Aquí, las emociones de cada cual pueden verse grandemente comprometidas, hasta el punto de creer que uno o el otro punto de vista
debe
de ser así, lo sea o no. En apariencia, sin daros cuenta, una vez se empieza a pensar de esta forma, nos apoyamos un poco demasiado en los datos.
Supongamos que se es en extremo partidario del medio ambiente (mucho más de como yo lo soy). La herencia se convierte en una fruslería. Cualquier cosa que se herede lo cambiará por la influencia del medio ambiente y lo pasará a sus hijos, que a su vez lo cambiarán de nuevo, y así indefinidamente. Esta noción de extrema plasticidad de los organismos se denomina «la herencia de las características adquiridas».
El biólogo austriaco Paul Kammerer (1880-1926) creía en la herencia de las características adquiridas. Mientras trabajaba, a partir de 1918, con salamandras y sapos, trató de demostrar todo esto. Por ejemplo, existen algunas especies de sapos en los que el macho tiene coloreadas de oscuro las almohadillas de las patas. El sapo partero no tiene esta característica, pero Kammerer intentó introducir condiciones de medio ambiente que originasen que el macho de sapo partero desarrollara esas almohadillas de las patas de color oscuro, aunque no lo hubiese heredado.
Alegó haber conseguido tales sapos parteros, y los describió en sus artículos, pero no dejó que fuesen examinados de cerca por los demás científicos. Algunos de los sapos parteros, sin embargo, fueron al fin conseguidos por los científicos y las almohadillas de las patas demostraron haber sido oscurecidas con tinta china. Presumiblemente, Kammerer se había visto llevado a esto a través de lo extremado de su deseo de «probar» su caso. Después de haber sido desenmascarado, se suicidó.
Existen igualmente fuertes tendencias a probar lo inverso: demostrar que la inteligencia de uno, por ejemplo, se transmite a través de la herencia, y que puede hacerse muy poco por medio de la educación y de un tratamiento civilizado para hacer una lumbrera de una persona más bien estúpida.
Esto tendería a establecer la estabilidad social en beneficio de aquellos de los tramos superiores de la escala económica y social. Ello confiere a las clases superiores la cómoda sensación de que aquellos de sus colegas humanos que se encuentran entre el barro, se hallan allí a causa de sus propias fallas heredadas y que no resulta necesario hacer demasiado por ellos.
Un psicólogo que tuvo mucha influencia en esta clase de punto de vista fue Cyril Lodowic Burt (1883-1971). Perteneciente a las clases superiores inglesas, educado en Oxford, dando clases tanto en Oxford como en Cambridge, se dedicó a estudiar el CI de los hijos y los relacionó con aquellos otros CI del
status
ocupacional de los padres: altos profesionales, bajas profesiones, clérigos, mano de obra especializada, mano de obra semi-especializada, mano de obra sin cualificar.
Descubrió que los CI se adecuaban perfectamente con todas estas profesiones. Cuando más bajo se encontraba el padre en la escala social, más bajo era el CI del hijo. Parecía una perfecta demostración de que la gente debería saber cuál era su lugar. Puesto que Isaac Asimov era hijo de un tendero, Isaac Asimov debía esperar (como promedio) que sería también un tendero y no aspirar a competir con sus superiores.
Después de la muerte de Burt, sin embargo, se alzaron dudas referentes a estos datos. Hubo claras sospechas respecto de que había alterado la estadística.
Las sospechas fueron cada vez más en aumento y, el 29 de setiembre de 1978, apareció, en un número de
Science,
un artículo titulado «El asunto de Cyril Burt: Nuevos descubrimientos», por D. D. Dorfman, profesor de Psicología de la Universidad de Iowa. En la propaganda del artículo podía leerse: «Se demuestra que el eminente británico, más allá de cualquier duda razonable, fabricó los datos sobre CI y clase social.»
Y así es. Burt, al igual que Kammerer, deseaba creer algo, por lo que inventó los datos que lo demostrasen. Por lo menos, ésa es la conclusión a la que llega el profesor Dorfman.
Mucho antes de que tuviese cualquier tipo de sospecha de una infracción efectuada por Burt, había escrito un ensayo titulado «Pensando acerca de pensar» (véase
Planet that wasn't
«Doubleday», 1976), en donde denuncié las pruebas de CI, y expresé mi desaprobación respecto de esos psicólogos que pensaban que las pruebas de CI eran lo suficientemente buenas como para determinar cosas tales como una inferioridad racial.
Un psicólogo británico en la vanguardia de esta investigación de CI, vio el ensayo tras mostrárselo su hijo y se puso furioso. El 25 de setiembre de 1978, me escribió una carta en que insistía respecto de que las pruebas de CI eran, culturalmente, justas, y que los negros se encontraban doce puntos por debajo de los blancos, incluso cuando eran similares las oportunidades de medio ambiente y de educación. Me sugirió que me limitase a las cosas que conocía.
