Indicó a los porteadores que se encaminasen a casa de Samuel Leví, el último de los grandes alquimistas de Alejandría y uno de los pocos judíos que quedaban en la ciudad, formando parte del grupo autorizado a permanecer para liquidar los asuntos pendientes de sus correligionarios, expulsados hacía pocas semanas. También una parte importante de los integrantes de la famosa escuela de alquimistas de la ciudad, el llamado Círculo Mágico de Alejandría, la habían abandonado, temerosos de ser acusados de emplear la brujería, realizar prácticas astrológicas o dedicarse a las artes adivinatorias.
Al enfilar el último trecho del recorrido, una calleja en el corazón del barrio judío, vieron escabullirse unas sombras. A Hipatia le extrañó encontrar abierta la puerta de la casa del alquimista. Samuel siempre la tenía cerrada, a veces incluso resultaba complicado que abriese, sobre todo cuando estaba enfrascado en algún experimento.
Echó pie a tierra presa de un mal presentimiento y ordenó a uno de sus porteadores que la acompañase. El hombre empuñó una espada de las que llevaban en los bajos de la litera y la siguió al interior de la humilde vivienda del judío, donde reinaba un silencio total. Cruzaron el portal y llegaron a un pequeño patio.
—¿Samuel?
Nadie contestó.
—¿Samuel? —insistió Hipatia, sin obtener respuesta.
Cruzó el patio angustiada y al llegar al cuarto que utilizaba como laboratorio vio que la puerta también estaba entreabierta. La empujó suavemente y encontró la explicación de las sombras que se escabullían por el otro extremo de la calle cuando ella llegaba.
El alquimista yacía tendido en el suelo, estaba boca arriba y se desangraba por una terrible herida que le atravesaba el abdomen. Tenía las extremidades extrañamente dobladas.
Hipatia se agachó y lo tomó entre sus brazos solo para recoger los últimos estertores de una vida que se apagaba. Sus asesinos le habían roto los brazos y las piernas para que no pudiera moverse, ni llevarse las manos a la herida. Samuel la miró con ojos vidriosos y ella le dedicó una sonrisa, consciente de que era la última imagen que iba a llevarse de este mundo. El viejo alquimista expiró en sus brazos.
Hipatia no pudo contener las lágrimas. Permaneció un rato acunándolo antes de cerrarle con delicadeza los párpados. Se incorporó y paseó la mirada por el laboratorio; aquellos desalmados habían llevado a cabo una sistemática destrucción. El atanor estaba destrozado, las delicadas redomas de cristal y las retortas pulverizadas, los cuencos rotos y los recipientes de cerámica hechos añicos. También habían sido pasto de la furia destructora de los asesinos unos matraces de vidrio, costosísimos, que ella le había regalado hacía pocas semanas. En su crueldad aquellos criminales lo habían inmovilizado, rompiéndole los huesos, para que fuese testigo, mientras agonizaba, de la destrucción de aquello que el viejo alquimista más amaba.
Un ruido a su espalda la sobresaltó, pero se tranquilizó al ver que era su porteador.
—La casa está vacía, mi ama. Salvo lo que han hecho aquí, todo lo demás está en orden. No parece que hayan robado.
—Esos criminales no venían a robar.
Antes de marcharse, echó una ojeada, por si encontraba algún indicio que permitiese desenmascarar a los asesinos, aunque no albergaba dudas acerca de quién se encontraba detrás de la muerte de Samuel.
Salió a la calle y ordenó que la llevasen a casa del rabino Jehuda, la única autoridad judía que permanecía en Alejandría para liquidar los asuntos pendientes de la desaparecida comunidad hebrea. Ella correría con los gastos del entierro que se efectuaría según las creencias del difunto; era lo menos que podía hacer, además de presentar una denuncia ante las autoridades.
La oscuridad se extendía ya rápidamente cuando cruzaban las últimas callejas del barrio judío; se había entretenido demasiado con el rabino. Ordenó a sus hombres que avivasen el paso, la noche se cerraba y aún estaban lejos de su casa.
Angustiada por la muerte de Samuel y la crueldad que significaba asesinar de aquella forma a un anciano indefenso, apenas se dio cuenta de lo que ocurría. Fue a la salida de una callejuela solitaria cuando un numeroso grupo de parabolanos atacó por sorpresa. Todo fue tan rápido que los porteadores no tuvieron tiempo de reaccionar. Dos de ellos cayeron muertos en el primer envite y, mientras los otros dos trataban de empuñar las armas para defenderse, varios individuos la sacaron a tirones de su litera. Forcejeó, pero un golpe seco en la nuca la dejó sin conocimiento. La arrastraron hasta un carretón, donde la arrojaron como si fuese un fardo y se alejaron a toda prisa. Los dos porteadores que a duras penas resistían el ataque, sucumbieron poco después.
La litera quedó abandonada en el callejón y a su alrededor cuatro cadáveres en medio de charcos de sangre. En apenas unos minutos los atacantes habían cumplido su cometido. El sigilo y la oscuridad de la noche habían sido sus mejores aliados.
