El salón dorado (6 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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A continuación repitió la maniobra el segundo de los navíos de la escolta, el que navegaba a poniente del convoy. Entró en el estrecho sin ninguna dificultad. Era ahora el turno de las naves de carga, más lentas y menos manejables que los formidables navíos de guerra. El primer buque era un velero de más de cien pies, de perfil panzudo y con un suntuoso castillo en la popa. Enarbolaba dos mástiles, el mayor con una vela cuadrada y pendiente de una entena colmada de jarcias, y el trinquete de proa con una vela triangular asida al mascarón. Las dos velas fueron arriadas a menos de dos millas del estrecho y la fuerza de la corriente arrastró con suavidad al mercante al interior del Bósforo. Con una maniobra similar fueron entrando uno a uno los demás barcos mercantes. El Viento del Ponto, el último de los mercantes, en el que viajaba Juan, inició el mismo movimiento, pero cuando estaba arriando velas cerca de la costa el viento varió su rumbo y se produjo un ventarrón racheado del noroeste que precipitó a la nave hacia la orilla asiática de la entrada del Bósforo. El impetuoso aguaje todavía aceleró más la marcha del navío, que parecía a punto de estrellarse contra las rocas. Un golpe al unísono de los dos timones y el cese de la súbita ventolera colocaron a la nave fuera de peligro y dentro del estrecho. El comandante de la flotilla, que había presenciado la maniobra desde el castillo de popa de su dromón, suspiró aliviado. En la bodega, los esclavos fueron despedidos hacia atrás y algunos se golpearon con las cajas de mercancías y los fardos de piel. Juan y Vladislav lograron asirse a tiempo a una de las orengas de la pared. Los dos dromones que guardaban la retaguardia penetraron sin dificultades en la corriente y la flotilla enfiló la travesía del estrecho.

Durante cinco leguas atravesaron el cordón umbilical que unía el Mediterráneo con el mar Negro. La corriente dirigía las naves hacia Constantinopla entre el zigzagueante canal, que en cada recodo se abría generosamente formando pequeñas ensenadas, en cuyas orillas se dibujaban blancas y ocres casitas de pescadores en pequeñas aldeas rodeadas de una exuberante vegetación de pinos, cedros y cipreses. Torres de señales construidas en madera salpicaban las cumbres de las verdes colinas que abrazaban el Bósforo. El sol de mediodía calentaba tibiamente las velas recogidas en las vergas en tanto los marineros aseguraban las badernas, baldeaban las cubiertas y preparaban las amarras para el atraque.

Capítulo II

Bajo el cielo Púrpura

1

El Viento del Ponto se acercaba lentamente a la orilla. A la entrada del estuario del Cuerno de Oro el capitán ordenó arriar las velas mientras realizaba las señales obligatorias para el atraque. Los dromones de escolta viraron en la punta de San Demetrio en dirección al puerto de Bucoleón. Una maniobra efectuada con la rutina de lo mil veces repetido dejó la nave abarloada junto al muelle. Dos marineros lanzaron los orinques a tierra, mientras otros saltaron con agilidad sobre las alabeadas tablas del embarcadero para abitar las amarras a unos postes que sobresalían de la tarima de tablones del puerto. En unos instantes el barco quedó fijado sobre el agua con tanta firmeza que apenas era perceptible el suave bamboleo de las olas.

Juan permanecía recostado en el suelo de la bodega, con las piernas agarrotadas por la inactividad y la humedad de los últimos días. Sintió que el barco se había detenido, pues, aunque no llegaban con claridad, así lo entendía por las voces que se oían en cubierta; era claro que ya habían atracado.

Discurrió un tiempo que le pareció eterno hasta que se abrió la trampilla de la bodega. Varios marineros descendieron por la escalera de madera levantando a empellones a los jóvenes que yacían en el suelo. Uno a uno fueron sacados por la misma escalera; algunos se golpearon las piernas y las rodillas en los escalones. El capitán gritaba desde el puente del barco dando órdenes a la tripulación, que se afanaba en cumplirlas con la máxima rapidez. La carga humana fue colocada en cubierta, junto a la borda de estribor. Entonces la vio por primera vez: ante sus ojos se extendía una ciudad de murallas de piedra y cúpulas doradas que alternaban con agudas torres en medio de un caserío multicolor. Un paño de fina bruma cubría todo como un sueño. No tenía ninguna duda, aquella era Constantinopla.

Habían desembarcado en el moderno barrio de Pera, un suburbio al otro lado del Cuerno de Oro, el seguro puerto de la capital del Imperio bizantino. Pera crecía sin cesar desde que hacía más de cien años se había establecido una populosa población de comerciantes extranjeros, sobre todo italianos de Génova. La colonia de mercaderes se organizaba en torno a una empinada colina en cuyas laderas se amontonaban casas de madera, algunas iglesias y numerosos almacenes, todo ello rodeado de murallas y torreones de piedra y ladrillo.

