Por la galería se escucharon pasos y el rumor de una conversación que sacaron a Teón de sus pensamientos.
—Creo que es nuestro amo quien viene. Él responderá mejor que nosotras a tus preguntas.
Segundos después entraba el dueño de la casa acompañado por Hermógenes. Lisístrato, al ver que el herido había recobrado el conocimiento, dirigió una mirada de reproche a las esclavas.
—Mi señor, acabamos de entrar —se excusó una de ellas—. Hace menos de una hora aún permanecía inconsciente.
El astrónomo lo miró con gesto afable, aunque Teón creyó adivinar un destello de malicia en su mirada. Hermógenes se acercó al lecho y le preguntó:
—¿Cómo te encuentras?
Teón resopló agobiado.
—¡Como si Atlas hubiese descargado sobre mis hombros su penoso trabajo! ¡Me duelen todos los huesos del cuerpo! ¡Estoy molido!
—Tu aspecto nada tiene que ver con el lastimoso estado en que te encontrabas ayer. La herida de tu cabeza sangraba mucho y delirabas continuamente.
Teón notó un molesto acaloramiento que trató de disimular y, aprovechando que Hermógenes había tomado una de sus manos y miraba atentamente la palma, balbuceó con voz trémula:
—Quiero agradecer tu hospitalidad.
—¡Bah! No tiene importancia. —Lisístrato agitó la mano como si espantase una mosca.
—Veamos cómo está esa herida.
Hermógenes cortó los vendajes y comprobó satisfecho que sus ungüentos habían obrado un efecto maravilloso.
—La mantendremos vendada un par de días más y luego la dejaremos que se airee.
—¿No sería conveniente mantenerla vendada algún tiempo más? —preguntó Lisístrato.
—Las heridas sanan mejor cuando se les permite respirar —sentenció el médico, mientras con manos habilidosas palpaba el cuerpo del enfermo, buscando una rotura o una hinchazón. Después pidió a una de las esclavas que echase agua en la jofaina, se lavó las manos, se las secó con uno de los lienzos y luego con manos expertas vendó de nuevo la herida, tras aplicarle una generosa dosis de bálsamo. Terminada la operación, Teón lo interrogó con la mirada—. No aprecio ni roturas ni hinchazones y la herida, a primera vista, no ofrece complicaciones. Has tenido mucha más suerte que otros.
—¿Ha sido muy grave? —El astrólogo recordó el momento del terremoto.
—Mucho, pero no tanto como se temió al principio.
—Lo último que recuerdo es que el mundo se me venía encima.
—Los daños han sido importantes, pero no hay comparación con los de hace cinco años —comentó Lisístrato—. Los muertos no llegan a tres centenares, aunque los heridos son más numerosos. Las pérdidas materiales, sin embargo, son muy cuantiosas en algunos lugares. Hay muchos edificios seriamente dañados; algunos tendrán que derribarlos.
—¿Mi familia está bien?
—Todos se encuentran perfectamente, aunque Pulqueria necesitará algunos días para reponerse —respondió el médico—. Y por lo que a la pequeña se refiere, te diré que ha llegado con ganas de vivir. No ha parado de llorar desde que salió del vientre de su madre. ¡Parece que allí se encontraba más a gusto!
Teón maldijo para sus adentros lo inoportuno del comentario. Lisístrato aprovechó para felicitarlo con un toque de ironía.
—Mi enhorabuena. He sabido que a tu hogar ha llegado la ansiada descendencia que durante tanto tiempo has anhelado.
—Gracias.
—Ha sido una niña preciosa, ¿no?
—No sabría decirte, aún no la he visto —farfulló incómodo y, dirigiéndose a Hermógenes, le preguntó algo que ya sabía, para no seguir hablando del nacimiento de su hija—. Supongo que en mi casa saben dónde estoy.
—Yo mismo fui a tranquilizar a Pulqueria después de curarte. Estaba muy preocupada porque tus criados habían llegado sin novedad y decían que te habías adelantado en el camino. Cuando ellos llegaron, el terremoto ya había pasado y al comprobar que no estabas en casa se produjo mucha inquietud.
—¡Cuando la tierra comenzó a temblar, me encontraba en medio de una pelea de esos fanáticos galileos!
—Un esclavo acaba de decirme que ya han vuelto a las andadas —intervino Lisístrato—. Un nutrido grupo de ellos protesta ante el teatro contra las fiestas que los seguidores de Baco van a celebrar en honor de su dios.
—¿Protestan contra las celebraciones de Baco?
—Protestan contra todo lo que no sea rendir culto a su dios. ¡Condenan como perversa cualquier otra creencia y sus manifestaciones! —exclamó irritado Lisístrato.
—Tenía entendido que los enfrentamientos eran entre ellos.
—Es cierto, pero de unas semanas a esta parte han empezado a revolverse contra los seguidores de otras creencias.
—No lo sabía.
—Su rechazo en esta ocasión va incluso más allá —añadió Hermógenes.