Para cuando recibí la carta, ya había visto el artículo de Dorfman en
Science,
y noté que el psicólogo que me había escrito, había defendido fuertemente a Burt en
McCarthyite character assassination.
Aparentemente, también había descrito a Burt como «un mortífero crítico del trabajo de otras personas, cuando éste se aparta en cualquier forma de los mayores niveles de exactitud y consistencia lógica», y que «podía hacer trizas cualquier cosa de poca calidad o inconsistente». En otras palabras, se entreveía que Burt no sólo era deshonesto, sino que era un hipócrita en cualquier área de su deshonestidad. (Me parece que ésta no es una situación fuera de lo común.)
Por lo tanto, en mi breve respuesta a X le pregunté cuánta parte de su trabajo se basaba en los hallazgos de Dyril Burt.
Me escribió una segunda carta, el 11 de octubre. Esperaba otra desenfrenada defensa de Burt, pero, al parecer, cada vez se había vuelto más cauteloso respecto de él. Me dijo que el asunto del trabajo de Burt resultaba irrelevante; que había vuelto a analizar los datos disponibles, dejando de lado la contribución de Burt, y que no había encontrado diferencias en la conclusión final.
En mi respuesta, le expliqué que, en mi opinión, el trabajo de Burt era totalmente relevante. Le demostré que, en el campo de la herencia contra el medio ambiente, las emociones de los científicos podían verse tan ferozmente implicadas, que resultaba posible que alguno de ellos se inclinase a falsificar los resultados con tal de demostrar su punto de vista.
En esas condiciones, resultaba claro que
cualesquiera
resultados en beneficio propio debían ser tomados
cum grano salis…
Estoy seguro de que mi corresponsal era un hombre honesto, y no quisiera por nada del mundo arrojar ninguna clase de sospecha sobre su trabajo. Sin embargo, todo el campo de la inteligencia humana y su medición es aún una zona gris. Existe demasiada incertidumbre para que sea posible que se halle por completo dotado de honestidad e integridad, y aún nos enfrentamos con unos resultados de valor incuestionable.
Simplemente, no creo que sea razonable emplear las pruebas de CI para conseguir resultados de un valor cuestionable, y que sirvan para justificar a los racistas en sus propias mentes y colaboren a producir la clase de tragedias de las que ya hemos sido testigos a principios de este siglo.
De una forma clara, mis propios puntos de vista son también sospechosos. Puedo hallarme igualmente ansioso por probar lo que deseo probar, del mismo modo que le ocurriera a Burt, pero si debo correr la (honesta) posibilidad de errar, preferiría en cualquier caso hacerla en contra del racismo.
Y esto es todo.
Recientemente, en una más bien amplia reunión de un grupo de personas educadas, a la que debía dirigirme, fui presentado a otros en la tarima. En una ocasión así, sólo existe cierto número de observaciones estereotipadas que puedan encontrarse, y yo me divierto a veces respondiendo de una forma no estereotipada (si puedo pensar en alguna).
En esta ocasión, uno de los caballeros a los que fui presentado, se apresuró a tenderme la mano y me dijo:
—He oído hablar mucho de usted.
—Oh, estupendo —respondí, modestamente—, de esto saben mucho las damas.
El caballero irrumpió en unas risas estrepitosas y me respondió:
—¡Qué cosa más ingeniosa! ¿Por qué no pensaré en cosas de esa clase?
—¿Y por qué tendría que hacerlo? – repuse a mi vez—. Emplee la que acabo de inventar.
—Sería algo un poco difícil —prosiguió—. Soy ministro baptista…
Es igual, aunque llegue el caso en que se vuelvan inconvenientes, me gustan las ingeniosidades breves. Incluso he ideado algunas y aguardo las preguntas al respecto que, probablemente, nunca se me efectuarán.
Consideremos, por ejemplo, los días prehistóricos de la ciencia ficción y el gran papel que desempeñaron en ella las «armas secretas». Cuando el mandíbula prominente Kimball Seaton inventa, en domingo, un compresor planetario, que puede apartar a un lado las estrellas sin ningún retroceso, lo construye el lunes y lo emplea el martes, resulta suficiente para
a)
arruinar a los viciosos reptiles sandivorianos, y
b)
arrobar de deleite el alma del lector.
Pero ya sabe. La ciencia ficción no inventa, por lo general, las cosas de la nada. Existe siempre alguna conexión aunque sea leve con la vida real, y también ha habido armas secretas en la historia reciente.
Así que verán: Aguardo a que alguien me pregunte:
—Doctor Asimov, ¿cuál ha sido la más relevante de las armas secretas de la Historia?
Y mi rápida y aguda respuesta sería:
—Una que no fuese secreta.
Permítanme que me explique. Cualquier arma debe ser secreta, si el enemigo no sabe nada acerca de la misma hasta que es empleada.