Alineados como un hatajo de ganado, los esclavos fue ron conducidos por varios guardianes armados con lanzas y dagas hasta un almacén del puerto donde se apilaban cajas de algodón, sacos de especias de Arabia y de la India, balas de lino y maderas de los bosques de Rusia, sacas llenas de frutos secos de Anatolia y Persia, cerámicas de Grecia y pieles de lobos del Cáucaso y de corderos de Astracán. Los encerraron en una habitación pequeña y sin ventanas en la que dominaba un intenso olor a curtidos. Juan se sintió aliviado aunque con los hombros entumecidos y los tobillos doloridos y abohetados. Apenas podía mover las piernas y sentía un cosquilleo de hormigas caminando por las venas de los brazos. Tan sólo unas rendijas en el techo permitían pasar una tenue claridad que no dejaba vislumbrar el entorno.

—¡Vladislav!, ¡Vladislav! —murmuró Juan intentando localizarlo en la oscuridad del cuarto.

—Aquí, aquí —contestó Vladislav con voz abemolada, alargando los brazos para tomar las manos del amigo que venía gateando hacia él— ¿qué nos va a pasar ahora?

—Lo más probable es que nos vendan en el mercado o bien seamos repartidos entre compradores de esclavos que ya han realizado su encargo. En mi aldea oí contar a un mercader de Novgorov que los niños rubios y de piel blanca son muy apreciados por algunos señores del Imperio y que son capaces de pagar enormes sumas de plata por ellos —dijo Juan excitado y extendiendo sus manos hacia delante hasta que logró encontrar la cara de Vladislav. Se cogieron con fuerza y se abrazaron como si fueran en ese momento los dos únicos seres humanos sobre la Tierra.

Llevaban tanto tiempo en aquel oscuro cuarto que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra y eran capaces de distinguir no sólo las figuras recortadas, sino incluso las facciones de los rostros. Sobre la ceja derecha de Vladislav ya había cicatrizado la herida en forma de punta de flecha. Juan dormitaba sentado en el suelo junto a una de las paredes, con la cabeza apoyada en las rodillas del amigo, cuando se abrió la puerta. Ambos despertaron de su ligero sopor contemplando una figura alta y maciza que se recortaba en el rectángulo de luz blanquecina que el vano abierto había dibujado. Un esclavo negro, muy grueso y de estatura formidable, entró en la estancia entregando a los jóvenes una hogaza de pan, las inevitables aceitunas, caldo caliente, un pedazo de tocino seco salado, unos huevos duros y una jarrita de agua. Todos deglutieron los alimentos vorazmente mientras la puerta volvía a cerrarse y la oscuridad se adueñaba de nuevo de sus ojos.

Horas después sonaron recias voces. Varios hombres armados seleccionaron a tres muchachos, Juan entre ellos; Vladislav se quedó dentro. En el almacén, los tres jóvenes rubios fueron desnudados por dos mujeres que les lavaron todo el cuerpo con agua tibia y jabón y les frotaron las rodillas, los codos y los pies con unas piedras porosas tan blandas que se deshacían al contacto con la piel. Luego les friccionaron con aceite y les dieron masajes por todo el cuerpo. Por último, les untaron con bálsamos olorosos de un embriagador perfume que a Juan le recordó la fragancia de la novia el día de la boda de su hermano mayor. Un peluquero les cortó el pelo y les aplicó unos polvos terrosos y rojizos en el rostro, especialmente en los pómulos y en los labios. Sus viejas ropas fueron cambiadas por limpias túnicas blancas ajustadas a la cintura con un cíngulo azul y se calzaron con sandalias de cuero marrón oscuro.

Fueron subidos a una carreta que esperaba a la entrada del almacén y conducidos de nuevo al puerto donde habían desembarcado. Juan volvió a contemplar asombrado la ciudad de Constantinopla silueteada al otro lado del Cuerno de Oro. El sol lucía en lo más alto y pese a lo avanzado del otoño calentaba la piel como en la aldea del Dniéper a fines de verano. Juan pensó que quizás había dormido varios meses.

Constantinopla brillaba esplendorosa y cuajada de luz. Frente a la barcaza que los transportaba desde el barrio de Pera se ofrecía ante sus ojos la ciudad más maravillosa del universo. Pensó en su pequeña aldea, en la sencilla empalizada de troncos, en el humilde embarcadero a orillas del río, en su familia. Recordó que su padre había participado en una expedición de los rusos contra el Imperio, pero que nunca alcanzó a ver la ciudad soñada: y él estaba allí.

La travesía del estuario era corta, de apenas unos minutos. Juan volvió sus ojos al suburbio que dejaba atrás. En el almacén había quedado Vladislav; los habían separado tan deprisa que no habían tenido ocasión de decirse nada. Quizá no volviera a ver nunca más a su amigo. ¿Qué sería de él?, ¿a dónde lo llevarían? ¡Era tan indefenso, tan delicado y necesitaba tanto afecto! Una lágrima cristalina recorrió las mejillas de Juan al alejarse de la orilla. Sabía que un abismo se estaba abriendo entre los dos amigos y nada podía hacer por evitarlo.

