El sindicato de policía Yiddish (34 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Tiene lógica que lo quieran poner en algún sitio remoto —dice Spiro—. Hay mucha vergüenza de por medio.

—No lo sabía —dice Landsman—. No es fácil conseguir permiso para montar un negocio judío de ninguna clase al otro lado de la Línea Divisoria. Ni siquiera un negocio humanitario como ese.

—Como ya le he dicho —dice Kitka—. Solo he oído cuatro cosas. Probablemente sean mentira.

—Qué raro —dice Spiro. Vuelve a estar en el mundo del expediente, pasando páginas hacia delante y hacia atrás.

Landsman dice:

—Dígame qué es raro.

—Bueno, estoy revisando esto, ¿y sabe qué es lo que no veo? No veo el plan de vuelo de ella de… del viaje fatídico. El de vuelta de Yakovy a Sitka. —Saca su
shoyfer
, pulsa dos teclas y espera—. Sé que rellenó uno. Recuerdo haberlo visto. ¿Bella? Soy Spiro. ¿Estás ocupada? Ajá. Bueno. Escucha. ¿Puedes comprobarme una cosa? Necesito que saques un plan de vuelo del ordenador. —Le da a la controladora de guardia el nombre de Naomi y la fecha y la hora de su último vuelo—. ¿Puedes mirármelo? Sí.

—¿Conocía usted a mi hermana, señor Kitka? —dice Landsman.

—Se puede decir que sí —dice Kitka—. Me dio un buen rapapolvo una vez.

—Pues ya somos dos —dice Landsman.

—Eso es imposible —dice Spiro con voz tensa—. ¿Puedes volver a mirarlo?

Ahora ninguno dice nada. Los dos se limitan a mirar cómo Spiro escucha a Bella al otro lado de la línea telefónica.

—Algo no es correcto, Bella —dice Spiro por fin—. Voy ahora mismo.

Cuelga, con cara de que su estupendo filete ha empezado a mostrarse en desacuerdo con él.

—¿Qué pasa? —dice Landsman—. ¿Qué problema hay?

—No puede encontrar el plan de vuelo en el ordenador. —Se pone de pie y junta todas las páginas desperdigadas del expediente de Naomi—. Pero sé que eso es imposible, porque aquí en el informe del choque sale el número de referencia. —Se detiene—. O no.

Vuelve a pasar hacia delante y hacia atrás las páginas mecanografiadas a un solo espacio del grueso fajo sujeto con un clip que contiene los resultados de la investigación que hizo la AFA del encuentro fatal de Naomi con la ladera noroeste del monte Dunkelblum.

—Alguien ha manipulado este expediente —dice por fin, de mala gana al principio, con la boca pequeña como una ranura. A medida que la conclusión se extiende por su mente, él se relaja. Se distiende—. Alguien con peso.

—Peso —dice Landsman—. ¿La clase de peso que hace falta, por ejemplo, para que te den permiso para construir un centro de rehabilitación judío en tierra de la BIA?

—Demasiado peso para mí —dice Spiro. Cierra de un golpe la portada del expediente y se lo guarda debajo del brazo—. No puedo estar más tiempo aquí contigo, Landsman. Lo siento. Gracias por el filete.

Cuando ya se ha ido, Landsman saca su móvil y marca un número precedido del código de área de Alaska. Cuando la mujer al otro lado de la línea contesta, él dice:

—Wilfred Dick.

—Dios bendito —dice Kitka—. Tenga cuidado.

Pero Landsman solo consigue que lo pongan con un sargento de guardia.

—El inspector no está —dice el sargento—. ¿De qué se trata?

—¿Tal vez ha oído usted algo, no sé, sobre un centro de rehabilitación que hay en el estrecho de Peril? —dice Landsman—. ¿Médicos barbudos?

—¿Beth Tikkun? —dice el sargento pronunciándolo como si fuera el nombre de una chica americana cuyo apellido rimara con la palabra inglesa
chicken
—. Lo conozco.

Su tono de voz sugiere que el hecho de conocerlo no le ha reportado ninguna felicidad y no es probable que se la reporte en un futuro próximo.

