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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (11 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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—La Torre de la Sangre de Ilfatar era igual —explicó Kybes, que se había infiltrado como espía de Derguín en el Martal—. Allí era donde caían los cadáveres que arrojaban... que arrojábamos desde arriba. Dentro ardía un fuego que no sé si encendían ellos o se prendía por alguna magia negra propia de la torre. Supongo que los cuerpos quedaban incinerados, porque día y noche se levantaba una columna de humo oscuro que brotaba del pozo.

—¿Por qué el suelo tiene esta inclinación hacia el centro? —preguntó Gavilán—. Parece una especie de cuenco.

Kybes señaló hacia arriba. Allí, a cien metros de altura, se encontraba el templete con los seis altares donde se realizaban los sacrificios humanos. En alguna época pasada habían arrancado el techo de aquella Torre de la Sangre, por lo que en las alturas se divisaba un estrecho círculo de claridad. Un recordatorio de que allí arriba reinaba la luz del sol, aunque sus rayos no alcanzaban a iluminar las tinieblas interiores de aquel lóbrego santuario consagrado a la muerte.

—La sangre caía desde allí. —Su dedo siguió la trayectoria, hasta apuntar al suelo—. Luego resbalaba por aquí hacia el pretil del pozo. Y subía y subía, hasta tapar al demonio de metal.

—Para eso hace falta mucha sangre —comentó Gavilán.

—Si en Ilfatar murieron cincuenta mil víctimas —dijo Ahri—, considerando que un cuerpo humano tiene como media cinco litros de sangre, eso supondría doscientos cincuenta metros cúbicos, que teniendo en cuenta la forma de embudo del fondo de esta torre, la inclinación y la posición de...

—Ahórranos tus desagradables cálculos, Ahri —dijo Kratos—. Es evidente que consiguieron cubrir de sangre al demonio y despertarlo.

—Doy fe de ello —corroboró Kybes—. Si salí vivo de allí, fue de milagro.

Mientras se acercaban al centro de la torre, Kratos oyó cómo Ahri susurraba algo al oído de Derguín y éste asentía. Sin duda, el Numerista había terminado de explicar sus cálculos a alguien que creía que los apreciaría. Kratos esbozó media sonrisa. Ahri atesoraba muchas virtudes, pero mezcladas con algunos defectos difíciles de soportar, como el de no callarse ni con la cabeza sumergida en un barril de cerveza.

Rodearon el pretil central. Al otro lado, tendido en el suelo y con los cuatro brazos extendidos como si durmiera panza arriba, se hallaba el tercero de los demonios que los Aifolu habían pretendido despertar. Aridu.

Al verlo y recordar su lucha contra Gankru, otro de los demonios de metal candente, Kratos se estremeció. Con sus cuatro brazos plagados de armas diabólicas, aquella criatura había sembrado la muerte entre sus hombres, y también había matado a su viejo caballo
Amauro
y quebrado la hoja de su espada
Krima
. Kratos sobrevivió gracias a que entró en Urtahitéi, la tercera aceleración, mucho más tiempo del prudencial. Pero de no haber sido por la oportuna llegada de Derguín, el monstruo lo habría aniquilado.

Eso significaba que estaba en deuda con Derguín. Una vez más, ya que lo había rescatado del castillo de Grios durante el certamen por la Espada de Fuego.

Lo que suponía otro motivo de resentimiento contra el joven Ritión. Y de enojo consigo mismo: sabía en su fuero interno que estaba siendo mezquino con él.

Deja de darle vueltas y hagamos aquello a lo que hemos venido
, se dijo.

—Antes nos fue imposible hacerle ni una muesca a esta criatura —añadió en voz alta—. Pero tal vez ahora que sus hermanos han sido destruidos haya perdido algo de poder...

—Permíteme que lo dude —respondió Derguín.

—No obstante, haremos la prueba. Trescuerpos...

El gigante, que se había reincorporado al grupo, enarboló sobre su cabeza un martillo de guerra de diez kilos y descargó un titánico mazazo en uno de los brazos del monstruo. Como había ocurrido unos días antes, el arma rebotó con un sonido apagado. Una capa gomosa cubría el blindaje metálico del demonio.

—¿Pruebo otra vez,
tah
Kratos? —preguntó Trescuerpos. Kratos se oponía a que lo llamaran general o mariscal: para él no había título más honroso que el de Tahedorán delante de su nombre.

—Déjalo. Lo único que vamos a conseguir es que te descoyuntes los hombros. Maese Zemalnit, es todo tuyo.

El joven Ritión desenvainó la hoja forjada por Tarimán. A su luz, sus rasgos se veían mucho más afilados que cuando Kratos lo adiestraba para convertirlo en Tahedorán. Era como si en esos dos años hubiera envejecido diez. Tal vez
Zemal
suponía una carga demasiado pesada.

Y una mierda
, se respondió el mismo Kratos al instante. Aunque pesara diez veces más que el martillo de Trescuerpos, aunque consumiera sus carnes y su espíritu en menos de cinco años, Kratos habría dado lo que fuera por ser él quien empuñara aquella arma de poder.

