Nuevamente Villamitrè le dio un doloroso picazo con la máquina en medio de la espalda.
Esta vez, Aquiles soltó un grito ancestral.
—¡Hable! ¿Qué ha descubierto en Santorini? ¿Qué hacía allí? —gritó Sopenski a viva voz.
Silencio y humo.
El misterioso hombre de las sombras se giró, hizo una seña con su mano derecha y sin decir palabra abrió la única puerta de la diminuta habitación para marcharse, dejando que se filtrara un poco de aire fresco. Su misión era reconocer al arqueólogo. La parte de su trabajo ya estaba hecha.
"Conozco ese perfume", pensó Aquiles al inhalar la fragancia del hombre que se marchaba, aquel olor fuerte del
pachuli
le llegó hasta sus fosas nasales penetrando hasta el cerebro, generándole un recuerdo conocido.
Al instante sonó el teléfono móvil de Sopenski.
—¿Diga?
La voz del otro lado de la línea sonaba seca y autoritaria.
—Todavía no ha hablado, señor, pero no tardará.
Algo le susurró la voz del otro lado del teléfono a Sopenski y éste sonrió con malicia.
—Excelente idea. Así lo haré, señor —contestó al mismo tiempo que asentía con la cabeza—. En cuanto tenga novedades lo llamaré.
Los siguientes dos minutos el implacable Viktor Sopenski pensó en silencio al tiempo que caminaba dando círculos alrededor del arqueólogo, cual tiburón que estudia a su presa antes de atacarla.
El grueso capitán le susurró algo al oído de Villamitrè, que esbozó una diabólica sonrisa con sus verdosos dientes comidos por la nicotina.
—Ya sé lo que haremos, valiente profesor —dijo lentamente un Sopenski que ahora mostraba un mayor aire de superioridad. Se tomó tiempo antes de volver a hablar—. ¿Qué le parece si mejor se lo preguntamos a su hija?
Villamitrè volvió a reír.
Aquiles sintió que un enorme peso caía sobre él. Su corazón sintió un flechazo de dolor. Ni siquiera tuvo fuerzas para tratar de soltarse. Lo envolvió una nube de impotencia.
"Mi hija es más valiosa que mi secreto", pensó resignado.
Tomó una dolorosa inhalación del poco aire que allí había.
Quiso gritarles, insultarlos y decirles que eran unos hijos de puta extorsionadores, pero no pudo. La rabia y el cansancio le obligaban a morderse los labios en los que la sangre empezaba a coagularse.
De su boca escurría saliva mezclada con sangre, sudaba a gotas y parecía que al haberle nombrado a su hija sus fuerzas se abrumaron del todo. Podía aguantar cualquier cosa en él, pero con ella era diferente.
La había educado en los mejores colegios privados de Atenas, se había ocupado de muchas de las cosas de su adolescencia y siempre tenía tiempo para ella, a pesar de lo absorbente de su trabajo. Le inculcó el culto a las divinidades, la adoración a la naturaleza misma, alejándola de todo ritual inerte, cargado de culpa y remordimiento.
Aquiles tenía un fuerte sentimiento de rechazo a todo lo relacionado con la iglesia católica. Era un griego "a la antigua", pensaba que la invasión de la iglesia en las tierras helenas había destruido en los jóvenes el amor por la sabiduría, el respeto por los dioses antiguos, la admiración por la belleza y el placer, la grandeza de la perfección humana, empequeñeciendo al individuo y haciéndolo dependiente de moralidades y fastidiosas ideas antinaturales.
"Desde que han entrado en Grecia, no ha habido más Sócrates, ni Platones, ni Aristóteles ni Acrópolis, sino más bien mediocridad existencial", argumentaba a menudo. En parte, el propósito del arqueólogo era reivindicar a los griegos antiguos y, mucho más atrás en el tiempo, a los minoicos y atlantes.
Ahora no se hallaba favorecido por las circunstancias.
Pensó unos instantes como si quisiese elaborar una salida ante aquella presión.
"Espero que Alexia se haya dado cuenta y proceda correctamente." Sabía que ella era astuta, rebelde y con espíritu libre. Su hija era su orgullo.
—Muy bien —dijo Aquiles al fin, con desgano—. Les diré lo que he descubierto, pero olvídense de mi hija —su voz mostraba cansancio y resignación.
Ambos policías soltaron una carcajada seca.
Sopenski se le acercó a veinte centímetros de la cara.
—Me alegro que sea razonable y nos diga lo que queremos saber —fingía un tono cómplice. Al esperar que Aquiles hablara, extrajo una pequeña grabadora de su bolsillo—. Sabía que sería más inteligente que valiente, profesor Vangelis. Todo ser humano tiene su lado débil —dijo con una sonrisa de triunfo en los labios.
