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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (27 page)

BOOK: El secreto de sus ojos
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Cuando Chaparro habló de matrimonio, ahora que a él lo habilitaba la nueva Ley de Divorcio, Silvia le había dado largas al asunto, y cuando pretendió arrinconarla, obligarla a decidirse, ella le confesó no estar segura de quererlo lo suficiente.

El propio Chaparro la ayudó a hacer las valijas, pidió un auto prestado para acompañarla al Aeroparque y le despachó con la puntillosidad de un escribano todas las posesiones comunes que ella le fue solicitando luego, desde una tostadora eléctrica hasta una edición primorosa de Moby Dick que habían comprado juntos en una escapada a Salta.

Después dejaron de hablarse. Chaparro se enteró de que se había casado, pero nunca quiso saber demasiado del asunto. Fue por esa época que decidió prescindir de las mujeres, o de las mujeres que fueran capaces de importarle y por lo tanto de dañarlo. Le resultó tan sencillo, al principio, que se dijo que era una decisión sabia. Que había sido un error pretender compartir su vida con alguien, porque siempre había terminado lamentándolo. A Marcela la había perdido por hastío, a Silvia porque ella misma lo había decidido. No quería seguir perdiendo. Mejor así. Siempre habría una mujer a mano dispuesta a brindarle un placer efímero, a cambio del mismo obsequio. Mejor mudarse a Castelar, tal como había deseado con fervor cuando tuvo que partir a Jujuy. A la casa que había sido de sus padres. La casa en la que ahora escribe esta historia, mirando de vez en cuando el jardín y levantándose cada tanto a preparar mate. ¿Eso va a contar en una novela? No tiene ningún sentido. Mejor volver a Morales y a las pocas páginas que le faltan a su historia. ¿Y después?

Después nada. O sí: devolver la máquina al Juzgado, al maldito Juzgado a cargo de la doctora Irene Hornos, mal rayo la parta, porque todo (poner a las mujeres en un plano distante, intimar ocasionalmente con alguna sin compromisos profundos de ninguna especie, llevar en Castelar esa existencia de viudo metódico) había funcionado bien hasta el 9 de febrero de 1991 cuando, después de quince años, ella volvió a atravesar la puerta de la Secretaría, ahora convertida en jueza.

Chaparro se había prometido que esa mina no iba a enloquecerlo de nuevo, porque él estaba bien así, y porque no necesitaba una nueva y brutal desilusión, un nuevo insomnio, un nuevo agujero en las tripas. Fue por eso que le dijo «qué tal doctora, tanto tiempo», aunque notó que ella se quedaba como cortada, porque venía adelantando la mejilla para darle un beso y se trabucaba como se trabuca alguien que espera una cosa y encuentra otra, alguien que viene a tutearnos y se encuentra con una pared de cuatro metros, sin fisuras, a la que hay que contestarle «bien, ¿y usted?, es cierto, tanto tiempo». Y por eso, porque la situación lo enojó, angustió o entristeció —o le produjo todos esos sentimientos—, Chaparro balbució como disculpa que había dejado un montón de trabajo sin terminar sobre su escritorio y salió disparado. Se retiró a velocidad suficiente como para escapar a su perfume de siempre, pero no para ponerse a salvo de escuchar las consabidas respuestas a las consabidas preguntas de cómo anda tu familia, Irene, bien, gracias a Dios las chicas bien, tu marido, mi marido bien, trabajando mucho y de salud muy bien; mal rayo lo parta también a él, reventado hijo de mil putas, con perdón porque el estúpido no tiene la culpa de haberse casado con ella pero igual, con qué derecho hacerle esto a él, que estaba tan bien solo o efímeramente acompañado.

Porque de ahí en más nada va a tener gusto a nada o peor, porque todo va a tener gusto a ella: el aire y las tostadas, el insomnio y los besos de cualquier otra mujer que se le cruce, y así lo mejor será tramitar un pase, aunque tampoco; porque no tiene agallas para andar cambiando de Juzgado y de empleados, y así no hay solución de ningún tipo, salvo callarse, dejar pasar el tiempo, ignorar el fuego de sus ojos cuando miran, desviar la vista lejos de su escote cuando uno se le acerca por atrás al escritorio con causas a la firma y, mierda, vivir así es un calvario.