El carretón escoltado por media docena de jinetes atravesó la Vía Canópica, donde la mortecina luz de algunos faroles apenas rompía la creciente oscuridad. Cruzaron a toda prisa las calles del Bruquio envueltos en las sombras de la noche hasta salir por una poterna junto al llamado Martirio de San Marcos en la zona de Bucolia.
Siempre había sido un lugar apartado, pero desde hacía un tiempo se había convertido en una zona degradada y solitaria. Los jinetes llegaron hasta un templo abandonado donde en otro tiempo se rindió culto a los emperadores. La brisa del mar traía un penetrante olor a sal.
Los parabolanos entraron en el templo, arrastrando a su presa sin ningún miramiento.
—¡Encended los candiles, prended las antorchas! —ordenó Petrus—. ¡Vosotros dos, traed unos baldes con agua y cerrad las puertas!
Hipatia, inconsciente, continuaba tirada en el suelo.
—¿Qué vamos a hacer con la pagana, Petrus?
—¡Primero, nos divertiremos un poco!
El que había preguntado dejó escapar una risilla tan siniestra como el ambiente que alumbraban con las luces que habían prendido.
El viejo templo donde se rindió culto a los divinizados emperadores era un lugar desolado, donde los vestigios de tiempos mejores podían adivinarse en los mármoles y en la decoración que las mortecinas luces apenas dejaban entrever. Bajo la cúpula que coronaba el centro de la cubierta estaba el ara de los sacrificios orlada por una leyenda medio borrada; podían leerse las palabras
Caesar Aug. Div
…
El ruido de las puertas al cerrarse hizo que Hipatia se estremeciese semiinconsciente. Tenía una desagradable sensación de frío y un fuerte dolor de cabeza.
—Aquí está el agua, Petrus. ¿Se la echamos?
—No, parece que se despierta ella solita.
Desde el suelo, Hipatia se encontró con un círculo de miradas torvas en las que era fácil adivinar sus intenciones. Instintivamente se encogió, adoptando una posición fetal. Trataba de recordar lo sucedido cuando la voz de Petrus la hizo estremecerse.
—¡Desnudadla!
Varios esbirros se abalanzaron sobre ella. No pudo evitar que desgarraran sus vestiduras.
—¡Levantadla, quiero ver bien a la zorra!
Intentó resistirse y uno de los parabolanos le propinó una bofetada; un hilillo de sangre brotó en la comisura de su boca. Hipatia no recordaba haber recibido un golpe en toda su vida.
—Con cuidado, no vayas a estropearnos la diversión.
La sujetaron con fuerza, obligándola a estirar brazos y piernas.
—¡Es hermosa, la perra! —exclamó Petrus.
—¿Empezamos? —preguntó ansioso uno de los esbirros sin apartar los ojos del cuerpo desnudo de la matemática.
—¡Cuando queráis!
Para Hipatia fue el comienzo de su martirio. Las violaciones se sucedieron una detrás de otra. Cuando uno de aquellos brutos, que apestaba a cebolla y ajo, saciaba su lujuria, otro tomaba el relevo. Al principio, trató de resistirse, pero al comprobar que lo único que conseguía era excitar a sus torturadores, acabó por resignarse ante el suplicio.
Anonadada por el dolor y el asco, perdió la noción del tiempo y hasta el número de las veces que la habían violado. Trató de poner su mente en blanco para alejar su espíritu del horror que estaba viviendo, pero no lo consiguió. Solo por un momento logró distraerse al leer una frase incompleta grabada en el ara:
Caesar Aug. Div
… y que ella veía al revés. Recordó las últimas palabras que oyó de boca de su padre: «Cuídate mucho y, sobre todo, ten prevención con el César».
El tormento se prolongó durante varias horas, hasta que aquellos desalmados saciaron su lujuria después de humillarla con todas las aberraciones y sevicias que sus mentes enfebrecidas imaginaron.
Por un momento creyó que la dejarían con vida, pero cuando vio lo que Petrus sacaba de una bolsa que llevaba colgada de su cintura Hipatia creyó enloquecer.
Cayo, preocupado por la tardanza de su ama, envió recado a casa de Aristarco. Al tener noticia de que se había marchado a media tarde a casa de Samuel Leví aumentó su preocupación. El barrio de los judíos era un lugar peligroso y solitario; incluso algunas de sus casas, recientemente abandonadas, se habían convertido en guaridas de malhechores. Si Hipatia había pensado ir por aquellas callejas, debería haber llevado una escolta más nutrida.
Avanzada la noche encontraron los cadáveres de los porteadores y la litera abandonada. Cayo, angustiado y presa de los más negros presentimientos, acudió al prefecto imperial. A pesar de la hora, el propio Orestes, que ya se había retirado a descansar, se puso al frente de la operación de búsqueda.
