El Santuario y otras historias de fantasmas (3 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—Sí, cuénteme. ¿De qué se trata? —dijo el doctor.

—No, no a usted… A otro caballero, que solía venir a verme. ¿Le transmitirá usted lo que yo le diga? No consigo hacer que me oiga ni me vea.

—¿Quién es usted? —preguntó el doctor Teesdale súbitamente.

—Soy Charles Linkworth. Suponía que ya lo sabía. Me siento muy desgraciado. No puedo abandonar la prisión… y hace tanto frío. ¿Enviará usted a alguien para que traiga al otro caballero?

—¿Se refiere al capellán? —preguntó el doctor Teesdale.

—Sí, el capellán. Leyó el servicio cuando atravesé el patio. Ayer. No me sentiré tan desgraciado cuando se lo haya contado.

El doctor dudó. Era una historia demasiado extraña como para contársela al señor Dawkins, el capellán de la prisión, aquella de que al otro lado del teléfono se hallaba el espíritu de un hombre ejecutado el día anterior. Y sin embargo, creía ciegamente que así era, que aquel infeliz espíritu se sentía desgraciado y que quería «contarlo». Qué era lo que quería contar, no hacía falta preguntarlo.

—Sí, le pediré que venga aquí —dijo finalmente.

—Gracias, señor, un millar de gracias. ¿Le hará venir, verdad?

La voz se debilitaba.

—Deberá ser mañana por la noche —dijo—. Ahora no puedo seguir hablando. Tengo que ir a ver… oh, Dios mío, Dios mío.

Se reanudaron los sollozos, cada vez más débiles. En un frenesí de curiosidad aterrorizada, el doctor Teesdale gritó:

—¿A ver qué? ¡Dígame qué está haciendo, qué es lo que le está pasando!

—No puedo decírselo; no podría decírselo —dijo la voz, muy débilmente—. Forma parte de… —y desapareció del todo.

El doctor Teesdale esperó un rato, pero ya no se escuchaba ningún otro sonido aparte de los crujidos del aparato. Volvió a colgar el auricular, y entonces se dio cuenta por primera vez de que su frente estaba cubierta por un sudor helado, fruto del terror. Sus orejas palpitaban, su corazón latía rápida y débilmente, y tuvo que sentarse. En una o dos ocasiones se preguntó si era posible que alguien estuviera gastándole una horrenda broma, pero sabía que no podía ser así; sentía perfectamente que había estado hablando con un alma que sufría el tormento de la contrición por el terrible e irremediable acto que había cometido. Tampoco se trataba de un engaño de sus sentidos; allí, en aquella confortable habitación suya de Bedford Square, con Londres rugiendo alegremente a su alrededor, había hablado con el espíritu de Charles Linkworth.

Pero no tenía tiempo (ni de hecho la predisposición, ya que de algún modo su alma se había echado a temblar en su interior) para permitirse seguir meditando. En primer lugar, llamó a la prisión.

—¿Carcelero Draycott? —preguntó.

Hubo un perceptible temblor en la voz del hombre mientras respondía:

—Sí, señor. ¿Es usted el doctor Teesdale?

—Sí. ¿Ha sucedido algo ahí?

Dos veces pareció que el hombre intentaba hablar y no podía. Al tercer intento, brotaron sus palabras.

—Sí, señor. Ha estado aquí. Le vi entrar en la habitación en la que está el teléfono.

—¡Ah! ¿Habló usted con él?

—No, señor. Sudé y recé. Y media docena de hombres han vuelto a gritar mientras dormían. Pero ya vuelve a estar todo tranquilo. Creo que ha regresado al pabellón de las ejecuciones.

—Sí. Bueno, creo que ya no habrá más alboroto por ahora. Por cierto, déme por favor la dirección del señor Dawkins.

Tras serle proporcionada, el doctor Teesdale procedió a escribirle una nota al capellán, solicitándole que cenara con él a la noche siguiente. Pero de repente se dio cuenta de que no podía redactarla en su escritorio, con el teléfono tan cerca de él, y subió las escaleras, hasta una sala de estar que apenas utilizaba salvo para reunirse con los amigos. Allí recobró la serenidad y pudo controlar su mano. La nota simplemente transmitía al señor Dawkins su solicitud de que cenara con él a la noche siguiente, ya que deseaba contarle una historia muy extraña y pedir su ayuda. «Incluso si tiene usted otro compromiso», concluyó, «le solicito con toda seriedad que lo anule. Esta noche yo hice lo mismo. Me habría arrepentido amargamente de no haberlo hecho.»

A la noche siguiente, los dos cenaban sentados en el comedor del doctor, y cuando les dejaron con sus cigarrillos y el café, el doctor habló.

—No debe juzgarme loco, querido Dawkins —dijo—, cuando oiga lo que tengo que contarle.

El señor Dawkins se rió.

—Le prometo sinceramente que no lo haré —dijo.

—Bien. Anoche y la noche anterior, un poco más tarde de lo que ahora es, hablé a través del teléfono con el espíritu del hombre al que vimos cómo ejecutaban hace dos días: Charles Linkworth.