No. Definitivamente no va a escribir una novela que lo tenga como protagonista. Bastante harto está de sí mismo como para regodearse con la contemplación de su ombligo. Pero ha decidido dejar el capítulo de la muerte de Sandoval. Esa maldita historia de Morales está trenzada con su propia vida. ¿No se pasó siete años contando cabras en el Altiplano por haberse involucrado en esa tragedia? No se arrepiente. No reniega de ese pasado. Pero precisamente por eso no va a quitar nada de lo que ha escrito.

Y ese es otro asunto: ¿qué va a hacer con todo lo que tiene escrito? Forma una linda pila sobre el escritorio que hace seis meses estaba vacío, o mejor dicho con una resma intacta a un lado de la Remington. Debería regalárselo a Irene. A ella le gusta que le lleve lo que escribe. No ha pasado semana, en el último mes y medio, en que no la visite para llevarle un par de capítulos. ¿Será bueno lo que escribe? Ella lo elogia todo el tiempo. Ojalá sea malo. Porque, si es bueno, que lo elogie significa que le gusta lo que escribe y punto. Pero si es malo e igual lo elogia, es porque quiere agradarle a él. Y Chaparro sospecha que es para eso que lo escribe. Para dárselo a ella, para que ella sepa algo de él, tenga algo de él, piense en él, aunque sea mientras lee. ¿Y si es malo y se lo elogia porque lo aprecia y nada más? Es decir, puede pensar que es un asco lo que escribe, pero no quiere dañarlo, pero no porque lo quiera, no en el sentido en el que Chaparro desea que lo quiera, sino como compañero, como viejo jefe, como actual subordinado, como perro abandonado que, pobrecito, inspira lástima.

En voz alta, Chaparro exclama «basta, y la reputísima madre que lo parió», que en términos menos soeces significa que debe detener sus elucubraciones y ponerse a trabajar. Oye el silbido de la pava y se anoticia de que mientras estuvo hundido en sus cavilaciones amorosas el agua para el mate ha llegado a la temperatura de un volcán en erupción. Reemplazarla y esperar que se caliente le permite ir encontrando el tono espiritual que necesita para ponerse a escribir este último tramo definitivo. El que termina en pleno campo. En el tinglado con el portón corredizo.

Cuando vuelca el agua en el termo, y una levísima columna de humo le indica que ahora la temperatura es la adecuada, Chaparro se ha librado de las distracciones. Su mente ha viajado tres años atrás, a 1996, al verdadero final de aquella historia, veinte años después del ilusorio final en el que todos (Báez, Sandoval, él mismo, hasta el hijo de puta de Romano) han ingenuamente creído.

Deja los elementos del mate sobre el escritorio y se encamina hasta el aparador de la sala. Sabe que las cartas están en el segundo cajón, cada una en su sobre. No están amarillentas porque no son tan antiguas. Y aunque no ha vuelto a leerlas, cree recordarlas con exactitud, casi hasta sus textuales palabras. Pero no quiere falsear la verdad que tiene en las manos. Por eso las sacará de allí para llevárselas al escritorio. Para citarlas todas las veces que lo considere necesario.

«¿Por qué semejante prurito de exactitud?», se pregunta. Porque sí, es su primera respuesta. Porque en ellas se esconde la verdad, o la propia palabra de Ricardo Morales que en este caso es la última verdad, se contesta luego. Porque así, con las pruebas documentales en la mano, citando lo que haya que citar, es como ha trabajado cuarenta años en Tribunales, agrega. Y esa otra respuesta también es verdadera.

40

El 26 de septiembre de 1996 era un jueves como cualquier otro, excepto tal vez por el batifondo que venía de la calle. Desde las doce comenzaba la primera huelga general contra el gobierno de Carlos Menem, y una columna del sindicato de judiciales metía bochinche con algún que otro petardo, mientras se concentraba en las escalinatas de la calle Talcahuano. A las diez pasó el empleado del correo. En realidad, lo supongo, porque mi escritorio estaba lejos de la mesa de entradas. Un meritorio me acercó un sobre alargado y manuscrito, sin sellos oficiales, despachado como correo certificado. Lo miré con la curiosidad de encontrar un mensaje que lucía personal, mezclado en el fárrago de comunicaciones entre reparticiones públicas, al que vivíamos acostumbrados.