Durante toda la noche grupos de soldados patrullaron la ciudad, pero no sabían dónde buscar. Preguntaron en tabernas y burdeles, interrogaron a todo el que encontraban por las calles, pero no obtuvieron la menor pista. La única referencia se la proporcionaron unos borrachos que explicaron, con no pocas dificultades, cómo a primera hora de la noche habían visto a unos jinetes cruzar por el Bruquio en dirección al puerto.
Aunque no eran habituales los grupos de jinetes cabalgando en la noche y el hecho de que el testimonio procediese de unos beodos le restaba credibilidad, algunas patrullas llegaron hasta los muelles, pero no encontraron una pista que seguir.
Orestes ordenó que se visitasen las casas de los amigos y de los principales discípulos de Hipatia, pero nadie aportó un solo dato para su búsqueda. Los peores augurios tomaban forma conforme pasaban las horas.
Petrus repartió entre sus hombres caracolas afiladas que había preparado para la ocasión. Hipatia, con el cuerpo entumecido, se estremeció al ver cómo aquellos salvajes se recreaban anunciándole entre carcajadas el inicio de su tortura. Fue terrible y lenta, sobre todo muy lenta. Comenzaron haciéndole dolorosas incisiones en los brazos y las piernas.
—¡Cortad solo la piel, sin profundizar! —gritaba Petrus una y otra vez—. ¡Tiene que sufrir!
Mientras unos cortaban y le gritaban obscenidades, otros bebían y se divertían esperando su turno. De vez en cuando, Petrus, que dirigía el tormento, echaba puñados de sal en las heridas, produciéndole un dolor insoportable.
Cuando sus miembros estaban tan lacerados que resultaba difícil encontrar un trozo de piel donde hacerle nuevos cortes, comenzaron con el cuerpo, le hacían pequeños cortes en el cuello y en el abdomen. Petrus seguía recomendando a sus hombres que no hicieran cortes profundos para así prolongar el sufrimiento.
Uno de sus verdugos la agarró por el cabello y tiró hacia atrás con fuerza.
—¡Mírame a la cara! —le gritó.
Hipatia entreabrió los ojos; tenía a un palmo el rostro de aquella fiera vestida de negro.
—¿Por qué no pides ayuda a tus dioses? —se mofó con una risotada.
Reuniendo sus escasas fuerzas le escupió a la cara.
—¡Maldita zorra!
Por un momento, se hizo el silencio en el interior del templo. Petrus se acercó hasta ella.
—Veo, pagana, que aún te quedan arrestos. ¡Ahora verás! ¡Amarradla allí! —Señaló una columna.
Pegaron su cuerpo al frío mármol, le estiraron los brazos y la ataron fuerte.
—¡Es tuya, Eudoxio! —gritó Petrus al que había recibido el escupitajo.
El parabolano se quitó la correa con que ceñía su negro hábito y le propinó el primer latigazo, después otro y otro más, animado por los gritos de sus compinches. La azotó sin piedad, disfrutando con cada estremecimiento de su víctima, al recibir los latigazos.
Mientras aquel energúmeno convertía su espalda en una masa sanguinolenta, Hipatia trató una vez más de dejar en blanco su mente para soportar el dolor. Pensó en su padre y en las controversias que habían mantenido acerca de la influencia de los astros en la vida de las personas y recordó otra vez sus últimas palabras. Se dio cuenta de que se refería a aquello cuando le habló del terrible peligro que vislumbraba como algo indeterminado y le aconsejó guardarse del César. Pensó en la tarde en que los alejandrinos gritaron con ella «¡Ágora, Ágora, Ágora!». Ahora, entre latigazo y latigazo, le parecía un momento demasiado lejano. Recordó el día en que resolvió una de las ecuaciones diofánticas que la convirtieron en la profesora más joven del Serapeo. Sus últimos pensamientos fueron para una larga noche, encerrada en su despacho, cuando trabajó sin descanso, antes de entregar a Apiano los códices que Papías había dejado bajo su custodia.
Cuando la desataron se desplomó casi inconsciente. No podía sostenerse en pie.
—¡A ésta le queda poco!
—¡Estiradla! —ordenó Petrus sacando un cuchillo. Cuando la mujer estaba inmovilizada, le cortó los pechos, que exhibió como si fuesen trofeos; luego arrojó los últimos puñados de sal a las heridas. El grito de Hipatia fue tan estremecedor que uno de aquellos criminales perdió los nervios y le asestó una puñalada en el corazón.
Petrus se quedó mirándola con un rictus de asco en el semblante. A sus pies estaba lo que quedaba de aquella mujer, cuya sabiduría había alumbrado la vida de su ciudad durante varias décadas.
—¡La fiesta ha terminado!
Arrojó los pechos sobre el cadáver de Hipatia, se restregó las manos en la sotana y ordenó a sus hombres:
—¡Traed la leña y la paja que hay en el carro. Vamos a quemarla!
Sus torturadores arrastraron el despojo sanguinolento en que habían convertido su cuerpo, lo arrojaron sobre la improvisada pira y le prendieron fuego. El alba comenzaba a despuntar cuando los parabolanos abandonaron el templo, cerrando las puertas.