—Puede que quiera hacer una pequeña visita al lugar —dice Landsman—. Por ejemplo, mañana. ¿Cree usted que habría algún problema?

No parece que el sargento pueda encontrar ninguna respuesta adecuada a esa pregunta en apariencia tan simple.

—Mañana —dice por fin.

—Sí, se me ha ocurrido que podría ir allí en avioneta. Echar un vistazo a las instalaciones.

—Ajá.

—¿Qué problema hay, sargento? Ese Beth Tikkun, ¿es un lugar honrado y respetable?

—Eso es cuestión de opiniones —dice el sargento—. Y el inspector Dick no nos deja tener opiniones. No se preocupe, ya le diré que ha llamado.

—¿Tiene usted una avioneta, Rocky? —dice Landsman cortando la llamada con el dedo corazón.

—La perdí —dice Kitka—. En una partida de póquer. Así es como he llegado a trabajar para un judío.

—Sin ánimo de ofender.

—Eso es —dice Kitka—. Sin ánimo de ofender.

—Así pues, digamos que yo quisiera hacer una visita a ese templo de curación que hay en el estrecho de Peril.

—Mañana tengo una recogida —dice Kitka—. En la bahía de Freshwater. Podría desviarme un poco a la derecha de camino a allí. Pero no pienso quedarme esperando con el taxímetro en marcha. —Le dedica una sonrisa de dientes de castor—. Y le costaría a usted mucho más que un bistec.

29

Un trecho de hierba, un broche verde sujeto con un alfiler a una enorme capa negra de abetos a la altura de la clavícula de una montaña. Y en el centro del claro, un puñado de edificios vestidos con listones marrones se extienden de forma radial a partir de una fuente circular, conectados por senderos y separados por trechos acolchados de césped y gravilla. Un campo de deportes en el extremo más alejado, con líneas trazadas para jugar al fútbol y rodeado por una pista ovalada de atletismo. El lugar tiene atmósfera de internado, de academia perdida en el campo para jóvenes adinerados y díscolos. Media docena de hombres dan vueltas a la pista de atletismo vestidos con pantalones cortos y sudaderas con capucha. Otros están sentados o tumbados boca abajo en el centro del campo, haciendo estiramientos antes de los ejercicios, piernas y brazos, ángulos con el suelo. Un alfabeto de hombres desperdigados sobre una página verde. Cuando la avioneta inclina un ala sobre el campo de deportes, las capuchas de las sudaderas apuntan a su fuselaje como si fueran bocas de cañones antiaéreos. Desde el cielo es difícil estar seguro, pero en opinión de Landsman, los hombres se mueven y están de pie y estiran sus piernas largas y pálidas como jóvenes de salud excelente. De los pliegues del bosque sale otro tipo, vestido con un mono de trabajo oscuro. Sigue la parábola del Cessna, con el codo derecho doblado y la mano frente a la cara, dando la voz: «Tenemos compañía». Más allá del bosque, Landsman capta un destello de verde lejano, un tejado, una serie de bultos blancos dispersos que podrían ser montones de nieve.

Kitka forcejea con la avioneta hasta hacerla girar con un estremecimiento y un traqueteo y gemido, de tal manera que primero caen en barrena del cielo, luego de forma gradual y por fin se posan en el agua con un último golpe sordo. Es posible que el gemido haya salido de Landsman.

—Nunca pensé que diría esto —dice Kitka mientras el motor Lycoming se para y les permite oír sus propios pensamientos—. Pero seiscientos dólares no parecen suficientes.

A media hora de Yakovy, Landsman ha decidido animar su viaje con una generosa dosis de vómito. La avioneta se ha visto plagada por el olor a veinte años de carne de alce podrida, y Landsman por los remordimientos de haber roto su promesa, hecha después de la muerte de Naomi, de boicotear los trayectos en avionetas de pequeño tamaño. Con todo, el despliegue de vómito provocado por el vuelo resulta toda una hazaña, teniendo en cuenta lo poco que ha comido Landsman en los últimos días.

