Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
—Brennan, por favor, te suplico que hables americano —dice Berko—. ¿Qué coño quieres?
—Quiero una historia —dice Brennan—. ¿Qué voy a querer? Y sé que nunca les sonsacaré una a ustedes, a menos que despeje el aire. Así pues, que conste en acta. —Y nuevamente se amarra a sí mismo al timón de su versión Holandés Errante de la lengua materna—. Carezco de la intención de deshacer o desdecirme de nada. Inflijan sufrimiento a esta cabeza grotescamente grande que tengo, por favor, pero me ratifico en lo que escribí, hasta la última palabra, y hasta el día de hoy. Era preciso y contaba con apoyos y fuentes. Y, sin embargo, no me importa decirles que todo aquel asunto desafortunado me dejó un mal sabor de boca…
—¿Era el sabor de tu culo? —sugiere Landsman en tono jovial—. Tal vez te has estado mordiendo a ti mismo.
Brennan continúa navegando descabelladamente. Landsman tiene la impresión de que el
goy
lleva tiempo preparando este discurso. Que tal vez ha estado esperando de Berko algo más que una historia.
—Ciertamente fue bueno para mi carrera, por llamarla de algún modo. Durante unos años. Me impulsó desde el culo del mundo, y perdonen la expresión, hasta Los Ángeles, Salt Lake, Kansas City. —Mientras enumera las estaciones de su declive, la voz de Brennan se vuelve más débil y suave—. Spokane. Pero sé que fue algo doloroso para usted y para su familia, detective. Y por eso, si me lo permite, me gustaría ofrecer mis disculpas por el dolor que causé.
Justo después de las elecciones que llevaron a la administración actual a su primer mandato, Dennis J. Brennan escribió una serie de artículos para su periódico. En ellos presentaba, con un grado meticuloso y obstinado de detalle, la sórdida historia de corrupción, prevaricación y tejemanejes inconstitucionales que había protagonizado Hertz Shemets a lo largo de cuarenta años en el FBI. Se cerró el programa
COINTELPRO
, sus asuntos fueron transferidos a otros departamentos y al tío Hertz lo mandaron directo a la jubilación y el deshonor. A Landsman, a quien nunca le escandalizaba nada, le resultó duro salir de la cama durante los dos primeros días después de que se publicara el primer artículo. Había sabido tan bien como todo el mundo e incluso mejor que la mayoría que su tío tenía graves defectos como persona y como agente de la ley. Pero si querías ponerte a buscar las razones de que un chaval se convirtiera en
noz
, casi nunca valía la pena buscar en otro lugar que en las ramas contiguas del árbol familiar. Aun con sus defectos, el tío Hertz era un héroe para Landsman. Listo, duro, infatigable, paciente, metódico y seguro de sus acciones. Y si su voluntad de saltarse los trámites, su mal genio y su falta de transparencia no lo convertían en un héroe, estaba claro que sí lo convertían en un
noz
.
—Voy a decir esto con mucha amabilidad, Dennis —dice Berko—. Porque eres un buen tipo. Trabajas duro, no escribes mal y eres el único tipo que conozco que deja a mi compañero hecho un tendedero: vete a la mierda.
Brennan asiente.
—Ya me imaginaba que diría usted eso —replica en tono triste y en americano.
—Mi padre es un puto ermitaño —dice Berko—. Es un champiñón, vive debajo de un tronco con las tijeretas y esas cosas que trepan. Por muy mal que hiciera las cosas, solamente estaba haciendo lo que él creía que era bueno para los judíos, y ¿sabes lo que tiene eso de jodido? Que él
tenía razón
, porque mira ahora el marrón de cojones en el que estamos metidos sin él.
—Por Dios, Shemets, odio oír eso. Y odio pensar que un artículo que yo escribí tenga nada que ver con… que llevara de ninguna forma a… la terrible situación en la que ahora os encontráis los
yids
… Ah, a la mierda. Olvídenlo.
—Vale —dice Landsman. Vuelve a agarrar a Berko de la manga—. Vámonos.
—Eh… ah, sí. ¿Y adónde van entonces? ¿Qué plan hay?
—Pues a combatir el crimen —dice Landsman—. Igual que la última vez que te dejaste caer por aquí.
Pero ahora que se ha quitado el peso de encima, el sabueso que Brennan lleva dentro puede oler algo en Berko y en Landsman. Tal vez lo ha podido oler en ellos a una manzana de distancia, o lo ha podido ver a través del cristal, una ligera renquera en el paso rotundo de Berko, un kilo extra de carga en los hombros de Landsman. Tal vez toda la cantinela de la disculpa no ha sido más que una preparación para la pregunta que trae a remolque, en su lengua nativa, simple y desnuda:
—¿Quién ha muerto?
—Un
yid
en apuros —le dice Berko—. Menuda novedad.
Dejan a Brennan plantado delante del Front Page, con su corbata golpeándole en la frente como si fuera la palma de una mano acongojada, caminan hasta la esquina de Seward y bajan por Peretz, después giran pasado el Teatro Palatz, al abrigo de la colina de Baranof Castle, y llegan a una puerta negra, situada en una fachada de mármol negro y provista de un enorme ventanal pintado de negro.
