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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (20 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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—¡Ríete en mi cara, si te parece! ¡Estabas conchabada con él!

Neerya meneó la cabeza. Estaba sentada en un pequeño mirador asomado al oeste, aprovechando las últimas luces del día para bordar. Normalmente a esa hora solía leer, pero las noticias sobre la batalla y la posibilidad de que Derguín hubiese recuperado la Espada de Fuego habían tensado sus nervios como cuerdas de laúd a punto de romperse. Bordar era más relajante y la mente podía divagar.

—Eso no es cierto y lo sabes.

—¿Por qué voy a saberlo?

Porque he llorado de rabia cada noche cuando tú te dormías, pensando que nos habías vencido a Derguín y a mí. ¿Crees que habría llorado así de haber sabido que el engañado eras tú?

No podía decirle eso, de modo que calló.

—Tu silencio es más elocuente y dañino que una puñalada —dijo el politarca.

—¡Te juro por todos los dioses del Bardaliut, y que me fulminen con mil plagas si miento, que yo creía que el arma que había en el templo de Tarimán era la auténtica
Zemal
!

Neerya le miró a los ojos tratando de transmitirle la verdad de sus palabras. Era sincera. Pertenecía a los Bazu, un clan de origen Pashkriri que había extendido su red comercial por las regiones más civilizadas de Tramórea y que administraba y explotaba las principales rutas comerciales, incluidos los cinco mil kilómetros de la Ruta de la Seda. Algunos de sus miembros poseían el don congénito de influir en las mentes de los demás mediante una combinación de miradas y tonos de voz. Su madre, por ejemplo, atesoraba aquel talento. Pero quien había llegado a dominarlo más era su tío segundo Urusamsha, de quien se contaba que podía leer una mente con más facilidad que una carta. Urusamsha había aprovechado sus aptitudes para convertirse en el jefe de facto del clan y amasar una inmensa fortuna repartida en bancos de Pashkri, Ritión, Malabashi y Áinar.

La capacidad de Neerya de influir en la conducta de otras personas, sobre todo varones, era limitada y no se basaba en ningún don sobrenatural, sino en una mezcla de belleza e inteligencia. De haber sido como Urusamsha, habría aprovechado su poder para conseguir que Agmadán se despeñara por los acantilados de Narak o se cortara las venas de muñecas y tobillos.

Pero desde niña había comprobado que podía captar las emociones, ya que no los pensamientos, y sabía cuándo alguien mentía o decía la verdad. La última vez que vio a Derguín, encadenado en la mazmorra, lo encontró sinceramente desesperado, convencido de que lo había perdido todo. No, él no la había engañado, del mismo modo que ella no engañaba a Agmadán al asegurarle que no sabía nada.

Lo que suscitaba otras preguntas. ¿Qué había ocurrido? ¿Quién o qué había ayudado a Derguín a recuperar la Espada de Fuego?

Agmadán llevaba un rato callado, mirando al suelo y moviendo la cabeza a los lados como si discutiera con una presencia invisible. Cuando un criado le trajo una copa de oro con vino tinto fresco, hizo ademán de rechazarla. Pero luego cambió de opinión, chasqueó los dedos para que le volviera a traer la copa, la vació de un trago y le ordenó que se la llenara de nuevo.

—Es posible que no lo supieras, que ese tipejo lograra engañarte a ti como hizo con los demás —dijo por fin.

No es necesario que le insultes
, pensó Neerya. Pero prefirió no avivar más la cólera del politarca.

—Es tal como te he dicho.

—¡Pero no puedes negar que te alegras! ¡Lo veo en tu cara! ¡Te alegras de que me haya dejado en ridículo!

—Lo que ocurra dentro de mi corazón es asunto mío.

—¡Juraste pertenecerme sólo a mí, puta!

Neerya no soportaba la vulgaridad ni la grosería, y ahora fue ella quien estalló. De un palmetazo, arrancó la copa de la mano de Agmadán y derramó el vino en el suelo.

—¡Pero no juré olvidarme de él! ¡Ningún juramento puede domar los recuerdos!

Agmadán levantó el brazo derecho para abofetearla. En vez de eludirlo, Neerya se acercó más, y casi le escupió en la cara al decir:

—¡Adelante! ¡Pégame! ¡Ya sabes que también te juré otra cosa!

Pocos días después de que la
Rauda
se llevara a Derguín de Narak, Agmadán se enojó con Neerya por una simple mirada que le pareció insolente, la agarró del pelo y le propinó dos guantazos. Ella se libró de él y corrió hasta la balaustrada que había junto a la piscina, se subió a ella, sacó las piernas fuera, colgando sobre el abismo, y dijo:

—Por el voto que hice, no puedo tomar represalias contra ti. Pero si vuelves a ponerme la mano encima, juro por todos los demonios del Prates y el inframundo que me tiraré desde aquí.

Agmadán tragó saliva recordando aquello.

—Juramentos, juramentos... Ya que los sacas a colación, te recordaré a qué te obligan los tuyos. ¡Ve a la alcoba y espérame allí!