Distraído, busqué los anteojos de leer hasta que advertí que los llevaba puestos. No reconocí la letra. ¿Había leído alguna vez esa cursiva elegante que se elevaba recta, vertical y prolija? No lo recordaba. Lo que sí recordaba (aunque había creído que nunca más iba a evocarlo), era el nombre del remitente y su historia: Ricardo Agustín Morales, que resucitaba después de veinte años de distancia y silencio.

Antes de abrir el sobre, volví a mirar el destinatario. Era yo, sin duda. «Benjamín Miguel Chaparro. Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal de Instrucción n.° 41, Secretaría n.° 19». ¿Cómo sabía Morales que iba a encontrarme allí? Me disgustó un poco ese envío intempestivo, aunque… ¿qué era exactamente lo que me molestaba? De hecho no lo hacía responsable por mi huida desesperada de 1976. Al respecto siempre tuve claro que eso se lo debía al malparido de Romano. ¿Me perturbaba que me escribiese tantos años después? Tampoco. Guardaba de él un recuerdo afable, casi cariñoso. ¿Qué era entonces? Demoré un rato en caer en la cuenta de que lo que verdaderamente me ofuscaba era ser tan previsible, tan monótono, tan igual a mí mismo, como para que alguien pudiera ubicarme en el mismo Juzgado, la misma Secretaría, el mismo cargo y el mismo escritorio dos décadas después de nuestro último contacto.

Era una carta relativamente larga, y estaba fechada el 21 de septiembre en Villegas. De modo que se había ido de la Capital Federal. ¿Habría podido reconstruir su vida? Deseé sinceramente que sí, y empecé a leer.

Ante todo le pido disculpas por importunarlo después de tanto tiempo.

Demoré un segundo en hacer un cálculo sencillísimo: eran, nomás, veinte años y unos pocos meses.

Si en todos estos años no me comuniqué con usted fue, más que nada, por temor a ocasionarle más contratiempos aún que los que ya le había causado. Supe de su partida a San Salvador de Jujuy, unos meses después de producida, cuando me comuniqué telefónicamente a su Juzgado. De más está decir que no pregunté sobre los motivos de su alejamiento, pero no tardé en advertir que mis actos debían ser los responsables.

Un pinche me hizo una pregunta estúpida. Pedí en voz alta, a él y a todos, que por un rato no me interrumpieran.

Si lo molesto a estas alturas, tantos años después, es porque me veo en la obligación de aceptar el ofrecimiento que me hizo usted en nuestro último encuentro, cuando me relató las circunstancias que habían originado la puesta en libertad de Isidoro Gómez.

«De nuevo ese nombre», pensé. ¿También haría muchos años que Morales no lo pronunciaba? ¿O nunca se lo habría sacado realmente de la cabeza?

En aquella ocasión me dijo que si en algún momento yo pensaba que usted podía serme útil, no dudase en convocarlo. ¿Tomará como una osadía que me aferre, ahora, a ese ofrecimiento? Lo digo pensando en el enorme sacrificio que le impuse, involuntariamente, cuando en 1976 usted tuvo que irse. Dudo que sirva de consuelo, pero le juro que pasé largos días buscando el modo de librarlo de semejante percance.

Me pregunté qué cara tendría ahora Ricardo Morales, para imaginarme el rostro que había detrás de esas palabras. Aunque me lo propusiera, no conseguía envejecerlo: seguía siendo el muchacho alto y rubio, de bigote pequeño, de ademanes lentos, de expresión aterida, que había conocido casi treinta años antes. ¿Seguiría vistiéndose igual? Su estilo no tenía nada que ver con el de los muchachos de su edad, a principios de los años setenta. Me imaginé que sí, y noté que su manera de expresarse por escrito también sonaba antigua.

