El secreto del Nilo (95 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Tal como Wennefer había adelantado, Egipto se adormeció al compás de la avenida anual. Esta se presentó más exigua de lo esperado, como un heraldo que adelantaba que la cosecha sería mala. Habría escasez en el país de las Dos Tierras, y como siempre que esto ocurría la gente se miraba cabizbaja y hacía cuentas sobre el grano que necesitaría adquirir para no pasar hambre. Ahora que los grandes templos estaban cerrados, sus silos, que de ordinario almacenaban cuantiosas cantidades de cereal, se encontraban vacíos, y el pueblo no podría acudir a ellos en busca de alimento. Los campos ya no eran trabajados en su totalidad, y la desidia y corrupción demostradas por la administración hacían que el futuro se mostrase oscuro para los habitantes del valle.

La hambruna no era un fenómeno desconocido en Kemet, pero ahora las gentes no podrían implorar a los dioses su ayuda para sacarlos del aprieto.

Aquella calma obligada a la que se veía abocado el país durante la estación de
Akhet
tenía un efecto directo sobre su actividad, que quedaba empantanada como el agua que todo lo cubría. Sin embargo, el viento del norte trajo susurros que hacían entrever cambios. En la oscuridad de la noche el alba pugnaba por abrirse camino, y la lectura que llevaba aquella brisa no pasó desapercibida para Amón. ¿Acaso no era su aliento el que la provocaba? Su mensaje llegó a Karnak, y sus acólitos se dispusieron para volver a tomar parte en una partida que creían tener perdida.

Kiya, la «muy amada esposa del rey del Alto y Bajo Egipto, el que vive en la verdad, señor de las Dos Tierras, Neferkheprura-Waenra, divino hijo del Atón, que viva eternamente», había fallecido en Akhetatón víctima de un parto. La desgracia se cernía sobre el corazón del faraón que, desconsolado, lloraba la pérdida de la mujer a la que más había amado. Entre sus brazos había encontrado el calor, y sus caricias habían supuesto para el monarca el verdadero refugio en el que solazarse. Ya no escucharía su risa gentil, ni saborearía el perfume de su aliento. Tadukhepa se había marchado para siempre, y el dios cayó en la desolación. El faraón ordenó que Kiya fuera enterrada en una de las cámaras de la enorme tumba real que se había hecho construir en Akhetatón para él y su familia. Allí podría seguir disfrutando de las caricias de su amada durante toda la eternidad, iluminado por la luz imperecedera del Atón.

Sin embargo, no todos estaban apenados ante aquella pérdida. En su palacio, Nefertiti brindaba en tan funesta hora a la salud del proscrito Anubis, por haberse llevado a la mitannia. Las diferencias que había mantenido con la principal amante de su esposo eran de sobra conocidas por todos, y su relación tan fría como se lo permitía la etiqueta de la corte. Pero la realidad iba mucho más allá. Ambas mujeres se odiaban profundamente y Nefertiti nunca había podido asimilar el que su esposo prefiriera rendirse a la princesa extranjera antes que a su deslumbrante belleza. La guerra que ambas esposas habían mantenido durante años tocaba a su fin, para mayor gloria de Nefernefruatón-Nefertiti, que veía cómo el horizonte se ampliaba para dar cobijo a sus ambiciones. Tanto ella como sus hijas se habían deshecho de una contrincante muy peligrosa, y ahora la reina podía pensar en su casa y en el futuro que se abría para ella.

Akhenatón se sumió en uno de sus habituales estados de melancolía, y la Gran Esposa Real vio llegado el momento de dar su siguiente paso. En realidad, la reina siempre había ejercido un control político sobre su augusto esposo. Ella era el alma de su universo, pero el ascendiente que Kiya ejercía sobre el monarca le había hecho ser precavida. Ahora podría influir sobre el rey de forma determinante, y conducirle hacia donde ella quería llegar desde hacía mucho tiempo.

Había llegado la hora en la que Akhenatón debía convertirse en un verdadero dios, en el Atón viviente que llevaría a su pueblo hacia la luz. El faraón sufriría la transformación definitiva, ya que su mundo estaba junto al Atón y no entre los hombres. Su esencia divina no debía mezclarse con estos, que solo debían limitarse a adorarle, a impregnarse de su naturaleza.

El pueblo de Egipto necesitaba la mano del hombre para ser gobernado, y Akhenatón ya solo podía tratar con los dioses estelares. ¿Quién mejor que ella, Nefertiti, para guiar a Kemet con arreglo a las premisas por las que había luchado junto con su marido durante casi toda su vida? La Gran Esposa Real debía ser nombrada corregente para así proseguir con la política de todos aquellos años, y permitir a su divino esposo glorificarse como correspondía a una auténtica divinidad.

Neferkheprura, el dios que ahora se hacía llamar Akhenatón, llevaba doce años gobernando la tierra de Egipto, y durante los últimos meses su indolencia había aumentado hasta hacerle despreocuparse por completo de asuntos de Estado de la máxima importancia. El faraón había puesto en marcha su revolución, y las consecuencias de esta eran cuanto le importaba. Por fin se había desembarazado de los insaciables cleros y se sentía satisfecho, aunque el país se hubiera empobrecido por ello. Ahora debía dar el último paso para finalizar la obra que le había sido designada por su divino padre el Atón. Su Gran Esposa Real tenía razón; su lugar entre los hombres tocaba a su fin.

