El Santuario y otras historias de fantasmas (27 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—Léelo, querido Francis —dijo—, y después duérmete de inmediato, y mañana podrás contarme qué es lo que has soñado, siempre que no sea desagradable.

El ritmo vibrante del tren hacía que Francis se sintiese adormecido, pero su mente quería seguir desenterrando aquellos fragmentos. En la casa también se encontraba otro hombre, el secretario de su tío, un joven, de quizá veinticinco años, pulcramente afeitado, delgado y tan alegre como los demás. Todos le trataban con una curiosa deferencia, difícil de definir pero fácil de percibir. Aquella noche se había sentado a su lado durante la cena y no había dejado de rellenarle su vaso de vino tanto si quería como si no, y a la mañana siguiente había entrado en su habitación vestido aún en pijama y, sentándose en su cama y contemplándole con una mirada extraña e interrogadora, le preguntó qué tal le iba con el libro, y después le acompañó a darse un baño en la piscina que había al fondo del jardín, oculta por una hilera de árboles… No necesitaba traje de baño, le dijo, no era necesario, y juntos recorrieron la piscina de un extremo al otro y luego se tumbaron a tostarse al sol. Entonces, de entre los árboles, surgieron Judith y su madre, y Francis, avergonzado, se envolvió rápidamente en una toalla. Cómo se habían reído todos ante su delicioso pudor… ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Ah, pero por supuesto, se trataba de Owen Barton, el mismo que había sido mencionado en la carta del señor Angus como Reverendo Owen Barton. ¿Pero por qué «reverendo»?, se preguntó Francis. Quizá se había ordenado con posterioridad.

Durante todo el día habían halagado su belleza, y su modo de nadar y de jugar al tenis: nunca nadie le había prestado tanta atención, todas las miradas se posaban sobre él, tentadoras y atrayentes. Por la tarde su tío había reclamado su presencia: debía acompañarle al piso de arriba y contemplar algunos de sus tesoros. Le condujo hasta su dormitorio y abrió un enorme armario ropero repleto de magníficas vestimentas. Había allí capas con empedrados de oro, estolas y casullas bordadas con perlas y guantes enjoyados, y el propósito de todo aquello era convertir en gloriosos a los sacerdotes que ofrecían sus plegarias al Señor de todas las cosas visibles e invisibles. Entonces sacó una sotana escarlata de seda gruesa y brillante, y una cota de la muselina más fina, guarnecida desde el cuello y hasta el dobladillo inferior por encajes irlandeses del siglo dieciséis. Eran las vestimentas para el chico que hiciera de monaguillo en la misa, y Francis, a petición de su tío, se despojó de su chaqueta y se cubrió con aquello. Después se descalzó para deslizar sus pies en las silenciosas zapatillas escarlatas que su tío llamó zapatos del santuario. En aquel momento entró Owen Barton, y Francis le oyó susurrarle a su tío:

—¡Dios! ¡Menudo monaguillo! —y después se colocó una de aquellas magníficas capas vestales y le dijo que se arrodillara.

El chico se había sentido completamente desconcertado. ¿A qué estarían jugando?, se preguntaba. ¿Era algún tipo de charada? Allí estaba Barton, con su cara solemne y ansiosa, levantando su mano izquierda, como si le estuviera bendiciendo: más sorprendente resultaba su tío, relamiéndose los labios y tragando sonoramente, como si se le estuviera haciendo la boca agua. Detrás de aquellos disfraces se ocultaba algo, algo que para ellos significaba mucho. Se sentía incómodo e inquieto, y no estaba dispuesto a arrodillarse, de modo que se deshizo de la cota y de la sotana.

—No entiendo de qué va todo esto —dijo, y de nuevo, al igual que había sucedido entre Judith y su madre, vio que entre los dos hombres se cruzaban preguntas y respuestas. De algún modo, su falta de interés les había decepcionado, pero por lo que a él se refería no se trataba de un tema de interés: lo que sentía era más bien una ligera repulsión.

