Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—Emily...
Se detuvo, giró y le vio venir hacia ella.
—...hay algo más —le estaba diciendo—, si tienes un momento que perder podrías hacerme un favor.
Emily, sorprendida de que ella pudiera ayudarle de alguna forma, se mostró instantáneamente interesada.
—Desde luego. Todo lo que usted quiera.
Blaubach titubeó.
—Como experta en Hitler, puedes servir de ayuda en una cuestión que se me ha planteado.
—Me siento halagada, profesor Blaubach, pero estoy segura de que soy mucho menos experta en Hitler que usted.
—No, no, esto no es cierto —insistió él—. Yo tengo cierta experiencia en el Tercer Reich y en la historia moderna de Alemania, y esto incluye un cierto grado de conocimientos sobre el no llorado difunto Führer, sin embargo estoy seguro de que tú posees ciertos datos que a mí se me escapan.
—Yo no estoy tan segura. En todo caso, si puedo serle de alguna ayuda...
—No es a mí —dijo Blaubach—, es a otra persona. En el despacho de al lado hay un caballero de la Unión Soviética consultando algunos de mis propios ficheros. Es un eminente erudito en su especialidad, las bellas artes. Se llama Nicholas Kirvov, y ha sido nombrado recientemente director del Ermitage de Leningrado.
—Una persona eminente, desde luego —dijo Emily impresionada.
—La afición de Kirvov es coleccionar los cuadros que Hitler pintó en su primera época. Estoy convencido de que conoces bien ese período de la vida de Hitler.
—Lo conozco bastante bien, sí —admitió Emily.
—Pues Herr Kirvov tiene pensado organizar una exposición de las pinturas de Hitler en el Ermitage, como una especie de complemento sugestivo. Hace poco tiempo adquirió otro óleo más no firmado. Él cree que lo pintó el propio Hitler y como es una pieza desconocida, Herr Kirvov desea incluirla en su muestra de pinturas de Hitler. Cree que debe hacer lo posible para autentificar todas las piezas de su exposición, pues ésta recibirá una gran atención por parte del público y la prensa. Me trajo la obra de Hitler para que le diera mi opinión. Yo la he analizado y, afortunadamente, por el estudio de las pinceladas y de otros pequeños detalles, puedo confirmar a Herr Kirvov que el óleo es realmente un original de Hitler. No obstante, aún queda un pequeño problema. Es un problema que tú quizá puedas resolver.
—No me puedo imaginar, profesor, que mi conocimiento sobre una obra de arte, sea de Hitler o de cualquier otro, pueda ni mínimamente compararse a la experiencia de Kirvov. De todos modos —se encogió de hombros—, ¿quién sabe? Mi padre y yo elaboramos un pequeño fichero de investigación y gráficos sobre la etapa artística de Hitler. —Emily tocó el brazo de Blaubach—. Desde luego estaría encantada de conocer al señor Kirvov.
El serio semblante de Blaubach expresó una mirada de satisfacción. Abrió rápidamente la puerta y condujo a Emily por el pasillo hasta una oficina adyacente. Estaba amueblada únicamente con una serie de armarios archivadores marrones a lo largo de una pared y una larga mesa de conferencias flanqueada por una docena de sillas, en el centro de la sala rectangular. En el extremo más alejado de la mesa estaba sentado un hombre fornido, de mediana edad, concentrado en un montón de fotografías. Al entrar Blaubach y Emily, el hombre echó hacia atrás inmediatamente su silla y se puso en pie de un salto, confundido.
Blaubach llevaba a Emily por el codo en dirección hacia él. —Herr Nicholas Kirvov —dijo Blaubach—, quiero presentaros a Fräulein Ashcroft, de Oxford, Inglaterra.
Emily dio un paso adelante enérgicamente y estrechó con cordialidad la mano extendida de Kirvov.
—Fräulein Ashcroft es una eminente historiadora de la Universidad de Oxford —prosiguió Blaubach—. Su especialidad, en los últimos años, ha sido la vida de Adolf Hitler. De hecho, está terminando una biografía de Hitler, y acaba de llegar a Berlín para algunas investigaciones de última hora.
–Su nombre me resulta familiar —dijo amablemente Kirvov—. Lo he visto impreso en los periódicos, incluso en la Unión Soviética.
—Siéntate, Emily —dijo Blaubach, acercándole una silla—. Usted también, Herr Kirvov. — Blaubach se arrellanó en una silla junto a Emily esperando que Kirvov se volviera a sentar—. Herr Kirvov, me he tomado ya la libertad de informar a Fräulein Ashcroft sobre la pintura de Hitler que usted está estudiando. Es una gran suerte tener a Fräulein Ashcroft en Berlín al mismo tiempo que a usted.
—Si hay algo que yo pueda hacer, señor Kirvov —interrumpió Emily—, estaría encantada de colaborar.
–Es usted muy amable, señorita Ashcroft.
A Emily le había gustado aquel hombre desde el primer momento. A pesar de su aspecto de campesino eslavo —como obra de arte era todo cuadrados y cubos: cabello castaño corto esquilado en línea recta, mandíbula cuadrada, anchos hombros cuadrados— le gustaban sus ojos. Emily juzgaba a menudo a los hombres por sus ojos. Eran oscuros, sensibles, casi tristes, y su boca era una boca de poeta.