De este modo inició Nefertiti su carrera hacia el trono del país de las Dos Tierras. Tras la muerte de Kiya su ascenso fue vertiginoso y, aunque siempre se había ocupado de los asuntos de Kemet, su control sobre estos se hizo absoluto. Ella gobernaba la Tierra Negra, y nadie tuvo ninguna duda al respecto.

Los espías de Karnak tomaron buena nota de cuanto ocurría. Su clero llevaba siglos haciendo política, y era capaz de calibrar las consecuencias de cada paso dado por los demás. Su más feroz perseguidoFr se apartaba inesperadamente del control del Estado para dedicarse a sus veleidades divinas, y los sacerdotes intuyeron una nueva situación que podría favorecerles.

Tuvieron constancia de la realidad del cambio cuando supieron que Akhenatón había recibido a Pirissi y Tulubri, mensajeros de Tushratta, rey de Mitanni, en el palacio de su padre en Tebas. Per Hai continuaba siendo visitado de vez en cuando por el faraón, pues al parecer le traía recuerdos de su augusto padre y la grandeza que lo rodeó. Con la celebración de su primer
Heb Sed
habían dado comienzo los planes que posteriormente Akhenatón desarrollara, y por todo ello el lugar le satisfacía. Además, desde Malkata podía ser testigo directo de la derrota de los ambiciosos sacerdotes de Karnak, y percibir el silencio que rodeaba el lugar, ahora que los dioses que lo habían ocupado habían desaparecido.

El que desde Naharina el rey de Mitanni hubiera enviado a sus mensajeros al palacio del faraón significaba que un hecho de gran relevancia estaba a punto de producirse. Desde hacía algunos años, las relaciones entre Tushratta y Akhenatón eran tan malas que incluso los mensajeros que ambos se habían enviado tiempo atrás continuaban detenidos en los respectivos países. Egipto había abandonado a su suerte a los mitannios, y la situación de estos resultaba tan precaria que se temía por su futuro inmediato.

Tushratta mostraba a Kemet su deseo y esperanza de que su alianza volviera a ser como antaño, y tal deseo había sido tomado en consideración, puesto que se había enviado copia a la capital, Akhetatón, donde otros embajadores también habían sido recibidos.

La mirada del Oculto se dirigió con atención hacia la ciudad del Horizonte de Atón. En la penumbra de las misteriosas salas de su templo, los acólitos se reunían en secreto para servir a Amón y sus intereses. Pronto habría un corregente, y con ello el juego volvería a iniciarse. La noticia había devuelto el ánimo entre los sacerdotes, y a ninguno se le escapaban las consecuencias de un hecho semejante. Todos pensaron en Hatshepsut, y en el beneficio que obtuvieron durante su reinado. Hapuseneb, su primer profeta, había sabido manejar como nadie a la reina, y en Karnak conjeturaban con que el hecho pudiera repetirse. Cierto era que el clero se encontraba descabezado y disperso por todo Kemet. Al viejo sumo sacerdote May lo habían enviado al desierto oriental hacía ya muchos años, y nadie había vuelto a saber de él; en cuanto al resto de los que formaban el alto clero, el olvido se los había tragado de forma sospechosa y solo algunos de los viejos maestros habían continuado acudiendo a las citas clandestinas que, de vez en cuando, reunían a los hermanos en las criptas secretas de Ipet Sut. La feroz persecución los había llevado a la ocultación; sin embargo la llama de su fe nunca se había apagado del todo, y ahora esta parecía poder revivir cuando muchos la daban por perdida.

Era preciso, por tanto, extremar la prudencia y dejar que el tiempo dispusiera las cosas en el orden correcto. No había juez que se le pudiera comparar, pensaban los sacerdotes, y este sería quien determinaría sus pasos.

Neferhor fue testigo de los acontecimientos que tuvieron lugar a continuación desde una de las casas en las que antaño vivieran los sacerdotes. De ella hizo su hogar, y allí acabó por restablecerse, en su soledad, igual que si se tratara de un eremita. Sin embargo, a menudo el escriba recibíCa la visita de sus amigos y hermanos, y por las noches el silencio en el que caía el templo se veía roto por los ladridos de los perros, en tanto los gatos acudían a su casa para hacerle compañía, como tantas veces le había ocurrido con anterioridad.

Todo parecía perdido y, no obstante, los susurros que el aliento de Amón llevaba hasta Karnak acabaron por hacerse corpóreos. Quizá fuera el final de un sueño; una pesadilla que había durado demasiado tiempo.