9 de Bildanil del Año 1002 de Tramórea
Pasonorte

A media mañana, el grueso de la Horda Roja ha llegado a la región conocida como Pasonorte, limitada al este por los montes Crisios, al oeste por las nevadas montañas de Atagaira, al sur por la planicie de Malabashi y al norte por el fértil país de Abinia. La vanguardia, formada por trescientos jinetes, alcanzó su destino tres días antes. En lugar de tomar el desvío al este que nos acercó a los demás a las inmediaciones de Atagaira, los exploradores cabalgaron en línea recta hacia el norte, atravesando con meritorios sacrificios un vasto y árido pedregal.

A nuestra llegada, dichos ojeadores nos informaron de que en la comarca de Pasonorte existen una ciudad digna de tal nombre, tres villas y una docena de aldeas. Todas ellas, a partir de ahora, pertenecen al feudo de la Horda Roja, según cédula concedida y firmada por la Divina Samikir, reina de Malib, que por propia voluntad acompaña graciosamente a nuestra expedición, junto con el noble Urusamsha-go-Bazu. Aunque por el campamento han corrido rumores de que ambos son en realidad rehenes, este cronista, por orden expresa del general en jefe de la Horda Roja
, tah
Kratos, desmiente aquí tal infundio
.

Tah
Kratos no desea desalojar a los habitantes de las mencionadas poblaciones ni, por el momento, mezclar a los Invictos con ellos. En el extremo occidental de Pasonorte, en las últimas estribaciones de los montes Crisios, hay una ciudad en ruinas que fue destruida por un terremoto en el año 923. Las crónicas de la época cuentan cómo días antes de la catástrofe se percibía en las calles un olor fétido, similar a los efluvios mefíticos que se captan cerca de ciertas ciénagas, y cómo desaparecieron misteriosamente todos los insectos, sabandijas y alimañas de los alrededores. El terremoto se produjo de noche y, según algunos supervivientes, se abrió en el centro de la ciudad una abismal grieta de la que brotaron unos monstruosos tentáculos de lodo que recorrieron las calles, derribaron edificios, atraparon a decenas de vecinos y los arrastraron a las profundidades
.

Como fuere, la ciudad de Tolkar, pues tal era su nombre, no volvió a ser habitada desde entonces. Pero
tah
Kratos y los oficiales de su estado mayor han considerado que, puesto que se eleva más de cien metros sobre las tierras de Pasonorte y domina la región, se trata de un enclave asaz apropiado para que la Horda asiente aquí sus reales. Las ruinas se hallan en un estado no mucho menos calamitoso que las de Nidra, pero, tomando en cuenta la fuerza de trabajo de la Horda, los sueldos que gracias al botín arrebatado a los Aifolu se pueden pagar a los lugareños, la cantidad de materia prima disponible en el propio lugar y las condiciones del clima de Pasonorte, este humilde cronista calcula que la reparación de las murallas, menester el más urgente de todos, podrá terminarse en tres meses, y la del resto de la ciudad en un máximo plazo de un año, un mes y dos semanas, tres días arriba, tres días abajo
.

Por el momento, la Horda Roja se ha instalado en las ruinas de Tolkar, y el estandarte de nuestro orgulloso narval ondea en el único torreón que permanece intacto, sobre el baluarte meridional. Hoy, 9 de Bildanil, se han llevado a cabo los rituales deprecatorios para propiciarse a los espíritus de los antiguos moradores de la ciudad, y también se han ofrecido sacrificios a la gran estatua de Anfiún que, milagrosamente, se ha encontrado intacta entre los escombros de un templo. También se ha procedido a cambiar el nombre de la ciudad, para lo cual se ha votado en asamblea formal de guerreros. Algunos nostálgicos han propuesto el nombre de Mígranz. Otros, llevados por la admiración a nuestro nuevo general, que no por vulgar adulación, han sugerido llamarla Kratine, Kraturia u otras variantes, cada uno ateniéndose a las reglas de su propio idioma.
Tah
Kratos, de natural modesto y discreto, se ha negado a que la nueva capital de la Horda Roja lleve su nombre y ha propuesto, tras consultar al joven erudito Mikhon Tiq, versado en lenguas del pasado, que sea conocida como Nikastu, que en el idioma de los Arcanos significa «ciudad de la victoria»
.

La moción ha sido aprobada por aclamación. Así termino esta entrada del diario oficial de la Horda Roja hoy, 9 de Bildanil, en la ciudad refundada de Nikastu. De lo que queda constancia con mi firma y con la de
tah
Kratos, general en jefe de los gloriosos Invictos
.

AHRI DE ÂTTIM,
Diario de la Horda Roja

M
ientras a más de mil kilómetros de distancia Neerya se tumbaba boca arriba en el lecho y se dejaba hacer pensando en el hombre al que amaba, éste se retorcía las manos, tratando de aliviar la torturante comezón que le producía la ausencia de la Espada de Fuego.

