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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

El secreto de mi éxito

BOOK: El secreto de mi éxito
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El secreto de mi éxito
Jaime Rubio Hancock

Edición Librodenotas

Colección
Miradas LDN
Texto:
Jaime Rubio
Imagen de cubierta:
Óscar Villán
Asociación Comunidad Librodenotas, junio de 2012
librodenotas.com
Licencia
Creative Commons
(Reconocimiento – No comercial – Sin obras derivadas)

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A Delia, que me dio la idea para el libro,
y a Lucas, que me dio la idea para Marte.
Y a Txema, por aguantarlos a los dos

En la oficina sonaba...

EN LA OFICINA SONABA el eco de mis pasos y en un momento determinado, el eco de mi tropezón con una papelera de plástico.

Y después, de nuevo el silencio.

Los sesenta y tres cubículos que no eran el mío llevaban siete meses vacíos. El mío estaba lleno, pero ya sólo de bolsas de basura repletas de papeles que según la Ley Oficial de Protección de Datos debían triturarse y no simplemente tirarse a la basura tal cual, pero en fin, ¿qué iban a hacerme si no los trituraba? ¿Despedirme? Es decir, ¿despedirme aún más?

Entré en el baño para limpiarme de las manos el polvo acumulado por los trabajos de limpieza de aquella última –por fin– mañana. No quedaba jabón desde febrero y las costras marrones se acumulaban en el desagüe, pero al menos se había vuelto a pagar el agua. Eso sí, me tuve que secar las manos con lo único que tenía a mano: las perneras de mi pantalón. El secamanos de aire caliente se había estropeado al impactar contra mi codo en un resbalón accidental. Sí, me había costado mucho explicar esto de forma convincente, a pesar de que era cierto. O probablemente porque era cierto. Igual debería haber mentido. Creo que hubiera sido capaz de dar con una historia algo más creíble. Pero no. Era verdad. Resbalón, momentos de pánico durante los que intenté en vano recuperar el equilibrio gracias a un baile absurdo. Golpe de codo contra el secamanos. Golpe de culo contra el suelo. Ay, el codo. Ay, el culo. Atención dividida entre dos centros de dolor que reclamaban atención como niños pequeños. Tres o cuatro tacos. Y sí, ahora sí, golpe con la parte inferior del puño al secamanos. Y otro. Y otro más. Pero lo que lo estropeó fue el primer golpe, el accidental, el del codo. Los demás, los voluntarios, no sirvieron más que para que me desahogara. Un poco.

En todo caso, ya no iba a tener que dar más excusas ni iba a necesitar más desahogos contra el material de oficina y de higiene. Aquel era mi último día en aquella empresa. Finalmente me dejaban irme a casa, después de ocho años trabajando como contable, un último año en concurso de acreedores y los siete últimos meses como el único empleado de una empresa sumida en un proceso de cierre que no te preocupes, decían, será rápido y en el que no te preocupes, insistían, que cobrarás lo que se te debe.

¿Pero seguro?

Claro que sí.

¿Pero ya?

Sí, vamos, si no es ya, será en seguida.

Ya. Bueno. Pues aún faltaban más de la mitad de los sueldos. Y las vacaciones. Y la indemnización.

Nada. En seguida lo arreglamos.

Al menos ya no tendría que ir allí cada mañana. Aunque últimamente salía con tanto retraso de casa que llegaba más bien por la tarde. Y finalmente iba a poder cogerme unas vacaciones. Y cobrar el paro. O sea, cobrar algo. Me inundó una sensación de calma y de bienestar. Había despertado de la pesadilla. Me dio incluso la sensación de que el lavabo se llenaba de luz. De luz y de calor procedentes del espejo. Me sentí arrobado por ese calor y mecido por aquella luz dorada. Alcé la vista y en ese espejo, justo donde debería haberme encontrado con mi reflejo, apareció la imagen de una hermosa mujer vestida con un manto de lino azul del que se escapaba algún mechón de pelo castaño claro, casi rubio. Me miró con sus ojos azules y su rostro de piel blanca y me habló con la voz más dulce que jamás había oído, una voz que sonaba como un violonchelo tocando una sonata de Bach:

–Hijo mío, arrodíllate y da las gracias por el día que vas a vivir.

A pesar del calor y de la luz y de aquel supuesto bienestar, no dejé de sentir algo de miedo. ¿Me estaba volviendo loco? Supuse que si me estaba volviendo loco, era mejor ser consciente de ello, así que decidí decirme a mí mismo que sí, que estaba enfermo, cosa que era comprensible dado el estrés al que había sido somet…

–Hijo mío, arrodíllate, te digo.