Los poderosos neumáticos Firestone del Mercedes Benz C270 que llevaba a Adán se deslizaban a más de ciento veinte kilómetros por hora sobre el caluroso asfalto. El elegante taxi pintado de amarillo tardó más de treinta y cinco minutos en entrar de lleno a la ciudad helena, ya que el centro de Atenas se hallaba bastante retirado del aeropuerto. Descendieron rumbo al sur de la añeja ciudad, por la calle Adakimias hacia Kolonaki Square, el elegante barrio donde se hallaban los típicos cafés y finos restaurantes griegos, desde donde Adán pudo ver su querido Monte Likavitos, la colina más alta de la ciudad y la que mejor vista ofrecía de la Acrópolis y del Partenón.
En menos de diez minutos siguieron hacia el
National Garden
pasando antes frente al edificio del Parlamento, donde en aquel momento estaban haciendo un cambio de la Guardia Nacional Griega en honor al Soldado Desconocido. Un centenar de turistas se agrupaba para ver el espectáculo de los dos imponentes soldados, llamados epsones, que debían superar reglamentariamente el metro noventa. Iban vestidos con un particular e inimitable uniforme compuesto por una faldilla o fustanela de cuatrocientos pliegues, simbolizando los años que estuvieron los turcos ocupando Grecia, aunque lo más especial es que llevaban unos zapatos de tres kilos cada uno. Todo el traje estaba compuesto por cincuenta piezas. Aquel evento que Adán alcanzó a ver desde el taxi —y que había observado tantas veces en su juventud— precedía la entrada de la plaza Sintagma, el centro neurálgico de Atenas, donde la gente iba y venía en su andar: peatones, coches y autobuses, a ritmo vertiginoso, característico ritmo alocado de todas las capitales del mundo.
Por la mente de Adán un sinfín de pensamientos circulaban al mismo ritmo que el tránsito. Estaba confuso y preocupado. Sólo sus prácticas de meditación le hacían mantener la calma para tratar de pensar con claridad. Hacía ya tres años que tomaba clases con su profesora de meditación y yoga, una magnética joven hindú que enseñaba en el
Meditation Center of New York
; siempre solía decirles a los alumnos que para resolver un problema a veces había que dejar de pensar para que llegase la solución. El mismo Einstein escribió que los problemas no se resolverían en el mismo estado mental que fueron creados.
Cuando dejaron atrás la plaza Sintagma, por la calle Vassilissis Sofías, una de las principales arterias de Atenas, el motor del elegante Mercedes aminoró la velocidad al entrar en las estrechas callejuelas del barrio de Plaka —el más antiguo de la ciudad—, debajo de la Acrópolis. Desde allí se podía ver la Atenas antigua y, si se usaba la imaginación para cambiarle la vestimenta a la gente, parecía que el visitante podría estar tras los pasos recientes de Platón o Pericles. Se decía que el mismísimo Sócrates solía caminar por allí, miles de años antes.
Aún en el presente había arqueólogos trabajando en plena ciudad, desenterrando y descubriendo vasijas, casas y columnas, arremolinados por curiosos turistas en busca de la mejor fotografía.
—Debo dejarlo aquí. No podemos seguir, ya que es área restringida para los coches —dijo el taxista.
—Muy bien, además necesito caminar un poco.
—Parakaló.
Como no llevaba equipaje, sólo se colocó la chamarra negra pese al calor y sus RayBan azules para cubrirse del Sol.
El casco antiguo del barrio de Plaka, con más de seis mil años de antigüedad, reflejaba las fachadas de sus construcciones, como si el tiempo se hubiese detenido, aunque se había renovado y embellecido la plaza de Monastiraki.
La música del popular
sirtaki
griego se escuchaba en los parlantes de algunos bares y tiendas, popularizado por la mítica película con Anthony Quinn, Zorba el griego. Se mezclaba en los oídos de las personas que poblaban las terrazas de cafés —abarrotadas de turistas— bebiendo sus
frapés
, la bebida típica. Los griegos nativos jugaban entre dedos con el
komboloi
, un pequeño collar de cuentas que giraban y deslizaban una y otra vez con maestría. Los negocios de artesanías, joyas, recuerdos, imitaciones de dioses, héroes y mitos se hallaban tanto en camisetas,
souvenirs
y postales, como también sobre yeso, bellamente tallado e incluso armaduras y cascos imitando a los que usaron los guerreros de los combates de Troya y Esparta.
En Atenas vivían numerosos artistas que vendían sus cuadros, esculturas y joyas trabajadas en plata y oro a los negocios locales, ya que el turismo era una de las principales fuentes de ingresos. La gastronomía era otra de las cosas que atraía gente, pero si algo identificaba a la ciudad era obviamente el Partenón, al cual Adán siempre solía visitar porque "le hacía sentir en un mundo distinto".
Nada de esto importaba ahora para él, que se encontraba impaciente por reunirse con Alexia. Caminó a paso ligero, entremezclándose con la gente que se apiñaba en los negocios, calle abajo.
Tardó menos de diez minutos en cruzar desde el casco antiguo de Plaka hasta la plaza Monastiraki y seguir tres calles más abajo para llegar al final de la calle Aiolou, donde vio el cartel del Five Brothers, su punto de encuentro. Desde allí, a unos veinte metros separado por una cerca, se podía ver claramente un terreno con olvidadas columnas semicaídas, entremezcladas con árboles y pinos y, a unos setecientos metros, en lo alto, la imponente figura del Partenón. Era un lujo comer o beber en aquel sitio con aquella hermosa vista de la Acrópolis.