—El profesor Blaubach me acaba de hablar de su pintura de Adolf Hitler —dijo Emily—. He de decirle que esto también me interesa a mí. ¿Cómo llegó a sus manos?
La pregunta de Emily animó a Kirvov. La impaciencia por comentar su hallazgo le iluminó el rostro.
—Tendré mucho gusto en contárselo —dijo él.
Y en seguida empezó a hablar a Emily de su colección de pinturas de Hitler, de la carta de un camarero de buque llamado Giorgio Ricci que quería autentificar un cuadro de Hitler que había comprado, de la visita de Ricci al Ermitage, de su propia adquisición del óleo de Hitler a cambio de un icono ruso.
—Y ahora —dijo Emily— quiere exponer esta nueva adquisición de Hitler en una muestra en el Ermitage.
—Sí. Poder incluirla sería, ¿cómo lo dicen ustedes?, una pluma en mi sombrero. Pero antes tengo que confirmar su autenticidad. Sabía que el profesor Blaubach es un famoso experto. Así que vine a Berlín oriental con el cuadro, con su radiografía y las de mis demás obras de Hitler, para enseñárselo.
—Sé que el profesor Blaubach ha autentificado su pintura —dijo Emily—. ¿Siguen habiendo problemas?
—Sí, hay uno —dijo Kirvov—. Le mostraré de qué se trata y quizás entonces pueda ayudarme.
Kirvov iba hablando mientras se acercaba a la pared, donde estaba reclinada la pintura cubierta con una funda de fieltro. Kirvov levantó del óleo la funda protectora que dejó ver la imagen de un edificio de piedra, grande y poco estético.
Kirvov sostuvo la pintura frente a Emily.
—Sin duda es un edificio oficial —dijo Kirvov—. No parece una residencia, ni siquiera un teatro de ópera o museo, como los que Hitler solía pintar en su juventud. La construcción sugiere un típico edificio oficial. ¿Está usted de acuerdo?
—Me inclino por lo mismo —asintió Emily.
—¿Cómo se autentifica una obra? —preguntó Kirvov, hablando más para sí mismo que para Emily o Blaubach—. Primero se somete a un análisis científico. Esto se ha hecho ya. Se intenta localizar su procedencia. Esto no lo hemos hecho. Y finalmente se necesita la identificación del motivo de la obra, si es posible. Si se conoce su ubicación, puede rebatirse el desafío de los críticos escépticos. —Kirvov deslizó de nuevo la pintura en la funda de fieltro y la puso sobre la mesa de conferencias—. Ése es mi problema, señorita Ashcroft. No sé cuál es el motivo de este cuadro ni dónde y cuándo fue pintado. Puedo situar los enclaves y los motivos de todas las obras de arte de Hitler que adquirí con anterioridad. Casi todo lo que dibujó o pintó en su juventud correspondía a su ciudad favorita, Linz, o a Viena o Munich. He repasado fotografías antiguas y dibujos de edificios de esas ciudades. Y esta construcción oficial no está en ninguna de ellas. —Su suave mirada se detuvo en los ojos de Emily—. Quizás usted sepa si Hitler pintó algo más en otros sitios.
—Lo hizo y no lo hizo —dijo Emily—. Cuando Hitler era soldado de infantería en la primera guerra mundial hizo algunos dibujos en el frente occidental, principalmente en Bélgica, pero ninguno de éstos se parecen a la obra que usted tiene. Me gustaría examinar también el cuadro para mi propia investigación. ¿Tiene usted alguna fotografía de la obra?
—Tengo muchas —dijo Kirvov tímidamente—. Hice copias para repartirlas como si fueran carteles de algún criminal famoso con el «Se Busca».
Introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un sobre rectangular. Extrajo de él una fotografía del cuadro de 12 x 18 y se la entregó a Emily.
Ésta examinó la fotografía de la obra.
—¿Sabe una cosa? Realmente parece uno de aquellos sombríos edificios oficiales que los nazis levantaron a toda prisa en Berlín a principios de los años treinta. Pero evidentemente no puede serlo. Hitler nunca pintó ninguno. Imagino que es un edificio oficial de alguna otra gran ciudad alemana. Déjeme examinarlo. Llamaré a mi secretaria a Oxford y haré que fotocopie nuestro archivo artístico de Hitler y también el archivo de edificios oficiales en las principales ciudades alemanas durante el Tercer Reich. Luego ya veremos. ¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted, señor Kirvov?
—De momento estoy en Berlín oriental. Pero tengo la intención de ir mañana a Berlín occidental para varios días. He planeado hacer algunas visitas... a edificios oficiales. Supongo que está usted en Berlín occidental, señorita Ashcroft.
—En el Kempinski.
—Yo me alojaré en el hotel Palace, no muy lejos, pues ya lo conozco de otras ocasiones.
Emily se levantó y guardó la fotografía en su bolso.
—Entonces le localizaré en el Palace en cuanto tenga mi archivo de fotos y lo haya examinado. Esperemos que haya suerte. Kirvov se había levantado de un salto.
