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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (31 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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—Kratos May es un gran guerrero. Cuando vino a las llanuras de Trisia, cazamos uros juntos. No quisiera hacer la guerra contra él.

El heraldo había esperado pacientemente. Aunque era obvio que la última frase de Ilam-Jayn pedía a gritos un «pero», el heraldo esperó con paciencia. No era apropiado que un simple intermediario como él completara las frases de un caudillo.

—Pero —prosiguió el Trisio, jugueteando con el collar confeccionado con muelas de enemigos—, mi pueblo sufre necesidad. Aunque bebí la sangre del uro y la leche de la yegua con Kratos como si fuera mi hermano, él gobierna un pueblo de carneros. Si llega aquí y nos guerrea, que así sea.

El heraldo asintió. Sabía que, en el harto improbable caso de que Kratos hubiera accedido a la petición de auxilio, habría tardado meses en llegar. Mucho más tiempo del que les quedaba a los defensores de Mígranz.

Para convencer a los Trisios de lo contrario, los asediados habían arrojado por las murallas veinte sacos de harina y cinco toneles de cerveza, y también habían volcado un carro entero cargado de manzanas. Pretendían demostrar así que les quedaban víveres suficientes para resistir hasta que les llegara la ayuda del grueso de la Horda. Con un poco de suerte, razonaban, los Trisios, que eran de natural inquieto, se aburrirían del cerco y seguirían camino hacia el sur en busca de presas más fáciles.

El problema era que así, aparte de malgastar alimentos, no conseguían sino despertar la codicia de los bárbaros.

—Mejor será confesar que apenas nos queda comida —sugirió un capitán en una de las reuniones del reducido estado mayor de la Horda—. Así comprenderán que no merece la pena el esfuerzo de asediar esta ciudad.

—O, por el contrario, pensarán que pronto nos rendiremos por falta de fuerzas, y que al menos pueden apoderarse de nuestros tesoros —dijo Trekos—. No, nuestra única posibilidad es que abandonen ahora mismo. Al menos, si se marchan podremos recoger las provisiones que nos quedan y dirigirnos al oeste para pedir refugio en Áinar.

De modo que asediados y asediadores se hallaban en un callejón sin salida, y conforme transcurrían los días la situación empeoraba para ambos bandos. El heraldo, como mensajero imparcial, intentaba observarlo todo con una distante ecuanimidad. Le desagradaban la destrucción y la barbarie, los estragos del hambre y la enfermedad. Pero desde hacía mucho tiempo se había fabricado una coraza interior, una malla de anillos tan finos que no dejaba pasar ningún sentimiento. Cuando podía, hacía lo posible por evitar el sufrimiento ajeno. Pero muchas veces no estaba en su mano aliviar los males de los demás, y en otras ocasiones había comprobado que una acción bienintencionada acarreaba consecuencias imprevistas y negativas. Era mejor limitarse a transmitir los mensajes, puesto que las soluciones que él podía proponer a cualquier de ambos bandos se basaban en su propia lógica. Y había comprobado para su pesar que ni la lógica ni la inteligencia eran los principales motores de la conducta humana.

Pero el 10 de Bildanil todo cambió. Al amanecer los sitiados recibieron señales esperanzadoras que se confirmaron durante el día, y por la tarde sus ilusiones empezaron a desmoronarse para de nuevo remontar el vuelo en un momento glorioso y fulgurante.

Y, con la misma rapidez, todo terminó en un desastre inconcebible.

De los cayanes que el general Trekos había enviado pidiendo ayuda a Áinar no se había sabido nada. Pero al amanecer del día 10, se oyeron primero trompetas y luego campanas por todo Mígranz. Sin desayunar, pues magro desayuno habrían tomado en cualquier caso, los defensores de la fortaleza acudieron a las murallas pensando que los Trisios se habían decidido a atacar con las primeras luces.

Fueron los que hacían guardia en el sector occidental quienes descubrieron que las campanas no tocaban a rebato, sino que tañían en señal de júbilo. A lo lejos, pero a este lado del río Trekos, se divisaban tres grandes polvaredas y otras tantas líneas oscuras y muy alargadas que sólo podían significar una cosa: un ejército Ainari avanzando en su habitual triple línea de marcha.

Quiso la suerte que el heraldo estuviera aquella mañana en la fortaleza y no en el campamento Trisio, al que pensaba regresar por la tarde. Como los demás, acudió al adarve oeste y observó cómo las polvaredas se acercaban a Mígranz. El parapeto se fue llenando de gente durante toda la mañana, hasta que a mediodía el heraldo calculó que no debía quedar nadie en la fortaleza que no estuviera allí. Eso hizo que se formaran varias filas de espectadores que se empujaban y se ponían de puntillas para atisbar algo. Había hombres y mujeres mezclados, algunos con armas, otros con palos y piedras y otros, la mayoría, con las manos desnudas, ya que al enterarse de que llegaba un ejército del oeste se había extendido la convicción de que el destino de Mígranz ya no estaba en manos de sus defensores. La aglomeración llegó hasta tal punto que algunas personas se precipitaron al vacío por los huecos entre almena y almena. A la derecha del heraldo, un padre se empeñó en encaramar al parapeto a su hijo. El crío, un rabo de lagartija que no debía tener más de cinco años, no hacía más que moverse entre los brazos de su padre y al final se escurrió hacia el abismo.