—No hablarás en serio —dice Berko.
—En quince años no he visto nunca a otro
shammes
en el Vorsht.
—Son las nueve y media de la mañana de un viernes, Meyer. Ahí dentro no hay más que ratas.
—No es verdad —dice Landsman. Lleva a Berko hasta una puerta lateral y da un par de golpecitos en ella con los nudillos—. Siempre me he imaginado que este sería el lugar indicado para planear mis fechorías, si alguna vez me encontraba con fechorías que necesitaran ser planeadas.
La pesada puerta de acero se abre con un gruñido y revela a la señora Kalushiner, ataviada para ir al
shul
o a trabajar al banco, con un vestido chaqueta gris y zapatos de salón negros, y con el pelo recogido con rulos de goma espuma de color rosa. En la mano lleva un vaso de plástico lleno de un líquido que parece café o tal vez zumo de ciruela. La señora Kalushiner masca tabaco. El vaso es su fiel compañero, si no el único.
—Usted —dice haciendo una mueca como si acabara de chupar cera de oreja de un dedo.
Luego, a su modo refinado, escupe dentro del vaso. Siguiendo un hábito lleno de sabiduría, echa un largo vistazo a un lado y al otro del callejón para comprobar qué clase de problemas han traído consigo. Lleva a cabo un examen rápido y brutal del indio gigante con
yarmulke
que quiere entrar en su local comercial. En el pasado, la gente que Landsman ha traído aquí, a esta hora del día, han sido siempre
shtinkers
temblorosos y de mirada apocada, como Benny «Shpilkes» Plotner y Zigmund Landau, el Heifetz de los Confidentes. Nadie ha tenido nunca menos pinta de
shtinker
que Berko Shemets. Y con todo el respeto al gorrito y los flecos, no hay forma de que pueda ser un intermediario o un mafioso callejero de baja estofa, no con esa jeta de indio. Cuando después de una meticulosa reflexión no consigue meter a Berko dentro de su taxonomía de delincuentes, la señora Kalushiner escupe dentro de su vaso. Luego vuelve a mirar a Landsman y suspira. Por una parte, le debe diecisiete favores a Landsman; pero por la otra, tendría que darle un puñetazo en la barriga. Se hace a un lado y los deja pasar.
El lugar está tan vacío como un autobús urbano fuera de servicio y huele el doble de mal. Alguien ha aparecido hace poco con un cubo de lejía para añadirle algunas notas agudas a la continua línea de bajos de sudor y urinarios del Vorsht. La nariz atenta también puede detectar, por encima o por debajo de todo, el olor a forro de abrigo de los billetes de dólar gastados.
—Siéntense aquí —dice la señora Kalushiner sin indicar dónde le gustaría que se sentaran.
Las mesas redondas que abarrotan el escenario están provistas de una cornamenta de sillas colocadas patas arriba. Landsman le da la vuelta a un par de ellas y él y Berko se sientan bien lejos del escenario, junto a la puerta principal provista de gruesos cerrojos. La señora Kalushiner deambula hasta la trastienda, y la cortina de cuentas tintinea detrás de ella haciendo un ruido como de dientes sueltos detrás de un cubo.
—Menudo encanto —dice Berko.
—Es un amor —admite Landsman—. Solo viene aquí por las mañanas. De esa forma nunca tiene que ver a la clientela.
El Vorsht es el lugar donde los músicos de Sitka van a beber, después del cierre de los teatros y de los demás clubes. Ya muy pasada la medianoche aparecen todos apiñados, con nieve en los sombreros, con lluvia en los puños, abarrotan el pequeño escenario y se matan entre ellos con clarinetes y violines. Como suele pasar cuando se reúnen los ángeles, atraen a un séquito de demonios: gángsters,
ganefs
y mujeres desafortunadas.
—No le gustan los músicos.
—Pero si su marido era… Ah, ya lo entiendo.
Hasta su muerte, Nathan Kalushiner era el propietario del Vorsht y el rey del clarinete soprano en
do
. Le gustaba el juego, era yonqui y un muy mal hombre en muchos sentidos, pero tocaba su instrumento como si tuviera dentro un
dybbuk.
Landsman, amante de la música, solía cuidar al pequeño
shkotz
chiflado y trataba de sacarlo de las situaciones feas en que a Kalushiner lo metían su mal juicio y su alma corrompida. Hasta que un día Kalushiner desapareció, junto con la mujer de un
shtarker
ruso muy conocido, y no le dejó a la señora Kalushiner nada más que el Vorsht y la buena voluntad de sus acreedores. Varias partes de Nathan Kalushiner, aunque no su clarinete soprano en
do
, aparecerían poco después flotando bajo los muelles de Yakovy.
—¿Y ese era el perro del tipo? —dice Berko señalando al escenario.
En el lugar donde Kalushiner solía ponerse a tocar todas las noches hay un chucho medio terrier de pelo rizado, blanco con manchas marrones y una sombra negra alrededor de un ojo. Está sentado sin hacer nada, con las orejas enhiestas, como si estuviera escuchando el eco de alguna voz o música dentro de su cerebro. Una cadena floja lo conecta con una argolla metálica que hay en la pared.