—¿Más allá? ¿Qué quieres decir?
—Cuando venía hacia aquí, he pasado cerca del teatro. Efectivamente, como dice Lisístrato, allí están congregados con el patriarca Atanasio a la cabeza.
—¿Atanasio está allí? —Lisístrato parecía sorprendido.
—¿Te extraña?
—No suele ir a las manifestaciones callejeras.
—Te equivocas, no suele estar en los enfrentamientos entre las diferentes sectas, los seguidores de Arrio se la tienen jurada. —Hermógenes parecía muy informado—. Han conseguido expulsarlo de la ciudad en varias ocasiones y otras tantas ha sido el propio Atanasio quien se ha visto obligado a poner tierra de por medio. Recuerdo que hará unos veinte años, vosotros erais unos jovenzuelos, sus enemigos organizaron un verdadero ejército que asaltó la sede del patriarcado; estaban dispuestos a matarlo, pero no lo encontraron. Huyó al desierto y buscó refugio entre los anacoretas que hacen vida retirada y permaneció lejos de la ciudad por lo menos seis años. Cuando regresó fue recibido como un héroe.
—Lo recuerdo perfectamente —corroboró Lisístrato—. En la Vía Canópica se había apiñado una muchedumbre que llenaba hasta el último rincón.
—No te vayas por las ramas, Hermógenes, que te conozco. Antes has dicho que las protestas de los cristianos eran algo más que un rechazo a las bacanales, ¿a qué te referías?
—Protestaban contra el teatro; su deseo es que se prohíban las representaciones.
—¿Prohibir el teatro? ¿Con qué argumentos? —preguntó el dueño de la casa.
—No pidas argumentos donde no hay razón.
—Bueno, ¿qué dicen?
—¡Toda clase de sandeces! —exclamó el médico—. Que el teatro es el pórtico del infierno, que en la escena se exhiben mujeres sin pudor para excitar la lujuria de los varones, que allí se alimenta la concupiscencia, que en esas representaciones se ofende a su dios.
—¿Se ha representado últimamente alguna obra contra el dios de los cristianos? —preguntó Teón.
—No lo dicen por eso.
—¿Entonces?
—Consideran que los asistentes aprovechan la ocasión para pecar.
—No lo entiendo.
—Para los cristianos la simple concurrencia de hombres y mujeres a un lugar ya se considera un acto reprobable, según denuncian sus clérigos. Tratan por todos los medios de acabar con todo lo que suponga relaciones entre hombres y mujeres fuera de los estrictos límites que han puesto al matrimonio. Los más rigurosos rechazan lo que llaman placeres de la carne y afirman que la cópula solo es admisible como un acto de procreación.
Sus últimas palabras provocaron unas pícaras risillas en las esclavas. Hermógenes las miró divertido; eran dos jóvenes atractivas y pensó que ofrecerían placenteros deleites a su amo.
—Han establecido —prosiguió el médico— una separación tan rígida entre hombres y mujeres que en sus templos les han destinado lugares concretos para asistir a los ritos.
—¡Eso es una locura! ¡Va contra los principios de la madre naturaleza! ¡Pero allá ellos! —exclamó Lisístrato.
Hermógenes lo miró fijamente.
—No te confundas, amigo mío. El peligro está en lo que acabas de decir.
—¿En qué?
—No se conforman con ser ellos quienes cumplan esas normas.
—¿Qué quieres decir?
—Que su propósito es imponérselas a todo el mundo. ¡Ahí radica el peligro! ¡Todo lo que no está en su credo debe ser eliminado! —Hermógenes hizo una pequeña pausa y sentenció—: No sé adónde vamos a llegar, pero dad por seguro que nos aguardan tiempos difíciles.
Un silencio triste acompañó las últimas palabras del médico. Teón lo aprovechó:
—Si mi herida está mejor y no tengo ningún hueso roto, pienso que lo más conveniente será marcharme a mi casa. Creo que he abusado ya bastante de tu hospitalidad.
—Ha anochecido, Teón —comentó el astrónomo mirando hacia la ventana—. Será mejor que permanezcas aquí hasta mañana.
—Te lo agradezco, Lisístrato, pero si Hermógenes no ve inconveniente prefiero estar en mi casa lo antes posible.
—No hay inconveniente, aunque deberás ir en litera. Mi única salvedad nada tiene que ver con la medicina.
—¿A qué te refieres?
—Estas horas no son las más adecuadas para andar por las calles. Alejandría es una ciudad muy peligrosa después de anochecer.
—Eso tiene fácil solución —señaló Teón, que por nada del mundo estaba dispuesto a pasar allí la noche—. Enviaré recado a mi casa y vendrán a recogerme los porteadores y varios criados armados. Tengo ganas de estrechar a Pulqueria entre mis brazos.
—No hay necesidad de llamar a nadie. Tienes mi propia litera y la escolta que necesites para evitar una sorpresa desagradable.