Se oyó una mezcla de gritos: el ¡
Nooooo!
del padre, el agudo
¡Yiiiiii!
de terror del niño y el
¡Ooooh!
espantado de la multitud. Pero apenas duró una fracción de segundo. El heraldo, sin tan siquiera pensarlo, inclinó sobre la almena sus dos metros de estatura, extendió su largo brazo y pescó literalmente por los pelos al rapaz. Después lo levantó en vilo y, todavía agarrado de la cabellera, que por suerte era lo bastante rizada y espesa para no resbalar, se lo devolvió al padre.

—G-gracias —tartamudeó éste.

—¿Cómo un tipo tan viejo se ha podido mover tan rápido? —preguntó una mujer en susurros.

—No sé, yo ni siquiera lo he visto —contestó otra.

El heraldo iba a sugerirle al irresponsable progenitor que se largase lo más lejos posible del borde de la muralla, pero no fue necesario. Anunciado por el tintineo de lorigas metálicas y golpes de conteras de bronce sobre el suelo, el general Trekos apareció en el adarve rodeado de oficiales y de soldados que despejaron la zona sin contemplaciones.

—Tú quédate aquí —le dijo Trekos al heraldo cuando vio que hacía ademán de marcharse.

—Te lo agradezco —respondió el emisario con una leve inclinación de cabeza.

Era raro que el general se asomara a la muralla. En los últimos días apenas salía del torreón. Sabedor de que no estaba a la altura de las circunstancias como gobernante, prefería eludir la compañía de sus gobernados. Pero sus aposentos, los mismos que había ocupado el gran Hairón, se hallaban orientados al este, y desde allí no podía ver lo que pasaba.

—¡Han contestado a mi llamada de auxilio! —exclamó al divisar la triple columna que se acercaba desde el Trekos.

Pasado el mediodía, el ejército Ainari ya había llegado a unos tres kilómetros de Mígranz y a poco más de dos mil metros de las líneas de Ilam-Jayn. Sin perder el tiempo en montar un campamento, empezó a desplegarse en orden de batalla, mientras un pequeño escuadrón de jinetes galopaba hacia la empalizada de los Trisios.

A esas alturas, un asistente le había traído un catalejo a Trekos. Habían tenido que requisárselo a un oficial que servía en el adarve norte y que hasta ahora lo había mantenido escondido. Aquellos artefactos, que normalmente se importaban desde Pashkri, valían más de lo que ganaba un capitán en dos o tres meses.

—Van a parlamentar —dijo Trekos—. Van a parlamentar, ¿verdad? —repitió, apartando el catalejo y volviéndose para buscar la mirada del heraldo, al que parecía considerar una especie de asesor.

—Algo me dice que no.

—¿Por qué? Es la costumbre. Hay que ofrecer batalla para que el enemigo la acepte.

—A veces las costumbres se saltan. Observa, general.

Los jinetes Ainari frenaron sus caballos a unos doscientos metros de la empalizada. Desde allí debieron decir algo a los Trisios que los observaban desde la valla, pero el sonido de sus voces no llegó a la fortaleza. Después, descabalgaron y arrojaron sus lanzas contra la estacada enemiga. Los proyectiles se clavaron en tierra de nadie sin haber recorrido ni la cuarta parte de la distancia que los separaba de la empalizada, pero el gesto debió de satisfacer a los Ainari, ya que montaron de nuevo, volvieron grupas y regresaron a la seguridad de sus propias líneas.

Era una declaración unilateral de guerra.

—Entonces es que no hay nada que parlamentar —dijo Trekos—. No piden condiciones ni exigen a los Trisios que se retiren. Quieren batalla.

El heraldo asintió con gesto grave. Batalla era lo que deseaba el general Ainari, sin duda. Lo cual suscitaba algunas preguntas.

El puesto Ainari más cercano era la ciudad de Tigras, en la frontera occidental del imperio. Se hallaba a unos cinco días de marcha, por lo que parecía razonable que les hubiera dado tiempo a recibir las peticiones de auxilio de Mígranz, organizarse rápidamente y ponerse en camino.

Ahora bien, incluso sumando la guarnición de Tigras a las de los fuertes de Amkrit y del Este no podían reunirse más de diez mil hombres. Allí había muchos más, probablemente el triple. La única explicación era que estuvieran acantonados ya en la frontera cuando llegó la petición de auxilio de la Horda.

