final, él era quien había tenido que continuar viviendo.

El día que vio salir a la luz todas aquellas cosas del sótano del Hotel Panamá, se había permitido preguntarse y desear. Por un disco de Oscar Holden que nadie creía que existiese. La prueba de una niña que una vez había amado a Henry por ser quien era, a pesar de que pertenecía al otro lado del barrio.

Marty observó a su padre, ensimismado.

—Sabes, papá, tienes sus cosas, por lo menos sus cuadernos de dibujo. Me refiero a que incluso si está casada, creo que agradecería recuperarlos. Si tú fueses quien se los devolviese, bien podría ser una bonita coincidencia.

—No tengo idea de dónde está —afirmó Henry, mientras su hijo le llenaba la taza con más vino—. Quizá ni siquiera vive, cuarenta años es mucho tiempo. Casi nadie ha reclamado nada del Panamá. Casi nadie. Las personas no miran atrás, máxime si no hay nada por lo que volver, así que siguen adelante.

Era verdad. Henry lo sabía. Por la expresión de su rostro, vio que Marty también lo sabía. Así y todo, nadie creía que el disco aún existiese, y lo había encontrado. ¿Quién sabía qué más encontraría si buscaba con ahínco?

Pasos (1986)

Después de la cena, Henry insistió en lavar los platos. Samantha había hecho un maravilloso trabajo en la cocina. Al entrar había casi esperado encontrar las cajas del Jumbo Seafood Restaurant ocultas debajo del fregadero o al menos los libros de cocina, manchados en la página de la receta de la salsa de ostras, en cualquier parte. En cambio, la cocina estaba limpia y ordenada; ella había ido lavando las sartenes a medida que cocinaba, de la manera que hacía él. Secó y guardó los pocos platos que quedaban y puso en 1 enrojo las fuentes.

Cuando asomó la cabeza para darle las gracias, era demasiado Urde. Samantha se había quitado los zapatos y dormía en el sofá, con un suave ronquido. Henry miró la botella de vino de ciruela medio llena y sonrió, antes de abrigarla con una colcha verde que había tejido Ethel. Su esposa siempre había sido hábil, pero tejer se había convertido en un pasatiempo necesario. Le daba algo que hacer con las manos mientras estaba en quimioterapia. Henry siempre se había sorprendido al ver que tejía sin problemas, con una cánula intravenosa en el brazo, pero a ella no parecía importarle.

Notó una corriente de aire y al volverse vio que estaba abierta la puerta principal. Vio la silueta de su hijo detrás de la puerta mosquitera. Las polillas volaban alrededor de la lámpara de la galería, golpeaban contra el cristal, atraídas sin remedio hacia algo que nunca podrían tener.

—¿Por qué no os quedáis a pasar la noche? —preguntó Henry, que abrió la puerta mosquitera para ir a sentarse junto a Marty mientras esperaba una respuesta—. Ella se ha dormido, y es demasiado tarde para conducir.

—¿Quién lo dice? —replicó Marty.

Henry frunció el entrecejo. Sabía que su hijo se ponía de los nervios cuando parecía que él le mandaba, aunque lo hiciese en el mejor de los tonos. Éstas eran las ocasiones en las que él y Marty parecían discutir sólo por el placer de la discusión. Y nunca ganaba ninguno de los dos.

—Sólo digo que es tarde…

—Lo siento, papá —le interrumpió Marty, arrepentido de su propia reacción—. Creo que estoy cansado. Éste ha sido un año difícil. —Marty tenía un cigarrillo sin encender en la mano. Ethel había sucumbido al cáncer cuando le llegó a los pulmones. Henry había dejado de fumar hacía años, pero a Marty le costaba. Lo había dejado cuando su madre cayó enferma, pero de cuando en cuando fumaba alguno a escondidas. Henry sabía lo culpable que se había sentido su hijo por fumar mientras su madre se moría por un cáncer de pulmón.

Marty arrojó el cigarrillo a la calle.

—No dejo de pensar en mamá y lo mucho que han cambiado las cosas en estos últimos años.

Henry asintió al tiempo que miraba más allá de la acera. Miró a través de la ventana de la casa de su vecino. Tenían encendido el televisor y miraban un programa de variedades hispano. «El barrio no deja de cambiar», pensó Henry, mientras miraba hacia la panadería coreana y la tintorería que llevaba una agradable familia armenia.

—¿Te puedo preguntar una cosa, papá?

Henry asintió.

—¿Mantuviste a mamá en casa sólo para hacerme rabiar?

Henry siguió con la mirada una camioneta que pasaba por el callejón.

—¿Tú qué crees? —Lo preguntó sabiendo la respuesta, pero sorprendido de que su hijo pudiese formularle una pregunta tan directa.