Se reemprendieron las diversiones: volvieron a jugar al tenis y a bañarse juntos, pero todos parecían haber perdido aquel interés que anteriormente habían demostrado por él. Aquella tarde se vistió para la cena antes que los demás, por lo que se sentó en un profundo sillón situado junto a una de las ventanas de la sala de estar, leyendo el libro que le había prestado la señora Ray. No conseguía avanzar; era demasiado extraño y el uso del francés demasiado rebuscado; pensó que se lo devolvería diciéndole que de momento estaba más allá de su capacidad. Justo en aquel momento entraron ella y su tío: estaban hablando entre sí y no advirtieron su presencia.

—No, no servirá de nada, Isabel —dijo su tío—. No tiene curiosidad, ni propensión a ello: sólo le desagradaría y le alejaría de nosotros. Ésa no es manera de ganar almas. Owen piensa de igual manera. Y además, es demasiado inocente: cuando yo tenía su edad… Vaya, aquí está Francis. ¿Qué estás leyendo, muchacho? ¡Ah, ya veo! ¿Y qué te está pareciendo?

Francis cerró el libro.

—Me rindo —dijo—. No puedo seguir.

La señora Ray se rió.

—Estoy de acuerdo, Horace —dijo—. ¡Pero qué lástima!

De algún modo Francis tuvo la impresión, recordaba, de que habían estado hablando de él. Pero si ese era el caso ¿
qué
era aquello para lo que no estaba preparado?

Aquella noche se había ido a la cama bastante temprano, animado, o así lo creía, por los otros, a los que dejó jugando unas partidas de bridge. Se durmió rápidamente, pero se despertó pensando que había oído cánticos. Entonces se oyeron tres campanadas, seguidas de una pausa y, posteriormente, de otras tres. Estaba demasiado dormido para preocuparse por saber qué era aquello.

Aquella era la suma de sus impresiones, mientras el tren se apresuraba atravesando la noche, de aquella visita hecha al hombre cuyo patrimonio acababa de heredar a condición de que siguiera proporcionando 500 libras al año al Reverendo Owen Barton. Se sorprendió al comprobar lo vívidos y vagamente inquietantes que resultaban sus recuerdos tras pasar cuatro años enterrados en su mente. Mientras se hundía en un sueño profundo volvieron a desvanecerse, y a la mañana siguiente apenas pensó en ellos.

Tan pronto como llegó a Londres acudió a ver al señor Angus. Algunas acciones deberían venderse para poder pagar ciertas tasas, pero la administración del capital era por lo demás cosa fácil. Francis quiso saber algo más sobre su benefactor, pero el señor Angus poco pudo decirle. Durante varios años, Horace Elton había vivido una existencia extremadamente aislada allá en Wedderburn, relacionándose de manera frecuente únicamente con su secretario, el señor Owen Barton. Además de él, había también dos damas que solían acompañarle durante largas temporadas. ¿Cómo se llamaban?… El notario calló intentando recordar.

—¿La señora Isabel Ray y su hija Judith? —sugirió Francis.

—Exacto. Estaban allí a menudo. También, de manera no poco frecuente, solía llegar cierto número de personas a una hora bastante tardía, normalmente a las once, pero a veces más tarde incluso, que permanecían en la casa durante un par de horas antes de volver a marcharse. Todo un poco misterioso. Tan sólo una semana antes de la muerte del señor Elton, se presentó allí toda una congregación. Quince o veinte personas, creo.

Francis permaneció en silencio unos instantes: se sentía como si pequeñas piezas de un puzzle reclamaran ser colocadas en su sitio, pero sus formas eran excesivamente fantásticas…

—Y respecto a la enfermedad de mi tío y a su muerte… —dijo—. La cremación de sus restos se efectuó el mismo día en el que murió; al menos eso es lo que entendí en su telegrama.

—Sí, así fue —dijo el señor Angus.