En uno de los múltiples puertos de la otra orilla esperaban varios personajes vestidos de negro y tocados con altos y cilíndricos gorros de fieltro que a Juan le recordaron al viejo pope de su aldea, pero mucho más serios y solemnes y, sobre todo, más limpios. Uno de ellos, de cuidadas barbas encanecidas y rostro enjuto, se dirigió a los tres niños en eslavo:

—Hijos, acabáis de llegar a Constantinopla, la capital del Imperio. Habéis hecho un largo y peligroso viaje hasta aquí, pero desde estos momentos estáis seguros. Mi nombre es Demetrio y soy el bibliotecario de Su Beatitud Miguel, patriarca ecuménico, a cuyo servicio pertenecéis desde estos momentos.

Hablaba en dialecto eslavo del sur y para Juan fue muy grato escuchar su lengua en boca de aquel personaje que rezumaba santidad. Con un acento suave que contrastaba con su rostro adusto y perfil severo, pero de ojos limpios y pacíficos, les acababa de anunciar que estaban en el centro del mundo.

—¿Quién de vosotros tres es el que sabe griego? —preguntó con tono pausado el clérigo de barba encanecida.

—Soy yo, Juan, hijo de Boris, de la estirpe de Tir —dijo en griego con firmeza mientras adelantaba un paso.

—Bien, Juan, serás muy útil —sentenció el clérigo.

De inmediato subieron a unos carros que se pusieron en marcha a través de la ciudad. Juan contemplaba atónito el ir y venir de miles de gentes entre las casas de madera hacinadas en la ladera que descendía desde la empinada colina hasta el estuario. Atravesaron los muelles en los que marineros y estibadores trasegaban toda clase de mercancías de naves procedentes de todo el mundo. De un navío con un mástil central y vela cuadrada recogida en la entena con gruesas badernas bajaban cajas de madera ensogadas con lino del Peloponeso y papel de Dalmacia, que eran apiladas con todo cuidado en la orilla del puerto; de otro barco se descargaban con cuerdas y poleas barriles de cerveza y fardos de lino del Danubio; de un tercero, sacas de especias y balas de algodón de Oriente.

Giraron a la derecha, dejando atrás la avenida de los puertos que corría paralela al exterior de las murallas, y por la puerta de Platea se introdujeron por unas calles estrechas atiborradas de tiendas y mercadillos que exhibían sus productos en los portales desde donde los comerciantes gritaban las excelencias de sus mercancías. Un grupo de tiendas presentaba sacos colmados de especias de múltiples colores: azafrán amarillo y bermellón, amomo medicinal, anacardo molido de las riberas del Ganges, ajonjolí en grano y pimienta negra de la India, canela castaña de las islas del mar del Sur, cardamomo grana del Paraíso, áloe amargo de Grecia, odorífero clavo albazano de Irán, mostaza y pimienta verde de las Malucas, cinamomo, maná y macis del Yemen, jengibre medicinal de Anatolia, rojo pimentón de Egipto y nuez moscada de Arabia rivalizaban en olores y colores en el mercado de las especias. A continuación, en otro grupo de tiendas, se vendían tan sólo perfumes exóticos y delicados ungüentos.

Ascendieron por una calle empinada en la que los concurridos comercios, las tiendas y los bazares dejaron paso a casitas de madera pintadas en vivos y chillones amarillos y anaranjados, de amplios ventanales abiertos hacia Pera y el Cuerno de Oro: era el barrio de los venecianos, cada vez más influyentes en el tráfico comercial de la ciudad. Atravesaron después un conjunto de edificios encalados con abundantes ventanas de madera pintadas en rabioso azul, donde vivían los mercaderes de Amalfi. Dejaron a su izquierda las cuidadas casas ocres y sepias de los pisanos. Recorrieron las callejuelas semidesiertas del viejo barrio de los genoveses, que se estaban trasladando en masa al suburbio de Pera. Algunas casas habían sido compradas por mercaderes árabes y se habían instalado en ellas, cerca de la recién remozada mezquita que desde hacía más de trescientos años se les había permitido construir en el barrio de Estrategion. Por fin, llegaron ante un muro almenado de ladrillo rojizo que bordearon hasta un portal entre dos lienzos de altas tapias. La puerta se abrió a los gritos del conductor del primero de los carros y penetraron en una amplia explanada salpicada de árboles y rodeada de variados edificios.

—Esta va a ser vuestra morada desde ahora —dijo Demetrio—. Os encontráis en el sacro recinto del complejo de la iglesia de la Sagrada Sabiduría. Haced todo aquello cuanto se os ordene y vuestra vida será fácil y llevadera, de lo contrario vuestra suerte será muy distinta. Habéis sido muy afortunados por haber venido aquí. Otros como vosotros están trabajando en las canteras de mármol de Grecia o en las minas de hierro de Asia. Dad gracias a Dios por vuestra fortuna y rogad para que no cambie. Seréis instalados en las dependencias para los siervos y se os dirá cuáles van a ser vuestras obligaciones. Aprended rápidamente y todo irá bien. El que no sea cristiano será bautizado.

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