Se sentó en una de las mesas que daba a la calle, debajo de la sombra de una enredadera.
—Kalispera —dijo el camarero.
—Kalispera —respondió, aunque para Adán las tardes no tenían nada de buenas—. Sólo quiero agua mineral bien fría.
Aunque había reconocido la perfecta pronunciación en griego de Adán, el camarero no evitó su cara de desagrado, ya que era presionado por los dueños del sitio para hacer consumir mucho a los turistas y evitar los que sólo se sentaban para quedarse hipnotizados mirando el Partenón y sacando fotografías. Además, siempre en todos los bares de Grecia traían una gran jarra con agua fresca gratuita acompañando cualquier consumición.
Adán bebió de un trago el fresco líquido que generó un alivio inmediato en su interior.
Miró su reloj. Las cuatro y cuarto de la tarde. El calor de Atenas llegaba a los treinta y dos grados. Cerró los ojos tras sus gafas de Sol buscando relajarse, pero el chistido que escuchó lo obligó a abrirlos de nuevo.
—Chisss. ¡Adán! —susurró una suave voz femenina.
Giró la cabeza sobre su hombro derecho para ver a la mujer que lo llamaba desde dentro de un Citroën C4 negro. Lo miraba tras unas grandes gafas marrones de pasta, parecía una actriz de los años dorados de Hollywood, con un pañuelo en la cabeza, igual que la mítica Ava Gardner.
La joven mujer —que un mes antes había cumplido los treinta y cuatro años— se quitó el pañuelo azul dejando caer una larga, ondulada y bella cabellera oscura como el ónix. Dejó sus gafas y sus chispeantes ojos marrones como almendras fueron dos soles para el rostro de Adán, al poder reconocer, al fin, las pupilas de su amiga de la infancia.
Alexia llevaba un vestido blanco de hilo italiano, adornado con algo que llamó mucho la atención de Adán: un collar alrededor de su cuello con un pequeño y extraño cuarzo blanco. Alexia giró su cuerpo hacia él para mirarlo directamente a los ojos. Adán sintió que un manto de paz y sensualidad lo envolvía sacudiendo toda la estructura de su raciocinio. Siempre sostenía que algunas religiones le cubrían el rostro y no permitían el poder a las mujeres —sobre todo si eran hermosas como Alexia— porque su encanto suspendería todo atisbo de razón y lógica. "Si los hombres observan detenidamente la belleza de una mujer son conducidos a una visión del Paraíso", solía decir en sus conferencias.
Alexia no era simplemente atractiva, la pareció mucho más sensual que cuando la había visto la última vez, años atrás. Parecía una exótica mujer extraída de algún jardín de Babilonia, de Esparta o de la antigua Persia. Su belleza no era de esta época —donde reinaba sobre todo lo artificial—, la suya era una belleza ancestral, fina, de la época de los viejos imperios, de las emperatrices y las reinas.
—Vamos, Adán, de prisa.
Él dejó una moneda de dos euros sobre la mesa y se dirigió hacia el coche.
—¡
Teia gou
! —pronunció la mujer, repitiendo el saludo, con un tono que denotaba urgencia y al mismo tiempo calidez.
—¿Alexia? ¿De verdad eres tú? Lo siento, no te había reconocido. Hace años que no nos vemos.
Ella se acomodó frente al volante.
—Sube. Tenemos que irnos de aquí —dijo con tono más tenso y aceleró de golpe.
—¿Cómo has hecho para entrar en esta zona? No se permite el paso de coches.
La mujer señaló una tarjeta sobre el panel negro delantero del C4 que decía: "AUTORIZADO. PERMISO EXCLUSIVO".
—No olvides que mi padre es muy influyente.
Alexia parecía toda una conductora experta. Le llevó sólo unos minutos salir de allí y giró a toda velocidad dos calles más abajo tomando por Nikodimou y dobló en sentido ascendente por Amalias, donde se metió haciendo una especie de zigzag por otras dos calles pequeñas, hasta desembocar al final de la calle Pindarou debajo del famoso monte Likavitos.
El semáforo verde hizo que Alexia acelerara aún más el Citroën C4.
Adán dio un respingo por la velocidad del coche y sin más rodeos le lanzó la pregunta.
—¿Qué pasa con tu padre?
La hija de Aquiles lo miró de reojo mientras el coche se abría paso entre algunos coches y taxis.
—Esta mañana quedamos de vernos en su casa para recogerte juntos en el aeropuerto. Primero me llamó, igual que a ti. Estaba lleno de entusiasmo al hallar por fin lo que persiguió durante tantos años, te imaginarás. Me dijo que quería contarme en persona sobre lo que había descubierto y que ya había constatado. Sabes que no afirmaría nada sin comprobarlo científicamente. Dijo que era algo trascendente, de impacto global, y que si desvelaba su hallazgo el mundo entero podría quedar revolucionado.