—¿Pero por qué? Para estar presente en la ceremonia habría tenido que dejarlo todo y regresar inmediatamente a Inglaterra. ¿No resulta un procedimiento algo inusual?

—Sí, señor Elton, fue completamente inusual. Pero hubo buenas razones para ello.

—Me gustaría oírlas —dijo Francis—. Soy su heredero y lo más apropiado hubiera sido que me encontrara presente. ¿Por qué se obró de esa manera?

Angus dudó durante unos instantes.

—Es una pregunta razonable —dijo—, y me siendo obligado a responderle. Aunque para ello deberé retroceder un poco en el tiempo… Su tío mantuvo, aparentemente, un excelente estado físico hasta la semana previa a su muerte. Era muy robusto, cierto, pero también una persona muy activa. Entonces empezó a sufrir ataques. Sus primeras manifestaciones tomaron la forma de dolorosas molestias mentales y espirituales. Por alguna razón pensaba que iba a morir en breve plazo, y la idea de la muerte le producía un pánico y un terror anormales. Me telegrafió porque quería cambiar su testamento. Yo estaba fuera de Londres y no pude acercarme a su casa hasta el día siguiente, pero para entonces ya estaba demasiado enfermo como para dar instrucciones coherentes. Su intención, según creo, era dejar al señor Owen Barton fuera.

De nuevo el abogado se detuvo.

—Descubrí —continuó—, que el mismo día que yo llegué a Wedderburn, pero por la mañana, había hecho llamar al cura de su parroquia, y que se había confesado. En qué consistió la confesión, por supuesto, no tengo ni la más remota idea. Hasta entonces había mostrado pánico por la muerte, pero físicamente seguía siendo el mismo. Sin embargo, inmediatamente después, una horrible enfermedad le invadió. Y la palabra justa es ésa: invasión. Los doctores que llegaron de Londres y Bournemouth no supieron de qué se trataba. Algún microbio desconocido, supusieron, que atacaba rápida y vorazmente tanto la piel como los tejidos y el hueso. Era como si se estuviera corrompiendo y pudriendo por dentro, como si ya estuviese muerto… Ciertamente, no sé de qué le servirá que le cuente esto.

—Quiero saberlo —dijo Francis.

—De su interior surgían organismos vivos como podrían hacerlo del interior de un cadáver. Sus enfermeras tenían que salir a vomitar cada dos por tres. Su habitación estaba constantemente repleta de moscas; moscas enormes y rollizas que invadían las paredes y la cama. Él seguía consciente, y persistía en su irracional pánico frente a la muerte, en unos momentos en los que cualquiera pensaría que su alma se mostraría agradecida de poder abandonar aquella morada.

—¿Estaba el señor Owen Barton con él? —preguntó Francis.

—Desde el momento en el que el señor Elton se confesó, se negó a volver a verle. Tan sólo en una ocasión entró en su habitación, produciéndose una espantosa escena. Su tío empezó a gritar y a chillar aterrorizado. Tampoco quiso ver a ninguna de las damas que ya hemos mencionado: ¿por qué, pese a todo, continuaron residiendo en la casa? No lo sé. Entonces, la última mañana de su vida, cuando ya no podía ni hablar, escribió un par de palabras sobre un trozo de papel: parecía que quería recibir la extremaunción. De modo que se avisó al párroco.

El viejo abogado se detuvo una vez más: Francis vio que sus manos estaban temblando.

—Entonces sucedió algo horrible —dijo—. Yo estaba en la habitación, ya que él me había hecho señas para que me acercara, y lo vi todo con mis propios ojos. El párroco había servido el vino en el cáliz, y había colocado la hostia sobre la bandeja. Estaba a punto de consagrar los elementos cuando una nube de aquellas moscas de las que le he hablado se abalanzaron sobre él. Se introdujeron en el cáliz como un enjambre de abejas y se posaron a cientos sobre la bandeja; en un par de minutos el cáliz estaba seco y la hostia había sido devorada. Entonces, como huéspedes satisfechos, podría decirse, se arrojaron sobre el rostro de su tío, cubriéndole de tal modo que resultaba imposible verle. Empezó a jadear y a atragantarse: a continuación sufrió una convulsión y se retorció. Después, gracias a Dios, todo terminó.