Derguín descargó el primer tajo directamente sobre la cabeza del demonio. La hoja se hundió más de una cuarta en aquel yelmo o cráneo de metal, y el golpe levantó una lluvia de chispas azuladas.

—Sigo sin entenderlo... —murmuró Derguín.

—¿Qué es lo que no entiendes? —le preguntó Darkos, que contemplaba con mal disimulada admiración al Zemalnit y su arma.

Lo que me faltaba
, pensó Kratos
. Se queda con la espada y ahora me roba también la atención de mi hijo
.

—He rebanado sillares de granito de un metro de espesor sin sentir la menor resistencia. Pero cuando golpeo a estas criaturas infernales es como si cortara un pernil de cerdo con una espada normal. Lo consigo, pero me cuesta trabajo. Y eso me preocupa.

—¿Por qué? —insistió Darkos—. Aunque te cueste un poco más, puedes destruirlos. ¡No tritures, eres el Zemalnit!

Kratos chasqueó la lengua, disgustado. A veces su hijo utilizaba unos términos muy extraños. Kratos dominaba lo suficiente el Ritión como para saber que el «no tritures» y el «cómo alapanda» carecían de significado, y no le hacía ninguna gracia que hablara así.

—Puede haber criaturas más poderosas que éstas —respondió Derguín—. No sé qué ocurrirá cuando
Zemal
se mida contra ellas. Si no es capaz de penetrar...

—¡No hables de eso, y menos en este lugar!

Todos se volvieron al oír aquella voz. Mikhon Tiq bajaba por la escalera. Llevaba en la mano la vara negra que había pertenecido al Enviado. El joven había encastrado en su extremo superior unos prismas de esmeralda que Derguín le había regalado de su parte del botín y que, considerando su tamaño, debían valer una pequeña fortuna. Cuatro finos ganchos de metal se curvaban sobre las gemas, sugiriendo la forma de una esfera que no llegaba a cerrarse.

Ahora las esmeraldas brillaban con un intenso resplandor verde. Su luz proyectaba en la pared la sombra de Mikha, una sombra tan agigantada que hizo a Kratos pensar en Linar.

El joven aprendiz de mago también había crecido y cambiado, como Derguín. Cuando viajaron a Koras junto a Linar, los dos muchachos siempre estaban gastando bromas y riéndose de cualquier tontería que, por lo general, Kratos no solía encontrar graciosa. Ahora parecían haber madurado varias décadas de golpe. En cierto modo, Kratos echaba de menos el atolondramiento de entonces.

—¿Por qué no hay que hablar de eso? —preguntó Darkos. Era evidente que no le hacía gracia quedarse sin respuesta.

—Cállate ya —dijo Kratos, preocupado por que su hijo pareciera demasiado insolente—. Has gastado tu cupo de palabras y de preguntas para toda la mañana.

El muchacho pareció a punto de contestar, pero se mordió la lengua. Mejor. Desde que lo conoció, Kratos no le había puesto la mano encima ni albergaba intención de hacerlo, pero si tenía que castigarlo no dudaría en hacerlo con severidad.

—Mikha tiene razón —dijo Derguín—. Hay cosas de las que no se debe hablar delante de tanta gente.

—Todos somos de confianza —repuso Kratos—. ¿O es que ambos pensáis volveros tan enigmáticos como el viejo Linar?

Mikha, que ya había llegado al fondo de la torre, intercambió una mirada con Derguín que lo dijo todo.

No sé cuál es vuestro juego, amigos
, pensó Kratos.
Pero si queréis contar conmigo y con mi ejército para él, tendréis que explicármelo todo en algún momento
.

—Me gustaría que hicieras una prueba, Derguín —dijo Mikha, acercándose al monstruo dormido. Le pasó la contera de la lanza por uno de los brazos y el roce levantó chispas. Para sorpresa de los demás, aunque el joven Kalagorinor no parecía haber hecho ningún esfuerzo, aquel leve contacto dejó un fino surco en la película mate que cubría el blindaje.

¿Qué magia escondería aquella vara? Kratos estaba harto de sentirse prácticamente desvalido e inerme ante poderes que lo superaban. Su mano buscó por instinto la empuñadura de su nueva hoja. Era la espada de Biyómides, hermano gemelo de Dolmatus. Kratos lo había vencido y decapitado en duelo, por lo que su arma le correspondía como trofeo. Se trataba de una buena espada, bien equilibrada, con una hermosa línea de templado: un arma digna. Pero no era
Krima
.

Y ni siquiera blandiendo a
Krima
habría sido rival para un Zemalnit, un Kalagorinor o un monstruo metálico y alado. No era justo. Tramórea debería pertenecer a los hombres, no a magos, dioses ni demonios. Kratos se sentía como una pieza de ajedrez. Y no un caballo o un alfil, sino un simple peón.

—¿Qué prueba, Mikha? —preguntó Derguín—. Por lo que sospecho, tú podrías destruir a esta criatura con menos esfuerzo que yo.