—No sabe cómo se lo agradezco.
—Agradézcamelo sólo si le puedo servir de ayuda —dijo Emily sonriendo. El profesor Blaubach la acompañó hasta la puerta y la abrió, y bajando el tono de voz dijo: —Te lo agradezco mucho. En cuanto a tu solicitud, no la olvidaré. Veremos lo que podemos hacer.
Era ya media tarde cuando el Mercedes de alquiler la dejó frente a la entrada acristalada del Kempinski.
Después de dar las gracias a Peter Nitz, que se apeó delante de ella, Emily dijo al conductor Plamp:
—Si está disponible, necesitaría sus servicios de nuevo dentro de varios días.
Plamp, tocándose la visera de su gorra de plato, dijo:
—Estoy dispuesto a servirla en cualquier momento, Fräulein.
Emily se despidió de Nitz, luego entró apresuradamente en el hotel, y atravesó el vestíbulo en dirección al mostrador de recepción. Tenía muchas ganas de pedir la llave y de llegar a su habitación, desde donde podría telefonear a los excavadores que su padre había pensado emplear en Berlín occidental y llamar a Pamela Taylor, su secretaria en Oxford, para el asunto de Kirvov. El edificio de la pintura al óleo era uno de aquellos pequeños enigmas que siempre hacían más excitante una investigación.
—Suite 229 —dijo el conserje.
Éste se dirigió hacia ella con la llave y un papel.
—Señorita Ashcroft —dijo—, hay alguien esperándola.
—¿Alguien? —preguntó con extrañeza leyendo el mensaje anotado en el papel: «Señorita Ashcroft: Espero que disponga de un minuto para verme. He venido desde Los Angeles para conocerla. Estoy en el bar Bristol.» Lo firmaba un tal «Rex Foster», un nombre totalmente desconocido para ella.
Emily, algo confundida, se dio media vuelta y atravesó el largo vestíbulo hasta el salón de cócteles del hotel.
Se detuvo en la entrada del salón y echó una ojeada para ver quién había allí. No vio a ningún hombre solo esperándola. Había tres parejas, en diferentes partes de la sala, sentadas en butacas tapizadas de negro y copas sobre sus mesitas. Había dos mujeres sumidas en conversación; un hombre y una mujer de edad, que parecían un matrimonio, y dos personas más, un atractivo hombre en la treintena y una chica rubia, joven y guapa, sentados en una mesita junto a un antiguo y majestuoso piano Steinway. El hombre atractivo miró por encima de su pareja y se percató de la presencia de Emily. Murmuró algo a la rubia y se levantó.
Emily le miraba acercarse hacia ella, de prisa, a grandes zancadas.
Era aquél su inesperado visitante de California, se preguntó. «¡Qué hombre tan interesante!», pensó.
Ahora estaba junto a ella, con una sonrisa sesgada en su enjuto rostro.
—¿Es usted por casualidad, Emily Ashcroft? —preguntó.
—Sí, soy yo.
Él, señalando el mensaje que Emily tenía aún en la mano dijo:
—Si está buscando a Rex Foster, de Los Angeles, me temo que ya lo ha encontrado. Si no le va bien que nos veamos ahora, espero que podamos fijar otra cita. En cualquier caso, confío que no le haya molestado la intrusión.
Con la mirada fija en él, Emily decidió que no le había molestado en absoluto. Confiaba en que su cabello no estuviese alborotado ni su blusa arrugada. La presencia de ese hombre había logrado desvanecer rápidamente el rechazo automático que Emily sentía de entrada al conocer a un extraño, posiblemente algún pesado. Se dio cuenta de que su atracción hacia él había sido casi instantánea. Esta vez no eran solamente los intensos ojos marrones. Tenía al menos un metro ochenta y dos de altura y desde luego la sobrepasaba mucho, un revoltoso pelo negro, un semblante abrupto, la barbilla hendida, y un cuerpo delgado y atlético. Emily se dio cuenta de que ella había hecho ya lo que los hombres dicen hacer con las mujeres atractivas: le había desnudado mentalmente. Lo había hecho inconscientemente, y estaba maravillada de su locura.
Para disimular sus pensamientos y su inseguridad, Emily se mostró brusca de una manera poco natural.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted, señor Foster?
—Lo ideal sería que pudiéramos charlar un momento aquí mismo. Pero si usted tiene el tiempo justo, podemos dejarlo para luego, cuando le vaya bien.
Sus sentimientos instintivos afloraron a la superficie. No quería dejarle para después. Quería estar con él, aquí y ahora, y quería saber cosas sobre él y sobre el interés que tenía en ella.
—Ahora... tengo un momento —dijo prudentemente.
—Maravilloso. Tal vez sería mejor que se sentara y tomara una copa con nosotros —dijo Foster indicando a su rubia acompañante—. Así podré explicárselo todo.
Emily se fijó en la persona que esperaba y por un momento se le heló el corazón. La muchacha de la melena rubia era más joven que ella, y desde luego más guapa. ¿Su esposa? ¿Su amante? ¿Su ligue en Berlín?