Aquella dulce cara había fruncido el ceño, así que decidí arrodillarme por si, fruto o no de mi mente desequilibrada, aquella visión se lanzaba contra mí y me acababa incrustando la cabeza en el retrete. Así pues, hinqué las rodillas en el suelo manchado por huellas de zapatos, imagino que ya todas ellas mías, y alcé la vista para prestar atención.

–Hijo mío…

–Es que no… Es que no veo desde aquí. Me tapa la pica.

–Oh, está bien, levántate –dijo con impaciencia. Cuando me levanté y siguió hablando, noté que a pesar de que su rostro seguía siendo dulce y su mirada clara, la voz sonaba con un tono algo irritado e impaciente. Como un violonchelo tocando una sonata de Bach, pero con prisa porque había quedado para tomar un café más tarde. No le caía bien, al menos no tanto como al principio–: Da las gracias por el día que vas a vivir. Hoy después de todos tus trabajos, hoy será el día de tu Gloria –sí, lo dijo con mayúscula–, el día en el que por fin te verás recompensado por tus sacrificios, por tu humildad y por tu bondad. Hoy recibirás una visita y esa visita te traerá buenas nuevas sobre un nuevo día que te espera. Levántate y da…

–Ya estoy levantado.

–Levántate, digo, y da las gracias.

–¿A quién?

–Da las gracias, te digo.

–Gracias –dije.

La imagen desapareció, la luz volvió a parecerme normal y la sensación de bienestar se vio sustituida por una ligera bajada de tensión que me provocó un también ligero mareo que a su vez me llevó a agarrarme a la pica. En vez de la luz y el calor, volví a notar el olor acre a orines. La señora que venía a limpiar había dejado de prestar sus servicios hacía ocho meses, todo porque la empresa que la enviaba se había empeñado en cobrar después de apenas tres meses sin hacerlo, ya me dirás tú, es que la gente tiene unas pretensiones y unas manías que resultan poco menos que incomprensibles. Cobrar. Con lo que encarece eso todo. El caso es que al final, por una minucia o por otra, al final ya nadie limpiaba allí, y aunque tanto yo como los pocos que habíamos pasado por ese baño tirábamos de la cadena, ninguno se había atrevido a pasar el mocho por el suelo o un poco de papel por la taza para limpiar las gotitas que iban quedando y que habían acabado dando al lugar el siempre pintoresco ambiente de lavabo de gasolinera.

Salí y me senté en el cubículo más cercano, con los ojos llorosos, no sabía si por los vapores del lugar del que había salido o por la imagen que había visto. La imagen. Sí, había visto una imagen. Volví a entrar de un salto en el baño. Encendí la luz. Miré el espejo. Estaba yo, como siempre. Lo toqué. Volví a salir y a sentarme. ¿Quién se sentaba allí antes? ¿Dani? ¿Mónica? Ya no me acordaba. Estaba algo mareado. Claro. Eso era. Me había dado un bajón de azúcar, que era una expresión que no sabía si significaba algo, pero que todo el mundo usaba y que en ese momento me pareció muy adecuada. A lo mejor incluso me había medio desmayado. Exacto. No me había arrodillado, sino que en realidad había estado a punto de caerme. Y aquella imagen de ¿la Virgen? Porque esa era la Virgen María, que la recordaba perfectamente de cuando me la presentaron en el colegio. Pues eso, aquella imagen no había sido más que un sueño o una alucinación. O ambas cosas. Alguna clase de sueño alucinatorio. Ya lo miraría por Google luego.

Sueño o no, la señora o Señora había dejado caer un mensaje. Una visita iba a recompensar todo el sufrimiento de los últimos meses. Ojalá fuera verdad. ¿Por qué iba a decirme eso la Virgen si era mentira? ¿También se quería reír a mi costa? ¿No había tenido todo el mundo suficiente con todo lo que me había ido pasando? Sí, bueno, hay gente que lo pasa peor en el tercer mundo e incluso en el primero, no hacía falta ponerse melodramático, pero me había ganado al menos un respiro. Claro que igual no era la Virgen. Sobre todo teniendo en cuenta porque ni siquiera era seguro que la Madre de Dios existiera.

Vale. A mí me había parecido que se me aparecía la Virgen, pero esas cosas no pasan. Lo más seguro era que mi cansado e irritado cerebro no hubiera encontrado otra forma de decirme que aquello se había acabado finalmente para mí, que no iba a tener que volver a pisar aquella oficina en cuanto saliera por la puerta a las seis de la tarde, suponiendo que me quedara hasta las seis, porque en cuanto me firmaran el despido, me iba a ir corriendo. Desde luego era para dar gracias. A quien fuera. Incluso estaba dispuesto a dárselas a mi jefe, en caso necesario. Cualquier cosa a cambio de poder salir corriendo de allí. Y no volver jamás.