—Ese es Hershel —dice Landsman. Hay algo doloroso en el semblante paciente del perro, en su aire canino de resistencia tranquila. Landsman aparta la vista—. Lleva cinco años en ese mismo sitio.
—Qué conmovedor.
—Supongo que sí. Para ser sincero, ese bicho me pone los pelos de punta.
La señora Kalushiner reaparece trayendo un cuenco de metal lleno de tomates y pepinillos encurtidos, una cesta de panecillos con semillas de amapola y un cuenco de crema agria. Todo en equilibrio sobre su brazo izquierdo. La mano derecha, por supuesto, sostiene la escupidera de plástico.
—Qué encurtidos tan deliciosos —sugiere Berko, y cuando eso no lo lleva a nada, prueba con—: Qué perro tan majo.
Lo conmovedor, piensa Landsman, es el esfuerzo que Berko Shemets siempre está dispuesto a hacer para empezar una conversación con alguien. Cuanto más se cierra la gente en sí misma, más empeño le pone el viejo Berko. Ya le pasaba cuando era un chaval. Ya tenía esa misma ansiedad por comunicarse con la gente, en especial con su primo envasado al vacío Meyer.
—Un perro es un perro —dice la señora Kalushiner.
Deja los encurtidos y la crema agria dando un golpe en la mesa, deja caer la cesta de panecillos y se retira al almacén en medio de otro estruendo de cuentas.
—Necesito pedirte un favor —dice Landsman sin apartar la mirada del perro, que se ha postrado en el escenario sobre sus articulaciones artríticas y ahora está tumbado con la cabeza apoyada en las patas—. Y tengo una gran confianza en que me digas que no.
—¿Ese favor tiene algo que ver con la «resolución efectiva»?
—¿Te estás burlando del concepto?
—No hace falta —dice Berko—. El concepto se burla de sí mismo. —Saca un tomate encurtido del plato, lo moja en la crema agria y se lo mete limpiamente en la boca con la punta de un dedo. Frunce la cara con gesto de placer al sentir el chorro amargo resultante de pulpa y salmuera—. Bina tiene buen aspecto.
—A mí me ha parecido que lo tenía.
—Un poco machorra.
—Siempre lo dijiste.
—Bina, Bina. —Berko niega con la cabeza con un gesto lúgubre que consigue al mismo tiempo parecer cariñoso—. En su vida anterior debió de ser una veleta.
—Creo que te equivocas —dice Landsman—. Tienes razón, pero te equivocas.
—Me estás diciendo que Bina no es una arribista.
—No estoy diciendo eso.
—Lo es, Meyer, y siempre lo ha sido. Es una de las cosas que siempre me han gustado de ella. Bina es una chica espabilada. Es dura. Es política. Se la considera leal, y en dos direcciones, hacia arriba y hacia abajo, y eso es muy difícil de conseguir. Está hecha para ser inspectora. En cualquier fuerza policial y en cualquier país del mundo.
—Fue la primera de su clase —dice Landsman—. En la academia.
—Pero tú sacaste una puntuación más alta en el examen de entrada.
—Vaya, pues sí —dice Landsman—. Es verdad. ¿Lo he mencionado alguna vez?
—Hasta los jefes de policía americanos son lo bastante listos como para fijarse en Bina Gelbfish —dice Berko—. Si está intentando asegurarse de que hay un sitio para ella en la fuerza policial de Sitka después de la Revocación, no la voy a culpar por eso.
—Lo que dices está claro —dice Landsman—. Pero no me lo trago. No es por eso que ha cogido este trabajo. O bien no es la única razón.
—Entonces, ¿por qué?
Landsman se encoge de hombros.
—No lo sé —admite—. Tal vez se le han acabado las cosas por hacer que tienen sentido.
—Confío en que no. De lo contrario, lo próximo que sabremos es que ha vuelto contigo.
—Dios no lo quiera.
—Qué horror.
Landsman finge escupir tres veces por encima del hombro. Luego, justo cuando se está preguntando si esa costumbre tiene algo que ver con la costumbre de mascar tabaco, la señora Kalushiner regresa arrastrando los enormes grilletes de su vida.
—Tengo huevos duros —dice en tono amenazador—. Tengo bagels. Y tengo pierna en gelatina.
—Solo algo para beber, señora K. —dice Landsman—. ¿Berko?
—Agua con gas —dice Berko—. Con un chorrito de lima.
—Le conviene comer —le dice ella. Y no es una conjetura.
—¿Por qué no? —dice Berko—. Muy bien, tráigame un par de huevos.
La señora Kalushiner se vuelve hacia Landsman y este siente la mirada de Berko sobre él, desafiándolo a pedir un
slivovitz
y esperando que lo haga. Percibe la fatiga de Berko, su impaciencia y su irritación hacia Landsman y sus problemas. Ya viene siendo hora de que rehaga su vida, ¿no? De que encuentre algo por lo que merezca la pena vivir y se ponga a ello.