El capellán no se rió. Hizo retroceder su silla aparentemente molesto.

—Teesdale —dijo—, ¿es para contarme este… no quiero ser grosero pero… este cuento de hadas… por lo que me ha hecho venir esta noche?

—Sí. Y aún no ha oído ni la mitad. Anoche me pidió que le trajera. Quiere contarle algo. Creo que podemos suponer lo que es.

Dawkins se levantó.

—Por favor, permítame que no siga escuchando —dijo—. Los muertos no regresan. En qué estado o bajo qué condición existen no se nos ha revelado. Pero han acabado su relación con el mundo material.

—¡Pero debo contarle más! —dijo el doctor—. Hace dos noches, me telefonearon, pero muy débilmente. Apenas pude oír unos susurros. Al instante pregunté desde dónde había sido efectuada la llamada, y se me comunicó que desde la prisión. Llamé a la prisión y el carcelero Draycott me dijo que nadie me había llamado desde allí. También él fue consciente de una presencia.

—Creo que ese hombre bebe —dijo Dawkins, agudamente.

El doctor hizo una pausa momentánea.

—Mi querido amigo, no debería decir esas cosas —dijo—. Es uno de los hombres más equilibrados con los que contamos. Y si él bebe, ¿por qué no yo?

El capellán volvió a sentarse.

—Deberá perdonarme —dijo—, pero no puedo implicarme en esto. Son asuntos demasiado peligrosos como para verse mezclado en ellos. Además, ¿cómo sabe que no se trata de un truco?

—¿Un truco de quién? —preguntó el doctor.

De repente sonó el teléfono. Fue perfectamente audible para el doctor.

—¿No lo oye?

—¿Oír qué?

—La campanilla del teléfono.

—No oigo nada —dijo el capellán bastante enfadado—. No suena ningún teléfono.

El doctor no respondió, se dirigió a su estudio y encendió las luces. Después agarró el auricular.

—¿Sí? —dijo con voz temblorosa—. ¿Quién es? Sí, el señor Dawkins está aquí. Intentaré que hable con usted.

Regresó a la otra habitación.

—Dawkins —dijo—, he aquí un alma en agonía. Le ruego que la escuche. Por el amor de Dios, venga y escuche.

El capellán dudó un momento.

—Como desee —dijo.

Tomó el auricular y se lo acercó a la oreja.

—Soy Dawkins —dijo.

Esperó.

—No puedo oír nada de nada —dijo al final—. ¡Ah! Ahora he oído algo, como un susurro.

—¡Ah, intente escuchar, intente escuchar! —dijo el doctor.

De nuevo el capellán escuchó. De repente soltó el aparato frunciendo el ceño.

—Algo… Alguien ha dicho: «Yo la maté, lo confieso. Quiero ser perdonado». Se trata de un truco, mi querido Teesdale. Alguien, conociendo sus inclinaciones espirituales, le está gastando una broma de muy mal gusto. No
puedo
creerlo.

El doctor Teesdale tomó el auricular.

—Soy el doctor Teesdale —dijo—. ¿Puede demostrarle de alguna manera al señor Dawkins que efectivamente se trata de usted?

Después volvió a dejarlo.

—Dice que cree que puede —dijo—. Debemos esperar.

La noche volvía a ser muy calurosa, y la ventana que daba al patio pavimentado que había en la parte trasera de la casa estaba abierta. Durante cinco minutos los dos hombres esperaron en silencio, sin que nada ocurriera. Después, el capellán habló.

—Creo que es una prueba lo suficientemente conclusiva.

Mientras hablaba, una corriente de aire extremadamente fría se introdujo en la habitación, alborotando los papeles que había sobre el escritorio. El doctor Teesdale se acercó a la ventana y la cerró.

—¿Ha notado eso? —preguntó.

—Sí, una corriente de aire. Bastante fría.

Una vez más, en el interior de la habitación cerrada, se levantó el viento.

—¿Y ha notado eso? —preguntó el doctor.

El capellán asintió. De repente notaba los palpitos de su corazón golpeando violentamente contra su garganta.

—Defiéndenos de todo peligro que pueda acecharnos esta noche —exclamó.

—Algo se acerca —dijo el doctor.

Y mientras hablaba llegó. En el centro de la habitación, apenas a tres metros de ellos, se hallaba la figura de un hombre, con la cabeza completamente doblada sobre el hombro, de manera que la cara no era visible. Entonces, agarró su cabeza con ambas manos y la enderezó, mirándoles fijamente. Los ojos y la lengua le sobresalían, y alrededor del cuello se notaba una marca lívida. Después se oyó un seco castañeteo sobre las tablas del suelo y la figura desapareció. En el suelo había una soga.

Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. El sudor manaba del rostro del doctor, y los blanquecinos labios del capellán murmuraban plegarias. Después, haciendo un tremendo esfuerzo, el doctor recuperó la compostura. Señaló la soga.

—Había desaparecido justo después de la ejecución —dijo.