No obstante, si dos combatientes están muy igualados tecnológicamente, el mero hecho de que el arma se use hace que, en un tiempo increíblemente breve, el enemigo la tenga también.
Así en la Primera Guerra Mundial, los alemanes emplearon gas venenoso como arma secreta y los Aliados usaron tanques. En ambos casos, el primer ataque en que se hizo uso del arma secreta fue efectivo, pero antes de que pasase mucho tiempo el otro lado ya la poseía.
Aunque se dé el caso de que el arma secreta sea extremadamente complicada, y en extremo sin precedentes, y los detalles de su estructura hayan sido mantenidos en el mayor de los secretos, puede ser duplicada con sorprendente rapidez. En 1945, los norteamericanos emplearon la bomba de fisión nuclear sobre los japoneses y, hacia 1949, la Unión Soviética ya la tenía.
A fin de confinar nuestra discusión a las verdaderas armas secretas, debemos considerar las que no fueron duplicadas por el enemigo durante un considerable período de tiempo, o incluso después de que se revelase su uso y su existencia.
Y no olvide que estamos hablando acerca de combatientes que se encuentren en un estado de razonable equivalencia tecnológica. Las armas de fuego fueron, efectivamente, armas secretas para los indios cuando los europeos llegaron el continente americano. Y aunque los indios aprendieron a emplearlas, nunca aprendieron a hacerlas por sí mismos, como los europeos y sus descendientes realizaron en ambos continentes.
Si nos limitamos a las armas que siguieron secretas después de haber sido usadas, y que los enemigos, de un valor parecido tecnológicamente, no las adoptaron, aunque fuesen derrotados por ellas, en ese caso existe una, y sólo una, en la que pueda pensar. Fue empleada por una sola nación, durante cierto número de ocasiones, esparcidas en un sustancial período de tiempo, y nunca fue duplicada por ninguna otra nación. En realidad, sigue siendo un secreto
hoy.
Se trata del «fuego griego».
Suponemos
que el fuego griego era una combinación de azufre, nafta, cal viva (óxido de calcio) y nitro (nitrato potásico). La nafta es una mezcla de hidrocarburos que se encuentra de forma natural en Oriente Medio, y que no se diferencia demasiado de la gasolina moderna.
Cuando se añade agua al fuego griego, reacciona con el óxido de calcio y desarrolla un calor considerable en el proceso, el suficiente para poner en ignición la nafta en presencia del oxígeno liberado por el nitrato potásico. Éste, a su vez, prende el azufre, haciéndolo arder y produciendo vapores asfixiante s de bióxido de azufre.
Si la mezcla de fuego griego se coloca en unos tubos de madera forrados de latón, y se inyecta un chorro de agua por detrás, estallará en llamas. El impulso del agua y la expansión de los escapes de gas formados, se combinará y lanzará la ardiente mezcla por el tubo a una distancia considerable. Si la mezcla ardiente alcanza la superficie del océano, flotará y arderá con la mayor fuerza.
Imagínense, pues, que un puerto es atacado por una flota enemiga, en un tiempo en que todos los navíos estaban construidos de madera. Si usted se encuentra en uno de los buques de la flota enemiga, verá cómo un chorro de llamas es arrojado en su dirección y emitiendo vapores asfixiantes. Y lo que realmente aún horroriza más es el hecho de que no se extinga con el agua, sino que continúe flotando hacia usted hasta que, llegado el momento, prenderá su barco por la línea de flotación.
El terror del arma en sí desmoralizará a los atacantes y multiplicará el efecto de lo que ya ocurre con los navíos envueltos por las llamas.
El inventor del fuego griego se supone que fue un tal Calínico, referente al cual, aparte del invento, no se conoce nada con precisión, ni siquiera si nació en Siria o en Egipto. Al parecer, lo hizo en una de esas provincias y, cuando éstas cayeron en poder de los árabes hacia el año 640 d.C., huyó a Constantinopla y allí, con mucho tiempo a su disposición, realizó la citada mezcla.
Hacia 669, los triunfantes árabes, todos irradiando la nueva fe del Islam, habían arrollado el Asia Menor y se encontraban ya al otro lado del pequeño estrecho que les separaba de Constantinopla. El Imperio bizantino, del que Constantinopla era la capital, se derrumbaba bajo las múltiples catástrofes, y lo que mantenía la ciudad a salvo era la flota bizantina.
Pero los árabes habían aprendido a construir y gobernar navíos también y, en 672, una flota árabe se aproximó a la gran ciudad. Si la armada árabe podía abatir las defensas por mar de Constantinopla, la ciudad caería y, con ella, lo que aún quedaba del Imperio. Si los árabes se desparramaban a través de los Balcanes, sobre la moribunda Europa de las Edades Oscuras, no encontrarían nada que les detuviera. Lo mismo que el Irán, Irak y Egipto han quedado convertidos en una manera permanente al Islam, igual hubiera ocurrido con Europa.