—Eso está por ver. Precisamente se trata de esfuerzo, sí, sólo que de otra forma. Vuelve a desenvainar a
Zemal
.

Derguín hizo como le pedía su amigo.

—No golpees todavía. Aprieta la empuñadura con ambas manos y mira a la hoja.

—¿Así?

—Gírala. Pon el plano mirando hacia tu rostro.

Por los filos de la espada corrían chispas que brotaban de ella, se curvaban y volvían a hundirse en su superficie, arcos de luz juguetones como duendecillos de los bosques. Todos guardaron silencio, sin apenas respirar, mientras Derguín miraba fijamente a la hoja.

—Ya entiendo —murmuró.

Las venas de su frente se hincharon como cordones dibujando una V, y las de su cuello también. Derguín empezó a resollar como un fuelle y sus brazos temblaron por la contracción de sus músculos.

La luz de
Zemal
se intensificó. Los reflejos azulados que la recorrían se convirtieron en violetas, casi negros en contraste con el brillo blanco de la hoja. El rostro de Derguín se perló de sudor y no sólo por el esfuerzo, sino por el calor que desprendía el arma. Cada vez resultaba más difícil fijar la vista en ella sin quedar deslumbrado. Kratos cerró los ojos un momento y siguió viendo una imagen fantasmal de la espada, una
Zemal
de color verde, como si llevara un rato mirando al sol.

—¡Ahora! —dijo Mikha.

Derguín levantó la espada sobre su cabeza y descargó un tajo sobre el demonio de metal. La lluvia de chispas que se levantó llegó tan lejos que todos se apartaron, sobresaltados, y Kratos notó que una de ellas le quemaba el dorso de la mano. Se produjo una breve explosión de luz. Cuando el resplandor se desvaneció comprobaron que Derguín estaba agachado, empuñando todavía la espada. La hoja había atravesado limpiamente la cintura del monstruo. El aire olía a metal recalentado, a azufre y a tormenta a punto de estallar.

Derguín se enderezó, alzó de nuevo la Espada de Fuego sobre su cabeza y retrocedió. El brillo de la hoja volvía a ser el de antes, casi débil en comparación con el fulgor que los había deslumbrado.

Tras partir en dos a Aridu, el golpe había abierto en el suelo una grieta de bordes rojos que durante unos segundos creció a ambos lados. Kratos comprendió que
Zemal
había fundido la piedra. El calor era tan intenso que se transmitía más allá de la hendidura y licuaba también la zona contigua del suelo.

Derguín respiró hondo, besó la empuñadura de la espada y la guardó. A Kratos le pareció mentira que una simple vaina de cuero pudiera contener el poder que acababa de derretir la roca.

—Nunca había hecho esto —reconoció Derguín—. También es cierto que nunca lo había intentado.

—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Darkos, olvidándose de las instrucciones de su padre.

Derguín se acercó a él y le revolvió el pelo como si fuera un crío, aunque Darkos era casi tan alto como él. Al muchacho no pareció molestarle.

—Es difícil de explicar. Cuando yo muera y te conviertas en Zemalnit, lo comprenderás. —Mirando a Kratos, Derguín añadió—: ¿Quién más apropiado que el hijo del mayor Tahedorán de Tramórea para empuñar la Espada de Fuego?

No había el menor sarcasmo en su voz. Kratos asintió con la barbilla, agradeciendo la alabanza.

Pero después de eso se sintió aún más triste. Pese a las nueve marcas de maestría que adornaban su brazalete, dos más que Derguín, él jamás podría empuñar un arma tan poderosa como
Zemal
. Su ocasión y su tiempo habían pasado.

Kimalidú

A
ntea y Ariel salieron de la cárcava donde Invictos y Aifolu habían librado la primera parte de la batalla. Después giraron hacia el este, pegadas a la abrupta pared del Kimalidú.

Ya estaba atardeciendo. Fuera del refugio de la roca el viento era más fresco. Ariel notó cómo la túnica empapada de sudor se le pegaba al cuerpo. El sol declinante hacía que su sombra pareciese la de una mujer adulta y la de Antea la de una giganta. Caminaron durante un par de kilómetros, hasta llegar a una cueva abierta en la pared del enorme monolito de arenisca. Ariel pensaba que la reina se alojaba en una gran tienda de campaña, en el antiguo campamento del Martal. Pensó en preguntarle a Antea por qué no iban allí, y luego recordó: «A las reinas no se les hacen preguntas».

Dentro de la cueva hacía más frío, o al menos se notaba más humedad que en el exterior, y Ariel empezó a lamentar no haber cogido su capa. En el suelo había varios globos de papel de seda con luznagos rojos que zumbaban y revoloteaban dentro. Sus movimientos proyectaban en las paredes luces fantasmales y juguetonas, como rescoldos que se apagaran y encendieran obedeciendo a los caprichos de un fuelle.

Ziyam esperaba sentada junto a una pequeña charca en la que cada pocos segundos caía una gota de agua del techo.
Plip... Plip... Plip...
Le habían instalado un sitial de madera y una alfombra a los pies. No había más decoración en la cueva.

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