—Deberías comer,
tah
Derguín. Así al menos tendrías algo en que entretener los dedos —le dijo Kybes.

Estaban sentados en El Mirador de Nikastu, la primera taberna de la joven ciudad, inaugurada por Gavilán. El capitán de la compañía Terón no había perdido el tiempo.
«
Es la primera noche en nuestra nueva ciudad», había dicho, «y sería de muy mal agüero que no la celebráramos con una buena borrachera.» Por el momento, las paredes de la cantina, allí donde las había, no levantaban más de un metro del suelo, pues el lugar que había elegido Gavilán era un solar donde antes del terremoto debió levantarse una mansión señorial.

Según explicaba a la clientela mesa por mesa, Gavilán había escogido aquel lugar por las vistas: el solar se hallaba en la parte norte de la ciudad, en una elevación que superaba incluso la altura de la muralla. Desde allí se divisaban las llanuras de Abinia y el aire que soplaba era fresco. Tal vez en exceso. Entraba el otoño y el viento venía del norte, donde el clima era más húmedo y menos cálido que en la tórrida Malabashi.

A ratos, Derguín no notaba el frío y a ratos se estremecía. Como había previsto, estaba sufriendo constantes accesos de fiebre. Llevaba ya siete días sin la espada, tantos como la vez anterior. En aquella ocasión había supuesto —erróneamente que
Zemal
se encontraba en su casa, escondida dentro de la armadura hallada en Arak. Ahora no tenía la menor idea de en qué rincón de Tramórea podía hallarse. Había decidido acompañar a la Horda Roja en su viaje, en lugar de regresar a Narak, por dos razones. En primer lugar, sin la Espada de Fuego no tenía el poder necesario para vengarse de Agmadán y recuperar a Neerya. En segundo lugar, no quería distanciarse demasiado de Atagaira: estaba convencido de que Ziyam y
Zemal
no podían hallarse muy lejos la una de la otra.

En parte acertaba y en parte se equivocaba.

—¿No has oído a Kybes? —preguntó Baoyim—. Come algo, por favor.

Kybes y Baoyim estaban muy entretenidos dando cuenta de una ración de caracoles. En la tercera jornada de viaje desde el Kimalidú, mientras seguían una ruta en forma de arco que los había acercado a las montañas de Atagaira, les había llovido durante varias horas. Al día siguiente la Horda había pasado junto a un bosquecillo en el que los críos, durante el descanso de mediodía, se habían dedicado a atrapar caracoles que Gavilán les había comprado a buen precio.

A Derguín siempre le habían gustado aquellos moluscos, pero ahora se le revolvía el estómago al ver cómo Kybes y Baoyim hurgaban en sus conchas con alfileres para sacar sus cuerpos blandos y viscosos, y antes de llevárselos a la boca los contemplaban con tanta satisfacción como balleneros que hubieran arponeado un cachalote. Tampoco había sido capaz de probar el pollo asado que les habían servido antes, así que la causa no era que la textura de aquellos moluscos fuese más o menos babosa. Simplemente, tenía la garganta y la boca del estómago cerradas con un candado.

Escondió las manos debajo de la mesa y se clavó las uñas en los muslos hasta hacerse daño. Por fin llegó la siguiente ronda de cervezas. Derguín había pedido una jarra doble, pensando que había pocos camareros atendiendo las mesas y que acabaría con su bebida antes de que tuvieran la suerte de que volvieran a atenderlos.

Cuando dio el primer trago, largo como el beso de dos amantes que se reencuentran, comprobó con el rabillo del ojo que sus amigos lo observaban con preocupación.
Sí, estoy bebiendo mucho
, pensó. Y, con el estómago vacío, la cerveza se le estaba almacenando toda en un lugar situado justo encima de sus cejas. ¿O era más bien en su nuca? Hambre no tenía, pero sed sí, una sed monstruosa, y además la única forma que se le ocurría para conciliar el sueño era embotarse a fuerza de beber.

La tragantada fue tan larga que se le llenaron los ojos de lágrimas. Para despejarlos, se los frotó y parpadeó, mientras miraba a su alrededor. Había unas treinta mesas, de diversas formas, maderas y tamaños, y el surtido de sillas no era menos abigarrado. No muchos días atrás, en esas mismas mesas y sillas se habían sentado los oficiales del Martal para banquetear y celebrar sus masacres. Gavilán, que llevaba tiempo pensando en montar su propio negocio, había comprado las de más calidad a aquellos a quienes les habían correspondido en el reparto del botín, y otras las había rescatado de una gran montonera destinada a convertirse en leña.

Presidía la fiesta de inauguración una estatua de seis metros de altura. La habían encontrado a poca distancia de allí, sepultada entre una pila de cascotes y tejas, pero incólume. Era una talla de madera maciza, y muy pesada, que representaba a Anfiún. Tras hacerle los sacrificios de rigor, Gavilán había convencido a Kratos de que el mejor lugar para el dios, que como buen guerrero tenía fama de borrachín, era El Mirador de Nikastu, así que la había hecho traer y encaramar sobre un pedestal.

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