Cenobio de Xenobosquion, Alto Nilo, año 371
El viento soplaba con tanta fuerza que la polvareda levantada apenas permitía ver más allá de una docena de pasos. El vendaval ponía a prueba la flexibilidad de las palmeras, cuyas ramas se agitaban produciendo un sonido seco y desagradable. A pesar de que el sol estaba todavía alto, la oscuridad causada por la nube de polvo producía la sensación de que el día ya estaba declinando. La tormenta de arena se había presentado, como casi siempre, de improviso: había estallado poco después de que los dos viajeros cruzasen la puerta del monasterio, como si hubiese aguardado a que llegasen a su destino.
Eran portadores de un mensaje del patriarca Atanasio para el responsable del cenobio. Su contenido había conturbado el ánimo del
apa
Papías que, inmediatamente después de disponer lo necesario para que fuesen atendidos convenientemente y de releer hasta cuatro veces el mensaje, se había retirado a la iglesia para tratar de serenar su espíritu. El intento había resultado vano; aquellas líneas confirmaban sus peores temores.
Papías, el
apa
desde hacía seis años de aquel cenobio perdido en las soledades del desierto, no podía comprender lo que estaba ocurriendo en el seno de la Iglesia. Él y sus monjes, más de un centenar, vivían casi aislados del contacto con las gentes, según las reglas establecidas por Pacomio. Allí, apartados de los peligros del mundo, se dedicaban a alabar a Dios; aunque menudeaban las diferencias, hacían vida en común bajo unas normas estrictas y rigurosas. No entendían las sutilezas de los obispos ni sus disputas, aunque Papías estaba convencido de que la verdad estaba siendo acomodada al criterio de algunos; aquello era algo que lo obsesionaba desde hacía tiempo.
Desolado, decidió visitar a los dos monjes que trabajaban afanosamente en una apartada celda, convertida en un improvisado
scriptorium
donde copiaban antiguos textos cuya valiosa información no debía perderse. Avanzaba con dificultad en medio de la polvareda y el viento. La arena golpeaba en su rostro, como si fuesen agujas finísimas que martirizaban la piel, aunque eso carecía de importancia para un cuerpo que los rigores de los ayunos y las penitencias habían fortalecido.
Nadie sabía la edad de Papías. Algunos pensaban que era un anciano, pero la mayoría opinaba que rondaría el medio siglo. Muchos de los visitantes que acudían a consultarle dudas y a plantearle cuestiones de profundo trasfondo teológico se sorprendían al conocerlo: tenía calva la cabeza y largas barbas de tono gris que le llegaban hasta la cintura, el rostro enjuto y los ojos hundidos, pero de mirada tan profunda y penetrante que parecía ver más allá de la entidad física de las cosas. Esperaban encontrar otra apariencia, pero, por lo general, cuando se marchaban lo hacían favorablemente impresionados.
Uno de los remolinos tiró de él, obligándole a sujetarse con fuerza al tronco de una palmera para evitar ser arrastrado. Cuando pudo, apretó el paso para llegar lo antes posible a la celda donde Eutiquio y Apiano trabajaban a la mortecina luz de unos candiles porque el lugar carecía de ventanas. Solo un pequeño hueco de forma toscamente redondeada le permitía recibir alguna ventilación y un suave resplandor en las horas centrales del día.
Al oír los golpes en la puerta, los monjes intercambiaron una mirada y permanecieron en silencio. Aquél era un lugar apartado donde jamás se recibían visitas, aparte de las que realizaba Papías, pero el
apa
siempre las anunciaba. Eutiquio, muy supersticioso, pensó que la tormenta había traído alguno de los espíritus malignos que vagaban en las solitarias arenas del desierto. Sobre ellos se contaban historias horribles que los presentaban siempre dispuestos a acabar con la vida de algún incauto viajero para apoderarse de su alma. Se les conocía como
yinnun
y eran peligrosas criaturas al servicio de Satanás. Muchos monjes afirmaban haberlos visto y los describían como seres monstruosos. Unos decían que tenían aspecto caprino, con pezuñas, cuernos, barbas de chivo, ojos oblicuos y añadían que estaban dotados de un falo desproporcionado a su tamaño. Algunos los habían visto con forma de lobo, destacaban sus terribles colmillos y sus ojos rojizos que convertían su mirada en una sangrienta premonición. Otros, en fin, afirmaban que tenían forma de gato, de color negro y olor repulsivo. En lo que todos coincidían era en que durante las tormentas se removían y agitaban.
—¿Quién puede ser en medio de esta tormenta? —preguntó Eutiquio con un hilo de voz y el temor dibujado en su anguloso rostro.
Su compañero, también asustado, se llevó un dedo a la boca, pidiéndole silencio. Aguardaron sin responder, con la esperanza de que hubiese sido el viento, pero unos segundos después los golpes sonaron otra vez. Apiano se acercó sigilosamente a la puerta y pegó el oído por si percibía algún sonido. Sobresaltado, dio un respingo al escuchar de nuevo los golpes.
—¿Quién llama? —preguntó disimulando su miedo.