El salvaje y otros cuentos (10 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: El salvaje y otros cuentos
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»La táctica de éste no varía jamás. Primero de todo, la súbita inmovilidad y el aire de pensar en la luna. Después, una fugaz ojeada a nuestra persona, que parece detenerse en la cara, pero cuyo fin exclusivo ha sido apreciar al paso la distancia que media entre su pie y el nuestro. Obtenido el dato, comienza la conquista.

»Creo que haya pocas cosas más divertidas que esta maniobra de ustedes, cuando van alejando su pie en discretísimos avances de taco y de punta, alternativamente. Ustedes, es claro, no se dan cuenta; pero este monísimo juego de ratón, con botines cuarenta y cuatro, y allá arriba, cerca del techo, una cara bobalicona (por la emoción seguramente), no tiene parangón con nada de lo que hacen ustedes, en cuanto a ridiculez.

»Dije también que yo no me aburría en estos casos. Y mi diversión consiste en lo siguiente: desde el momento en que el seductor ha apreciado con perfecta exactitud la distancia a recorrer con el pie, raramente vuelve a bajar los ojos. Está seguro de su cálculo, y no tiene para qué ponernos en guardia con nuevas ojeadas. La gracia para él está, usted lo comprenderá bien, en el contacto y no en la visión.

»Pues bien: cuando la amable persona está a medio camino, yo comienzo la maniobra que él ejecutó, con igual suavidad e igual aire distraído de estar pensando en mi muñeca. Solamente que en dirección inversa. No mucho: diez centímetros son suficientes.

»Es de verse, entonces, la sorpresa de mi vecino cuando al llegar por fin al lugar exactamente localizado, no halla nada; su botín cuarenta y cuatro está perfectamente solo. Es demasiado para él; echa una ojeada al piso, primero, y a mi cara luego. Yo estoy siempre con el pensamiento a mil leguas, soñando con mi muñeca; pero el tipo se da cuenta.

»De diecisiete veces (y marco este número con conocimiento de causa), quince, el incómodo señor no insiste más. En los dos casos restantes tengo que recurrir a una mirada de advertencia. No es menester que la expresión de esta mirada sea de imperio, ofensa o desdén: basta con que el movimiento de la cabeza sea en su dirección, hacia él, pero sin mirarlo. El encuentro con la mirada de un hombre que por casualidad puede haber gustado real y profundamente de nosotros, es cosa que conviene siempre evitar en estos casos. En un raterillo puede haber la pasta de un ladrón peligroso, y esto lo saben los cajeros de grandes caudales, y las muchachas no delgadas, no trigueñas, de boca no chica y ojos no pequeños, como su segura servidora,

M. R.»

«Señorita:

»Muy agradecido a su amabilidad. Firmaré con mucho gusto sus impresiones, como usted lo desea. Tendría, sin embargo, mucho interés, y exclusivamente como coautor, en saber lo siguiente: Aparte de los diecisiete casos concretos que usted anota, ¿no ha sentido usted nunca el menor enternecimiento por algún vecino alto o bajo, rubio o trigueño, gordo o flaco? ¿No ha tenido jamás un vaguísimo sentimiento de abandono —el más vago posible— que le volviera particularmente pesado y fatigoso el alejamiento de su propio pie?

»Es lo que desearía saber, etcétera.

H. Q.»

«Señor:

»Efectivamente, una vez, una sola vez en mi vida, he sentido este enternecimiento por una persona, o esta falta de fuerza en el pie a que usted se refiere. Esa persona era usted. Pero usted no supo aprovecharlo.

M. R.»

Cuentos para novios

¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.

Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo, me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme, para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión; pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.

De madrugada ya, desperté por última vez.

—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.

Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.

—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?

—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.

—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.

—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.

—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no te acuestas un rato?

—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.

En el corredor, con dos grados apenas, tomamos el café. Era extraordinaria la fatiga de aquellos dos rostros color de tierra que yo había conocido frescos y plenos de esperanza quince horas antes.

Celina, de pronto, suspiró y pasó la mano lenta por la cabeza de su marido.

—En fin, ¿qué ha sucedido? —pregunté, más tranquilo ya.

—¿Sucedido? Nada. Que el nene no tenía sueño; eso sólo.

—¡Ah! —exclamé sorprendido de la pequeñez del motivo. Pero contuve mi sorpresa ante la mirada infinitamente tierna y compasiva que me dirigieron los esposos Gaztambide.

Véase ahora cómo pasó la noche el feliz matrimonio, y si es posible que yo, soltero, aspire miserablemente a dejar de serlo.

El nene, muerto de sueño a la oración, había sido sacudido en vano por la madre.

—¿Qué hago, Julio? Es una pena no dejarlo dormir… ¡Tiene tanto sueño!