En cuestión de minutos, los Ainari formaron un frente de unos dos kilómetros, desplegado de norte a sur y compuesto por rectángulos nítidamente separados. En el centro de cada uno de aquellos batallones ondeaban grandes estandartes, pero además la aguzada vista del heraldo vio que uno de cada cinco soldados llevaba a la espalda, cosida o enganchada a la armadura, una banderola del mismo color que el pendón de su unidad. En los huecos entre los batallones se habían apostado tropas de arqueros y ballesteros y en ambos flancos escuadrones de caballería, más diez batallones de infantería de reserva que permanecían en segunda línea.

Todo muy organizado. Al general Trekos le delató su sangre Ainari cuando se volvió sonriendo hacia sus oficiales y les dijo:

—¡Qué gusto da ver formar a esos hombres!

Sobre todo si vienen a ayudarte
, pensó el heraldo. Bien distinto habría sido que acudieran con intenciones de tomar Mígranz.

Aunque sospechaba que era lo que iba a ocurrir. Si el ejército Ainari lograba derrotar a los Trisios o, al menos, convencerlos de que se retiraran, querría cobrarse su ayuda. Durante muchos años Áinar había permitido que Mígranz fuera un enclave independiente a ciento cincuenta kilómetros de su frontera oriental, porque en el fondo les resultaba cómodo que los soldados de la Horda mantuvieran el orden en la región. Pero ahora que la fortaleza había quedado casi desguarnecida, ¿quién se resistiría a devorar un bocado tan fácil y jugoso?

Además, Áinar tenía un nuevo emperador. La noticia se había difundido por las tierras de Málart hacía un par de semanas: Togul Barok, de quien se creía que había perecido en el certamen por la Espada de Fuego, había regresado de entre los muertos o de dondequiera se hubiera perdido. Lo había hecho tan oportunamente que había llegado a tiempo de recoger el último aliento de su padre, el anciano Mihir Barok.

El heraldo conocía muchas cosas sobre Togul Barok; aunque nunca había estado en su presencia, había visto su retrato en las retinas de otra persona y había oído hablar en muchas ocasiones de sus proezas, como también de sus felonías. Un Tahedorán con ocho marcas de maestría resultaba de por sí un guerrero temible, capaz de derrotar a una veintena de hombres si entraba en aceleración. Se añadía a ello que Togul Barok medía dos metros y un palmo, pero no sufría de acromegalia como otros gigantes de su estatura, sino que gozaba de unas proporciones perfectas y aventajaba en coordinación y agilidad a la mayoría de los hombres.

Por si todo ello no lo convirtiera en un personaje lo bastante llamativo, el nuevo emperador de Áinar poseía otra peculiaridad. En cada uno de sus ojos había dos pupilas, situadas a la misma altura y tan juntas que a cierta distancia semejaban un minúsculo reloj de arena tumbado.

Quienes habían visto a Togul Barok aseguraban que aquellas pupilas eran tan inquietantes que producían escalofríos, pero las consideraban una extraña mutación, como ser albino o tener seis dedos en una mano.

El heraldo sabía que no era así. La doble pupila significaba que el emperador compartía la sangre de los dioses. La pregunta que se hacía era cómo podía haber sucedido. Según el llamado Mito de las Edades, el dios Tarimán había jurado al primer Zemalnit que los poderosos Yúgaroi no volverían a inmiscuirse en los asuntos de los humanos. Durante casi mil años aquel voto se había cumplido, y no sólo porque Tarimán respetara su palabra, sino porque Tramórea se hallaba protegida por poderosos hechizos que mantenían alejados a los dioses: la magia del Rey Gris.

¿Cómo habían conseguido burlarlos para engendrar a alguien de su linaje? ¿Y con qué fin?

Si los propósitos de los dioses eran insondables, los de Togul Barok habían resultado diáfanos desde el principio. Ansiaba subir al trono de Áinar cuanto antes para restaurar la pasada gloria de los tiempos de Minos Iyar y convertirse en nuevo señor de toda Tramórea. Cuando todavía era príncipe, había empezado a organizar un pequeño ejército paralelo. Pero antes de que le llegara la oportunidad de levantarse en armas contra su padre, Hairón el Zemalnit había muerto. Como era de esperar, Togul Barok se había convertido en uno de los candidatos al certamen por la Espada de Fuego; sin duda, el poder que podía brindarle
Zemal
aceleraría el cumplimiento de sus planes. Siete habían sido en total los candidatos: la Jauka de la Buena Suerte según la bautizó Krust, miembro de aquella septena de guerreros. Una buena suerte muy relativa, puesto que de aquella aventura sólo volvieron con vida tres.

Tiempo después, Krust murió asesinado en Narak, pero la reaparición de Togul Barok compensó su pérdida, de modo que tres seguían siendo los supervivientes de la Jauka de la Buena Suerte: Togul Barok, Kratos May y Derguín Gorión. Tres grandes guerreros, los mayores de su época, dignos de parangonarse con los héroes más célebres de los últimos mil años. Si el heraldo lo juzgaba así era con conocimiento de causa. Pocas personas había más versadas que él en la historia de Tramórea.

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