3

El día dos del mes de
meshir
[46]
del duodécimo año de reinado de Akhenatón tuvo lugar la ceremonia en la que la Gran Esposa Real Nefernefruatón-Nefertiti fue declarada corregente del país de las Dos Tierras. Rodeada de gran pompa y ante dignatarios de todos los países conocidos, Nefertiti se convirtió en gobernante de facto de Kemet ante la orgullosa mirada de sus seis hijas y su suegra, la legendaria reina Tiyi, que veía con buenos ojos aquella entronización encubierta. Poco se había equivocado al elegir a su sobrina como esposa para su hijo. La sangre de la gran Amosis Nefertari corría por sus venas, y durante los últimos años Nefertiti había dado sobradas muestras de su capacidad y firmeza. Ella había sido el verdadero pilar sobre el que se había sustentado su casa, y había llegado el momento en el que debía hacerse cargo por completo de las labores de Estado, ahora que su amado hijo había conseguido llevar a buen puerto la política que ella misma había comenzado a fraguar hacía más de treinta años. Su querido Amenhotep se había unido definitivamente al Atón, y su estirpe volvía a ser divina, como la de los faraones que reinaran mil años atrás. Su triunfo había sido completo, y ya podía descansar en paz, satisfecha de que sus planes se hubieran visto favorecidos por el destino.

Embajadas llegadas desde todo el mundo conocido ofrecieron sus regalos en la ciudad del Horizonte de Atón aquella mañana de finales de otoño, ante el baldaquino en el que, rodeados por toda la familia real, Akhenatón y Nefertiti se sentaban como iguales ante los ojos de su pueblo.

La fría y altiva belleza de la que hasta aquel momento había sido Gran Esposa Real desafiaba orgullosa a los presentes con la majestad que le era propia. Nefertiti desprendía magnetismo por cada poro de su piel, al tiempo que hacía sentir su poder a todos los que la contemplaban. Ella era la más fuerte, y cuantos presenciaban tan trascendental momento no albergaron ninguna duda acerca de ello.

Nefertiti moría aquel día para convertirse en Ankheprura, «vivas son las manifestaciones de Ra», el
prenomen
que había elegido para gobernar, y su anterior nombre formaría parte del pasado.

Aquella elección no pasó desapercibida para el clero de Amón. Estos esperaban con expectación el nombre que utilizaría el corregente para gobernar, ya que su significado dictaba en gran medida la política que el futuro rey llevaría. Aunque se tratara de un nombre con claros matices solares, Nefertiti volvía a adoptar con él la tradicional nomenclatura empleada por sus antepasados, y eso hizo sonreír al Oculto.

Una extrañna calma se extendió por los sagrados lugares de Egipto. De repente dejaron de oírse las amenazadoras pisadas de los
medjays
, y los golpes de cincel sobre la piedra al borrar los nombres de los dioses. Las demandas y acusaciones dejaron de encontrar respuesta, y todos se miraban extrañados sin saber a qué atenerse. Sin embargo, la calma continuó y en los templos comenzaron a sentirse libres de la feroz persecución que habían soportado. A pesar de que estos continuaran cerrados, muchos de sus adeptos empezaron a reunirse sin temor, aunque siguieran manteniendo la prudencia.

Neferhor escuchaba cada día las palabras de esperanza de labios de sus amigos, en tanto el templo parecía recibir nuevas visitas. Ya nadie los molestaba, y muchos eran los que limpiaban las piedras del abandono al que habían estado sometidas. Así, al poco las malas hierbas desaparecieron, y no tardando mucho los perros dejaron aquel lugar que no les correspondía.

Pero el escriba tenía el corazón consumido por la angustia, y así se lo hizo ver una tarde a Neferhotep.

—Debo partir en busca de mi familia —le dijo—, pues no sé qué ha sido de ellos. Quizá se encuentren en apuros, a la espera de mi llegada. Ha pasado demasiado tiempo.

Su amigo asintió en silencio.

—Creo que tienes razón. Ha llegado el momento de que te reúnas con ellos.

—Me dirigiré a Akhetatón lo antes posible, aunque ignoro cómo podré entrar en la ciudad sin ser descubierto. El
medjay
que me dio por muerto no volverá a cometer el mismo error.

—Harías bien en hablar con nuestro padre Amón. Rézale esta noche, y quizás él te muestre el camino que debas seguir.

Neferhor siguió el consejo de su amigo y aquella noche imploró la ayuda de el Oculto. Como hiciera en su niñez, el escriba ascendió a una de las terrazas desde las que los sacerdotes horarios observaban el cielo estrellado. Desde allí tuvo la impresión de que Karnak le pertenecía, pues se sentía como un ánima solitaria en medio del grandioso templo. Sus preces serían las únicas que podría escuchar su padre en aquella hora, y sin proponérselo tuvo la impresión de que jamás se había encontrado tan cerca de él como en ese momento. Sus palabras sonaban nítidas en la quietud de la noche y Amón las atendería, estaba seguro de ello. Luego buscó a Sirio, como siempre hacía, pues también tenía palabras para ella. Sothis brillaba pletórica, como de costumbre, y el escriba terminó por notar un nudo en la garganta y la melancolía que poco a poco se apoderaba de él. Cuando se acostó sobre su estera, la estrella todavía brillaba en su corazón, igual que el rostro de su esposa que no podía olvidar.

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