—¿Y después? —preguntó Francis.

—Ya no había moscas. Nada. Pero fue necesario incinerar el cuerpo de inmediato, y también su cama. ¡Fue espantoso, espantoso! Jamás se lo hubiera contado si no me hubiera presionado.

—¿Qué hicieron con las cenizas? —preguntó Francis.

—Ya verá que hay una cláusula en el testamento, ordenando que sus restos fuesen enterrados al pie del árbol del amor de Judas
[5]
que hay junto a la piscina del jardín en Wedderburn. Así se hizo.

Francis era un joven bastante poco imaginativo, poco dado a los titubeos supersticiosos y a especular inútilmente, y aquella historia, por muy sugerente que fuese, y por muy repleta de espantosos matices que estuviera, no captó su interés ni le llevó a la creación de inquietantes fantasías. Resultaba horrible, cierto, pero ya se había terminado. Acudió a Wedderburn durante la Pascua, con una hermana suya viuda y con su hijo de once años, y a los tres les encantó la casa. Pronto acordaron que Sybill Marsham alquilaría su casa de Londres durante los meses del verano para establecerse allí. Dickie, que era un niño delicado, bastante extraño y enfermizo, podría beneficiarse del aire campestre, y Francis a su vez se beneficiaría de dejar el lugar a cargo de su hermana y de encontrarlo ocupado y acomodado cada vez que pudiera escabullirse de su trabajo.

La casa era de ladrillo y madera, tenía capacidad para una docena de personas, y estaba a un nivel más alto que el del pequeño pueblo. Francis la recorrió tan pronto como llegó a ella, y se asombró de cómo reaparecían en su memoria hasta los más mínimos detalles de su fisonomía a medida que la iba recorriendo. Allí estaba la sala de estar, con sus altas estanterías repletas de libros y sus profundos sillones enfrentados al jardín, en uno de los cuales se había sentado sin ser observado por su tío y la señora Ray cuando entraron hablando en la sala. En la parte superior se encontraba el dormitorio artesonado de su tío, que se propuso ocupar él mismo, con su enorme armario repleto de vestimentas. Lo abrió: allí estaban, cubiertos por papel de seda, lanzando destellos escarlatas y dorados, los más depurados linos jamás decorados con la cordelería irlandesa… un débil olor a incienso los recubría. A su lado estaba la sala de estar de su tío, y un poco más allá la habitación en la que él había dormido en anteriores ocasiones, y que ahora sería ocupada por Dickie. Aquellas habitaciones se hallaban en la parte frontal de la casa, mirando hacia el este por encima del jardín, y salió al exterior para renovar su familiaridad con él. Bajo las ventanas se extendían los macizos de flores, alegremente coloridos por los brotes primaverales; después había una extensión de césped y, más allá, se encontraba la fila de árboles que ocultaba la piscina. Recorrió el sendero que se abría paso por encima del césped, rodeado de tapices de primaveras y anémonas, y llegó hasta el claro que rodeaba al agua. La piscina se hallaba al fondo del todo, junto a la compuerta contra la que chapoteaba ruidosamente el agua del canal que proporcionaba el líquido, y que llegaba rebosante debido a las lluvias de marzo. En el extremo más alejado se imponía un árbol del amor de Judas gloriosamente cargado de flores, que se reflejaba sobre la inmóvil superficie del agua. En algún lugar bajo aquellas ramas cargadas de capullos rojos estaba enterrada la urna con las cenizas. Paseó alrededor de la piscina: allí se estaba a cubierto de las brisas de abril, y las abejas se afanaban entre los capullos. Las abejas, y también unas moscas enormes y rollizas. Bastantes, por cierto.

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