—Lo siento, Rocky —dice Landsman intentando levantar la voz de sus calcetines—. Supongo que todavía no estaba preparado para volver a volar.

La última vez que Landsman viajó por aire fue con su hermana en el Super Cub de esta y sin problemas. Pero aquel era un buen aparato, y Naomi era una piloto experta, y hacía buen tiempo, y Landsman estaba borracho. Esta vez se ha arriesgado a subir al cielo en un amargo estado de sobriedad. Tres cafeteras de café malo de motel le han crispado el sistema nervioso. Ha volado a la merced conjunta de una ventolera procedente del Yukon y de un mal piloto, cuya cautela lo volvía temerario y cuya inseguridad lo volvía osado. Landsman ha hecho el trayecto meciéndose en la cincha de lona del viejo y ajado 206 que la dirección de Turkel Regional Airways ha tenido a bien dejar en manos de Rocky Kitka. La avioneta retumbaba y experimentaba sacudidas y temblaba. A Landsman se le han soltado todos los tornillos y tuercas del esqueleto, y la cabeza le ha girado del todo hacia atrás, y los brazos se le han caído, y los ojos se le han quedado en blanco bajo el calefactor de la cabina. En algún lugar por encima de las montañas de Moore, la promesa de Landsman se ha vuelto contra él.

Kitka abre la portezuela y salta con la cuerda de amarre sobre el muelle de hidroaviones. Landsman baja dando tumbos de la cabina a los plafones de madera de cedro descolorida. Permanece allí de pie parpadeando, tambaleándose, respirando bocanadas hondas del aire local con su olor áspero a agujas de pino y a algas arrastradas por la marea. Se endereza la corbata y se recoloca el sombrero en la cabeza.

El estrecho de Peril es un embrollo de barcos, un surtidor de fuel y una hilera de casas curtidas por los elementos y de la misma gama de colores que un motor oxidado. Las casas están acurrucadas sobre sus postes como señoras de piernas flacas. Un tramo ruinoso de paseo marítimo entarimado asoma por entre las casas antes de seguir deambulando hasta las rampas de las embarcaciones para tumbarse allí. Todo parece estar sujeto por ovillos de soga, rollos enredados de hilo de pescar y retales de red de arrastre con flotadores costrosos enredados. La aldea entera podría no ser nada más que madera y alambres arrastrados por el mar, los desechos flotantes de la inundación de un pueblo lejano.

El muelle de hidroaviones parece no tener nada que ver con el paseo entarimado ni con la aldea del estrecho de Peril. Es sólido, está bien construido, parece nuevo y es de cemento blanco y vigas pintadas de gris. Presume de ingeniería y de cubrir las necesidades logísticas de hombres adinerados. Por el extremo de la orilla, termina en una cancela de acero. Más allá de la cancela, alguien ha sobrehilado colina arriba una escalera metálica en espiral que asciende hasta un claro que hay en lo alto. Junto a la escalera, un raíl sube la colina en perpendicular, con una plataforma provista de barandillas para elevar lo que no puede subir por las escaleras. Un letrerito metálico atornillado a la barandilla del muelle dice «
CENTRO DE REPOSO BETH TIKKUN
» en yiddish y en americano, y debajo, en americano, «
PROPIEDAD PRIVADA
». Landsman fija la mirada sobre los caracteres yiddish. En este rincón salvaje de la isla de Baranof tienen un aspecto feo y fuera de lugar, una reunión de pequeños policías yiddish bamboleantes con trajes negros y sombreros de fieltro.