—Déjalo —apoyó el padre—. Al fin y al cabo, impedirle dormir ahora para beneficio nuestro más tarde…

Y el nene se durmió, de modo tal que recién a las siete abrió los ojos. Ahora bien; la primera indicación que una madre avezada hace a su joven amiga es ésta: «Sobre todo, no lo deje dormir a la oración. Le dará, si no, una noche imposible». Celina lo había evitado hasta entonces; pero esa tarde la propia compasión, reforzada por las filosofías del padre, venció la consigna.

Todo esto es sencillo y apacible en grado sumo. Pero a la una de la mañana, el nene, que se había dormido tres horas antes, se despertó, sin sueño, claro está. Y después de levantar las piernas y probar su garganta, rompió a llorar.

—¡Bueno! —exclamó el padre desde la cama—. Éstas son las consecuencias…

—La culpa es nuestra —objetó la madre moviendo el coche-cuna.

—Sí, chiquita, no te digo nada —repuso Gaztambide con una caricia. Y se dio vuelta, porque tenía realmente sueño.

Pero el nene, humillado por aquel cómodo subterfugio de la madre, protestaba en convulsivas parábolas de brazos. Celina, entonces, que a su vez se moría de sueño, comenzó a cantar, sin suspender el rodaje:

Arrorró, mi niño…

En vano. La garganta del nene, cada vez más clara, proseguía atronando. Gaztambide se volvió al lado que ocupaba al principio y se mantuvo inmóvil, porque el desasosiego no refrenado es, en tales casos, muy mal consejero.

—¡Maldito sea! —murmuró únicamente.

Celina suspiró y comenzó otro canto:

Duerme, duerme,

tesorito mío…

sin otro resultado que exasperar el sentimiento de injusticia de su hijo.

No ignoraban los Gaztambide que lo único sensato en estos casos es levantarse y pasear al chico una hora. Pero siendo abrumadora la pereza de un hondo sueño, y el frío de una noche de helada, incontestable, Celina, con el brazo en el cochecito, continuaba:

Señora Santa Ana,

por qué llora el niño…

Lo fundamentalmente vicioso del sistema es que el niño lloraba simplemente porque no tenía sueño. Y su madre se obstinaba en averiguar, tratando entretanto de dormirse ella misma, por qué hubiera llorado el nene, en caso de tener realmente sueño…

Todo esto, del lado derecho de la cama. Al izquierdo, Celina sentía, en cambio, la terrible inmovilidad de su marido. El nene, cansado al fin de llanto franco, comenzó a hacer gárgaras con una laringe que no ofrecía tres milímetros de abertura. El efecto de esta maniobra filial, siempre sorprendente, tocó esta vez justo la inercia de su padre, que se volvió bruscamente de espaldas.

—¡Pero qué tiene ese chico! —exclamó.

—¡No sé! —gimió su mujer—. No tiene sueño… ¡Vamos, duérmase, oh! —gritó al nene, sacudiendo nuevamente el coche.

La criatura, llevada así al colmo de la exasperación, se fatigó muy pronto, y durante diez minutos reinó hondo silencio; todos dormían. Hasta que la voz sonó otra vez en el cochecito. Gaztambide se volvió al otro lado, y Celina recomenzó sus cantos.

Es increíble la prodigalidad de las madres a este respecto. La madre de Celina era francesa, y así, en pos de sus arrorrós familiares, ésta recordó:

Endors toi, mon fils…

y después:

Fais dodo, Colin mon p’tit frère…

y después:

Et pourquoi s’endormit-elle…

y después:

Quand le cheval de Thomas tomba…

y después:

Dodo, l’enfant do…

y después:

Il était un petit navire…

y después:

Il était un roi de Sardaigne…

y después:

Il était un avocat…

Abogados e infinitas cosas más llegaron sucesivamente a oídos del nene. Todo en vano. Tornaban las sacudidas violentas con el «¡duérmase, oh!» de la madre, y el chico, tras la borrasca desencadenada, callaba rendido. Los padres se dormían otra vez, hasta el nuevo despertar de la criatura.

Gaztambide había perdido ya la esperanza de dormirse manteniéndose quieto, y sus chasquidos de lengua se sucedían sin cesar. Justamente su mujer comenzó entonces su nervioso temblor de pies, cuyo efecto el marido, dado su estado de honda irritabilidad, apreció debidamente.

—¡Déjate de bailar! —le dijo.

Celina cesó de bailar: pero se volvió completamente hacia el extremo de la almohada, el cuerpo en honda curva. Gaztambide, ligeramente rozado por la postura, saltó al extremo de la cama.

—¡Dios mío, no sé cómo ponerme! —protestó Celina extendiéndose a su vez.