Marty se levantó para ir donde estaba el cigarrillo que había tirado a la calle. Henry creyó que quizá recogería el cigarrillo sucio y lo encendería. En cambio, Marty lo aplastó con el tacón hasta hacerlo pedazos.

—Es lo que creía. No le encontraba el menor sentido. Me refiero a que éste no es lo que se dice un barrio de lujo; podríamos haberla llevado a algún lugar con vistas, con una habitación muy cómoda —Marty sacudió la cabeza—. Creo que ahora lo comprendo. No importa lo bonita que sea la casa; lo importante es que la sientas como tu hogar.

Henry oyó el ruido de la camioneta a lo lejos.

—¿Yay Yay sabía lo de Keiko? —preguntó Marty—. ¿Mamá lo sabía?

Henry se levantó para desperezarse y se sentó de nuevo.

—Tu abuelo lo sabía, porque se lo dije. —Miró a su hijo con la voluntad de evaluar su reacción—. Después de aquello dejó de hablarme.

Le había contado a su hijo muy poco de su infancia, y casi nunca había compartido las historias del abuelo de Marty. Su hijo tampoco había preguntado mucho. La mayor parte de lo que sabía se lo había dicho su madre.

—¿Qué me dices de mamá?

Henry soltó un gran suspiro y se frotó las mejillas, que se había olvidado de afeitar por la conmoción de los últimos días. La barba le recordó todos aquellos meses; los años dedicados al cuidado de Ethel. Cómo pasaban los días sin que él saliese de casa, cómo se había afeitado sin ningún motivo real, sólo por puro hábito. Al cabo de un tiempo se había despreocupado. Vivía con alguien que no se daba cuenta, que no podía darse cuenta.

—No estoy seguro de lo que sabía tu madre. Nunca lo hablamos.

—¿No hablasteis de viejos amores? —preguntó Henry.

—¿Qué viejos amores? —Henry rió por un momento—. Yo fui el primer chico con el que salió. En aquellos tiempos era diferente. No como ahora.

—Pero tú tuviste uno. —Marty recogió el cuaderno de dibujo que estaba en los escalones, junto a su americana.

Henry lo cogió. Fue pasando las páginas, tocó las marcas donde el lápiz de Keiko había volado por el papel. Sintió la textura de los dibujos. Se preguntó por qué ella había dejado los cuadernos. Por qué lo había dejado todo atrás. Por qué lo había hecho él también.

Durante todos estos años, Henry había amado a Ethel. Había sido un marido leal y dedicado, pero siempre se había desviado de su camino para no pasar por delante del Hotel Panamá y encontrarse con el recuerdo de Keiko. De haber sabido que sus pertenencias aún estaban allí…

Henry le devolvió el cuaderno a su hijo.

—¿No lo quieres? —preguntó Marty.

Henry se encogió de hombros.

—Tengo el disco. Es suficiente. —«Un disco roto», pensó.

«Dos mitades que nunca volverán a sonar.»

El disco de Sheldon (1942)

Llegó el lunes y Henry aún continuaba sonriendo por haber encontrado a Keiko y ver a Chaz acosado por la policía. Había una cierta vitalidad en su paso cuando salió de la escuela y corrió, caminó, y corrió un poco más, buscando su camino entre los sonrientes pescaderos de South King hasta llegar a South Jackson. La gente en las calles parecía contenta. El presidente Roosevelt había anunciado que el teniente coronel James Doolittle había llevado a un escuadrón de B-25 en una incursión aérea sobre Tokio. Parecía que la moral había alcanzado nuevas cotas. Cuando le preguntaron de dónde habían despegado los aviones, el presidente había respondido con una broma. Les dijo a los periodistas que habían salido de Shangri-La, que precisamente era el nombre de un club de jazz que Henry vio en su camino para encontrar a Sheldon.

Encontrarle a esta hora de la tarde resultó muy fácil. Henry no tuvo más que seguir a sus oídos, atento a las notas que salían del instrumento de Sheldon, una tonada que reconoció: «Writtin Paper Blues». Era la que había tocado en el club con Oscar. Muy apropiado porque Henry aún tenía que comprar el papel de carta para Keiko, entre otras cosas.

En los escalones de entrada de unos apartamentos, muy cerca de donde tocaba Sheldon, vio una pequeña montaña de calderilla en la funda del saxo de su amigo. Eso y un disco de vinilo, un 78, apoyado en un pequeño atril de madera. Era un atril muy parecido al que la madre de Henry utilizaba en la cocina para poner los pocos platos de porcelana de calidad que se podían permitir. Un pequeño cartel escrito a mano decía: «Tal como está grabado en el nuevo disco de Oscar Holden».

Other books

Amplify by Anne Mercier
This Duchess of Mine by Eloisa James
Where Love Has Gone by Harold Robbins
Testing Fate by Belinda Boring
Parker Field by Howard Owen
When Fangirls Cry by Marian Tee