Kitka llena su sombrero Stetson de agua de un grifo que hay instalado en un poste del muelle y lo vacía en el interior de su avioneta, un sombrero lleno de agua no potable detrás de otro. A Landsman le mortifica haber hecho necesaria esta tarea, pero Kitka y el vómito parecen ser viejos amigos, y el hombre nunca pierde del todo la sonrisa. Usando el borde de una guía plastificada para observadores de ballenas y peces de Alaska, Kitka restriega un compuesto de vómito y agua de sal de la portezuela de la cabina. Enjuaga la guía para observadores y la agita. Luego permanece de pie en la puerta, colgando del arco con una mano, y se queda mirando el muelle donde está Landsman. Las olas golpean los pontones del Cessna y los postes. El viento que viene del río Stikine zumba en los oídos de Landsman. Le agita el ala del sombrero. En la aldea, una mujer habla con voz fuerte y entrecortada, echándole una bronca a su hijo o a su marido. A continuación se oyen los ladridos paródicos de un perro.

—Supongo que saben que viene usted —dice Kitka—. La gente de ahí arriba. —Su sonrisa se vuelve avergonzada y se estrecha hasta convertirse en un mohín—. Supongo que nos hemos asegurado de ello.

—Ya le he hecho a alguien una visita sorpresa esta semana. Y no ha ido muy bien —dice Landsman. Se saca la Beretta del bolsillo, saca el cargador y comprueba la recámara—. Dudo que puedan estar realmente sorprendidos.

—¿Sabe usted quiénes son? —dice Kitka, mirando el
sholem
.

—No —dice Landsman—. No lo sé. ¿Y tú?

—En serio, colega —dice Kitka—. Si lo supiera, se lo diría. Aunque me haya vomitado en la avioneta.

—Sean quienes sean —dice Landsman, volviendo a encajar el cargador—, creo que es posible que hayan matado a mi hermana pequeña.

Kitka rumia sobre esta declaración como si estuviera buscando sus puntos débiles o lagunas.

—Yo tengo que estar en Freshwater sobre las diez —dice dándoselas de compungido.

—Ya —dice Landsman—, lo entiendo.

—Si no fuera por eso, colega, le apoyaría totalmente.

—Eh, venga. ¿Qué estás diciendo? Este no es tu problema.

—Sí, pero hablamos de Naomi. Aunque menuda pieza estaba hecha.

—Dímelo a mí.

—En realidad, nunca le caí del todo bien.

—Tenía cambios de humor —dice Landsman, volviendo a meterse la pistola en el bolsillo de la chaqueta—. A veces.

—Muy bien, pues —dice Kitka, dándole una patada a un charco que hay dentro de su avioneta para sacar el agua con la punta de una bota Roper—. Eh, escuche. Tenga cuidado.

—La verdad es que no sé cómo se hace eso —admite Landsman.

—Entonces tenían eso en común —dice Kitka—. Usted y su hermana.

Landsman baja repiqueteando por el muelle y prueba el pomo de la cancela de acero, solamente para divertirse. Luego tira su mochila al otro lado de la cancela y trepa por la reja detrás de ella. Mientras está pasando por encima de la cancela, se le engancha un pie en los barrotes de la reja. Se le cae el zapato. Pierde el equilibrio y se cae del otro lado, aterrizando con un ruido sordo y carnoso. Se muerde la lengua y le sale un chorro salado de sangre. Se sacude el polvo de encima y echa un vistazo atrás para asegurarse de que Kitka lo ha visto todo. Landsman saluda con la mano para mostrar que no le ha pasado nada. Al cabo de un momento Kitka le devuelve el saludo. Cierra la portezuela de la avioneta. El motor se despierta con un chasquido. La hélice se desvanece en el brillo oscuro de sus propias revoluciones.

Landsman emprende el largo ascenso hasta lo alto de la escalera. En todo caso, ahora todavía está en peor forma que cuando intentó conquistar la escalera del edificio de apartamentos de los Shemets el viernes por la mañana. La noche anterior la ha pasado despierto sobre el fardo rígido y áspero de un colchón de motel. Hace dos días le dispararon y le golpearon sobre la nieve. Está dolorido. Le cuesta respirar. Siente alguna clase de dolor misterioso en una costilla y otro en la rodilla izquierda. Tiene que pararse una vez, a media subida, para fumar un cigarrillo vehemente. Se gira para mirar cómo el Cessna se adentra bamboleándose y zumbando en las nubes bajas de la mañana, abandonando a Landsman a lo que ahora le parece un destino solitario.

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