—¡Ponte como todo el mundo! ¡No hagas figuras!

Precisamente el nene, despertado con las voces, recomenzó a llorar en este momento, y Celina se desahogó un poco con otra sacudida:

—¡Vamos, duérmase, oh!

Pero esta nueva gota de agua rebasaba del vaso.

—¡Por lo menos —clamó Gaztambide—, hazlo llorar del todo hasta que se duerma, o cántale!

Desgraciadamente, Celina, que no podía desahogarse más bailando, sufría la misma contenida irritación.

—¡Qué quieres que haga, dime, por favor! ¿Qué quieres que haga? —exclamó con la voz quebrada.

Al oír lo cual, Gaztambide se volvió bruscamente de espaldas.

—¡Pumba! —repuso sosegado—. Ya tenemos lágrimas.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Celina hundiéndose más en su almohadón.

Gaztambide, inmóvil, espió con irritable expectativa el conocido temblor de la cama, que acusaba el llanto contenido de su mujer. Pasó un minuto, pasaron cinco, diez, y su atención le hacía sufrir. En su oído izquierdo, sobre la almohada, golpeaban, largos y llenos, sus propios latidos. Hasta que al fin sintió, desde el respaldo a la cabecera, el temblor exasperante de los sollozos sofocados.

—¡Qué noche! —se dijo desalentado—. Por suerte, no ha de faltar mucho ya.

Se levantó, y fue a mirar el reloj en el comedor. Eran apenas las dos. Volvió a la cama, y encendiendo la lámpara, quiso leer. El nene, agotado, dormía. Plena calma. Pero de allá, de entre las honduras del almohadón, llegaba, monótono e incesante, el sacudimiento en que danzaban todo él, sus manos y el libro que leía.

Suspiró como un león, y fijó rudamente el libro sobre su cuerpo. El temblor cesó un instante, para comenzar luego más amplio.

—¡Pero qué tienes, qué te he hecho para llorar así! —clamó Gaztambide, volviéndose a su mujer—. ¿Quieres decirme, por favor, qué tienes?

—¡Nada! —surgió al fin en un sollozo desde el almohadón.

Gaztambide dejó pausada y lentamente el libro sobre el velador como si hubiera querido incrustarlo en él, y apagó la lámpara. Su mujer —lo sabía bien— no cesaría hasta que él la consolara. Pero agriado y sin ánimo para nada, trató obstinadamente de dormir.

Imposible con aquella trepidación de la cama entera. Se incorporó a medias, volviendo la cara a Celina.

—¿Quieres dejarme dormir? —le dijo dulcemente.

El temblor cesó. Y aunque con la dolorosa expectativa de sentirlo recomenzar sigilosamente, estuvo a punto de conciliar el sueño. Justamente en ese instante el nene se despertó de nuevo y recomenzó a llorar.

—¡Ah, imposible! —saltó Gaztambide mientras se echaba de la cama—. ¡Son iguales tú y tu hijo!

—¡Es claro, yo tengo la culpa! —contestó Celina soltando abiertamente el llanto.

—¡No, no tienes la culpa! —replicó Gaztambide volviendo la cara mientras se calzaba velozmente—. ¡Pero eres igual a tu hijo! ¡Harto, ya!

—Sí, ya sé que estás harto de mí…

—¡No te he dicho eso!

—Es como si lo hubieras dicho… ¡Ah, Dios mío!

Pero Gaztambide, calzado ya, acababa de encontrar el plaid.

—¡Bueno! ¿Quieres que te lo diga? ¡Estoy harto de ti, de mí, de tu hijo, del demonio entero! ¿Quieres más?

—¡Ya sé… no me lo digas…! ¡Ya lo sé! —sollozaba Celina desesperada. Gaztambide, ya en la puerta, se volvió y se sentó un instante en la cama: no era posible dejarse llevar así. Encendió la lámpara y se acostó de nuevo a leer, tendiendo el brazo hasta la cabeza de su mujer:

—¡Vamos! —le dijo.

El llanto cesó y Gaztambide pudo leer largo rato; pero de pronto volvió a sentir el hondo temblor de la cama.

Ya era demasiado; alzó los brazos.

—¡Pero por Cristo bendito! ¿Es posible que todavía estés con esas cosas? —gritó lleno de desesperanza.

—¡Déjame! No sé lo que tengo…

Gaztambide apagó la lámpara, y quebrantado, desesperado de esta vida y de todas las posibles, incrustado inmóvil en su borde de la cama, vio pasar los minutos tras los minutos, mientras del otro lado le llegaban los sollozos inverosímiles de su mujer y los gritos de su hijo, que cada veinte minutos, infaliblemente, se despertaba.

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