Es evidente que nunca encontré el modo de sustraerlo a esas dificultades, aunque me agradó saber, varios años después, que había retornado a su puesto en su Juzgado de antaño.

No lo decía, pero podía suponerlo: Morales habría llamado de tanto en tanto al Juzgado, preguntando por mí, hasta que le dijeron que había vuelto. ¿Pero por qué no había querido hablar conmigo? ¿Por qué se había conformado con esa constatación? ¿Y por qué ahora sí me convocaba? Y por otra parte: ¿a qué me convocaba? Seguí leyendo.

De más está decir que, si usted me guarda rencor por el modo en que alteré su vida —reitero que sin proponérmelo en absoluto—, creo que lo asiste absoluta razón como para romper y olvidar estas líneas ahora o en cuanto termine de leerlas. En los próximos días recibirá otras dos idénticas a esta. Le ruego no lo tome como una abusiva insistencia: el temor a que la carta se extravíe me ha hecho conducirme de este modo. Despacharé una con fecha lunes 23 y la restante con fecha martes 24, ambas certificadas también. Si recibe y lee esta, le ruego destruya las restantes.

No sé por qué —o sí— me vino a la memoria la imagen de Morales sentado en el copetín al paso de la estación de Once. La misma minuciosidad, idéntica obstinación. Sentí algo de pena.

A veces la vida encuentra caminos extraños para resolver nuestros enigmas. Disculpe si me torno aquí torpemente filosófico. No sé si le conté, alguna vez, que de muy joven fui un fumador empedernido, hasta que Liliana me convenció de que me hacía daño, y dejé de fumar de inmediato.

Liliana Emma Colotto de Morales. Ese nombre sí guardaba un registro muy desvaído en mi memoria. Claro: su paso por mi vida había sido fugaz, durante el año que siguió a su muerte. Después mi recuerdo se adhería solamente a Morales, su viudo, y a Gómez, su asesino. Ahora volvía, traído por el hombre que más la había querido.

Después de su muerte, como si fuese un acto de despecho o, peor, como si ese acto de despecho sirviese de algo, volví a fumar y de manera cada vez más abusiva. Pues bien, dos atados diarios han concluido con mi buena salud y mi resistencia. Y paradójicamente, solucionan tal vez antes de tiempo mi último dilema.

«Pobre tipo», pensé, «encima va y se muere de cáncer». Siempre que me entero de la muerte de alguien, o de la inminencia de esa muerte, hago un rápido cálculo de su edad, como si la juventud y la injusticia de la muerte fueran directamente proporcionales, y como si valiese de algo mi indignación frente a las muertes tempranas. Esta vez no fue la excepción: deduje que Morales andaría por los cincuenta y cinco años.

Sería necio si le dijera que la muerte me preocupa. Ni mucho ni poco. Tal vez si usted llega a considerar cabalmente mi situación hasta coincida conmigo en que se trata de un alivio. Si no lo toma a mal, quisiera transmitirle mis condolencias por la muerte de su amigo, el señor Sandoval. Me enteré por los obituarios de La Nación. No sabe cuánto lo lamenté. Tampoco con él hallé modo de retribuir lo que hizo por mí, o por Liliana y por mí, o como sea. Por motivos que le explicaré más adelante (si antes no siente que abuso de su paciencia y abandona prematuramente esta larguísima epístola), me resulta imposible ausentarme de mi lugar de residencia por lapsos prolongados. Por eso concurrí al cementerio de la Chacarita unos meses después de la muerte del señor Sandoval, a rendirle un modestísimo tributo. Habría deseado, en ese entonces, hacerle llegar a su viuda algún tipo de auxilio monetario, mucho más contundente y provechoso que mis respetos, pero en esa época yo atravesaba una situación económica muy ajustada, producto de importantes deudas que había contraído. Ahora bien: si usted está dispuesto a hacerme ese favor (en realidad, debería decir si está dispuesto a sumar este a la ingente cantidad de favores que voy a pedirle enmascarados en uno solo), voy a rogarle que le haga llegar a esa señora un dinero que he reunido, y que sería para mí un honor tributarle como muestra de gratitud a la memoria de su esposo.

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