Entonces el teléfono sonó de nuevo. Esta vez, el capellán no necesitó ninguna motivación. Se aproximó de inmediato y el campanilleo cesó. Durante un rato, escuchó en silencio.

—Charles Linkworth —dijo al fin—. Ante los ojos de Dios, en cuya presencia te encuentras: ¿te arrepientes sinceramente de tu pecado?

Llegó una respuesta inaudible para el doctor, y el capellán cerró los ojos. Y el doctor Teesdale se arrodilló mientras escuchaba las palabras de la Absolución.

Finalmente, regresó el silencio.

—Ya no oigo nada —dijo el capellán, colgando el teléfono.

En ese momento, el criado del doctor entró con unas botellas de licor y sifón. El doctor Teesdale señaló sin mirar hacia el lugar en el que se había manifestado la aparición.

—Recoja esa soga y quémela, Parker —dijo.

Por un momento reinó el silencio.

—Ahí no hay ninguna soga, señor —respondió Parker.

EN LA TUMBA DE ABDUL ALÍ

Luxor, tal y como reconocerá la mayoría de los que allí han estado, es un lugar de notable encanto, y ofrece al viajero muchos atractivos, entre los que destacan un excelente hotel con su sala de billar, unos jardines dignos de que los dioses se sentasen en ellos, un número ilimitado de visitantes, al menos un baile por semana a bordo del vapor fluvial para los turistas, la caza de la codorniz, un clima propio de Avalón y gran número de fantásticas reliquias históricas para los aficionados a la Arqueología. Para algunos otros, sin embargo, en realidad los menos, aunque convencidos de una manera casi fanática de su propia ortodoxia, el encanto de Luxor es como el de una bella durmiente: sólo se despierta cuando cesan todas esas actividades anteriormente mencionadas: cuando el hotel se ha vaciado y el encargado de los billares se ha marchado a El Cairo
«para disfrutar de un buen descanso»
; cuando tanto las diezmadas codornices como el turista diezmador han regresado al norte; cuando el llano Tebano, Dánae
[1]
para un sol tropical, se convierte en una parrilla a través de la cual ningún hombre haría voluntariamente un viaje durante el día, ni siquiera aunque la Reina Hatasoo en persona se hubiera dignado a ofrecerle una audiencia en los bancales de Deir-El-Bahari. La sospecha, en todo caso, de que aquellos pocos fanáticos pudieran tener razón, ya que en otros aspectos se mostraban hombres de juiciosas opiniones, me indujo a examinar sus convicciones por mí mismo, y así vino a suceder que hace dos años, cierto día de finales de junio, me vi aún allí, transformado en un converso convencido.

Mucho tabaco y la longitud de los días nos habían ayudado a analizar el encanto del cual está poseído el verano en el sur. Weston (uno de los primeros conversos) y yo mismo lo llevábamos discutiendo desde hacía cierto tiempo, y aunque nos reservábamos como ingrediente principal un «algo» sin nombre que podría desconcertar a cualquier químico que buscara su composición, y que debe ser sentido para ser entendido, fuimos capaces de detectar con facilidad otras drogas para la vista y el oído que, coincidimos, contribuían sobremanera al resultado final. A continuación enumero algunas de ellas.

• Despertar en la cálida oscuridad justo antes del amanecer para descubrir que el deseo de quedarse en la cama se desvanece al despertarse.

• Atravesar el río, en silencio y sosegadamente, con nuestros caballos, los cuales, al igual que nosotros, se detienen para olfatear la increíble dulzura que trae consigo la llegada de la mañana, sin encontrarla aparentemente menos maravillosa pese experimentarla día tras día.

• El momento, infinitesimal en duración pero infinito en sensación, previo a que salga el sol, cuando el río gris y amortajado se ve despojado repentinamente de las tinieblas para convertirse en una verde sábana de bronce.

• El rubor rosáceo, fugaz como un cambio de color en una combinación química, que atraviesa el cielo de este a oeste, seguido inmediatamente por la luz del sol, que va a dar en los picos de las colinas occidentales y se desparrama sobre ellas como un líquido luminoso.

• La agitación y los susurros que se extienden por el mundo: una brisa se despierta; una alondra atraviesa el cielo y canta; el barquero grita «Alá, Alá»; los caballos sacuden las cabezas.

• Nuestro consiguiente paseo.

• El consiguiente desayuno a nuestro regreso.

• La constante ausencia de algo que hacer.

• Durante el ocaso, el paseo a caballo a través de un desierto impregnado por el aroma de la arena caliente y estéril, que huele como ninguna otra cosa en este mundo, porque no huele a nada en absoluto.

• El fulgor de la noche tropical.

• La leche de camella.

• Las conversaciones con los
fellahin,
que son la gente más encantadora y considerada que hay sobre la faz de la tierra, salvo cuando hay turistas cerca, y cuando por lo tanto no existe en sus mentes otro pensamiento que el regateo.

• Por último, lo que aquí nos ocupa: la posibilidad de vivir extrañas experiencias.

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