Había estado a punto de...

HABÍA ESTADO A PUNTO DE escapar de aquel antro hacía quince meses. Había intentado una huida quizás no muy hábil ni sutil, pero de haber tenido un poco de suerte, efectiva, que era de lo que se trataba.

–Lo siento, pero no podemos dejarte ir –me había dicho Soriano, uno de los dos dueños de la empresa, cuando le había confesado mi plan, de forma por supuesto elegante y educada, y sin explicar que quería largarme corriendo y sin mirar atrás.

–Pero…

–Mira, cuando se hace un expediente de regulación de empleo, el principal objetivo es reducir gastos, te lo digo así de claro. Lo primero, antes de empezar a despedir gente, es no renovar a los que tienen contrato temporal. Eso ya lo has visto. Lo segundo es despedir a los que por un lado no son tan indispensables, si me permites usar esta expresión, y al mismo tiempo resulta más barato echar, si me permites decirlo así, porque llevan menos tiempo aquí.

–Ya sé que yo…

–No, espera, déjame acabar. En tu caso no se ha mirado nada de esto. Llevas siete años en esta empresa. Eres una pieza fundamental. Y cuando hemos estado hablando de ti, porque hemos hablado de ti, nos hemos dicho, ¿qué hacemos con este chaval, que es prácticamente como un hijo para nosotros, para Romeu, para mí, incluso para mi sobrino eres como un hijo? Y todos lo teníamos claro: él se queda aquí con nosotros. Porque ha estado con nosotros desde el principio, o bueno, desde hace mucho, y estamos seguros de que nos va a ayudar a sacar esta empresa adelante. Y por eso cuando comenzó el proceso hablamos contigo y te dijimos que contábamos contigo, razón por la cual me extraña que ahora digas eso.

–Ya, pero…

–Sé que ahora se nos presentan unos meses muy duros, con mucho trabajo por delante, pero también sé que a ti no te asusta trabajar.

–Hombre, eso…

–También te voy a ser sincero: ha llegado el momento de sudar la camiseta y de sentir los colores. Yo no quiero a nadie aquí que esté a disgusto. Si tú me dices que estás aquí a malas y que no quieres seguir trabajando con nosotros, obviamente no te voy a retener. No puedo obligarte.

–A ver, yo lo siento mucho, pero es que ahora mismo creo que me ha llegado el momento de hacer otras cosas y como se ha abierto el expediente de regulación de empleo y parece que la empresa necesita desprenderse de la mitad de los trabajadores, mi idea era presentarme voluntario a este Ere y en fin, que tanto yo como la empresa saliéramos beneficiados, porque yo no iba a poner problemas para irme, al contrario. Y bueno, si se lo he comentado es porque ustedes también me lo habían comentado antes y me pareció correcto hacerlo así.

Soriano se quedó callado, mirándome. Respiró muy profundamente abriendo de forma exagerada las caballunas aletas de su nariz. Dio un pequeño resoplido con sus gruesos labios, nada exagerado, lo justo para que como es natural pensara en un relincho. Se echó hacia atrás en la silla, con lo que la chaqueta se le abrió a los lados de una redonda barriga sobre la que descansaba a modo de pez muerto una corbata azul.

–No me has entendido –dijo, señalándome con su rechoncho dedo índice–. Me parece muy bien que quieras hacer cosas diferentes y que no tengas miedo a quedarte sin trabajo. Pero no me has entendido. Si vemos tu nombre en el Ere, lo quitaremos de allí. Si quieres irte, deberías dimitir. Por honestidad. Aquí nadie te va a despedir.

–Pero el paro y la indem…

–Me decepcionas. Creo que estás buscando la salida fácil. No hay salidas fáciles. Sólo hay trabajo duro y una oportunidad: la oportunidad que te estoy dando para ayudar a sacar la empresa adelante, la oportunidad de demostrar tu lealtad.

–Me parece que se está siendo injus…

–¿Cómo puedes decir eso?

–Sí, a nadie más se le ha dicho algo así. Me parece, no sé... –No me atreví a usar la palabra “chantaje”.

–Claro que no. Porque eres importante para la empresa.

–Porque nadie más lleva ocho años. Pues no es tanto dinero de indemnización: ni siquiera tengo un buen sueldo.

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