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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (4 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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Sus gigantescas aves poseían cierta belleza siniestra, pero de cerca olían mucho peor que los caballos y los urimelos: su aliento hedía a sangre corrompida y a matadero. Y mordían a la mínima oportunidad, de modo que las Atagairas no sólo debían protegerse de las lanzas y los machetes de los Glabros, sino también de los aguzados picos de sus monturas. Uno de esos picos precisamente le había arrancado la cabeza a Visunam, jefa de las Teburashi, tan cerca de Ziyam que a ésta le había salpicado la sangre. Por suerte, los corceles de las Atagairas estaban protegidos con bardas y testeras de metal o de cuero acolchado. Incluso a través de la armadura, un picotazo de un pájaro del terror resultaba tan doloroso como el tajo de una espada, pero los caballos los resistían con tanta bravura como sus amazonas.

La batalla se prolongó durante horas. Las Atagairas lograron apartar a los Glabros del resto del Martal y los llevaron hasta las orillas de un lago cercano. Taniar se acercó al horizonte oeste y lo tiñó de sangre, y su luz roja pareció fundirse con los numerosos fuegos que empezaban a levantarse en el campamento enemigo. En aquel momento, los Invictos acababan de romper las filas de los Aifolu, pero las Atagairas todavía no lo sabían.

Rimom pintaba de azul las aguas del lago a cuyo borde luchaban los Glabros, muchos de ellos ya descabalgados. Se decía que cuando un jinete perdía a su ave, los demás lo descuartizaban y se lo daban como alimento a los demás pájaros. Pero eso debía ocurrir lejos del combate. Ahora, con monturas o sin ellas, los Glabros se resistían literalmente con uñas y, sobre todo, con sus aguzados dientes.

Poco a poco, los enemigos quedaron cercados entre las aguas del lago y unas escarpas cárdenas que se levantaban del suelo como las crestas que los inhumanos desplegaban en sus espaldas. Antea, segunda capitana de la guardia personal y ahora convertida en su jefa por la muerte de Visunam, rugía:

—¡Haced todos los prisioneros que podáis! ¡La reina pagará una moneda de oro por cada Glabro que capturéis con vida!

Las Atagairas no necesitaban el acicate del oro para esforzarse por apresar cautivos. Durante días, sus conversaciones se habían centrado en imaginar rebuscados tormentos para vengar la violación colectiva de la princesa Tildara y sus guerreras. Si en general consideraban a los varones de otras razas seres inferiores, y a los suyos poco más que bestias de trabajo y crianza, a los Glabros los habían convertido en paradigma de todo mal y vileza. Aquellos criminales no se merecían una muerte honorable en combate, de modo que las Atagairas intentaban enganchar con lazos y cuerdas a todos los que podían para arrastrarlos fuera de sus líneas, con la intención de torturarlos sin prisas después de la batalla.

La refriega se había estancado. Aunque los enemigos habían dejado miles de hombres y bestias sobre el terreno, los supervivientes se replegaron formando un frente de apenas veinte metros entre las rocas y el agua y, desmontados, levantaron una muralla de picas y machetes. Con tales angosturas, las Atagairas apenas podían aprovecharse de la superioridad numérica que habían ganado tras las dos primeras horas de batalla.

Cuando el último resplandor rojo de Taniar se apagó en el horizonte, los ojos de Ziyam, habituados a la oscuridad como los de todas las Atagairas, vieron cómo sobre las crestas de roca que dominaban el lago se recortaban centenares de siluetas.

—¡Ahora! —gritó la reina, y Antea transmitió su orden, que se convirtió en un toque de trompeta.

No habría sido necesario. Los urimelos bajaron por aquellos peñascos saltando como cabras montesas. Sobre sus lomos, las amazonas se sacudían y agitaban como si fueran a descoyuntarse, mas pese a los brincos de sus monturas conseguían disparar lanzas y flechas contra los Glabros. Aquella reserva de dos mil guerreras cayó sobre la retaguardia enemiga como un rayo de Manígulat, y los Glabros se vieron de repente encerrados entre dos frentes.

Era la primera batalla de Ziyam, que hasta entonces sólo había combatido en escaramuzas. Una veterana guerrera que había sido amante suya le había dicho:

—Al final del combate, cuando parece que ya todo está resuelto, es cuando debes tener más cuidado si quieres conservar la vida.

Sus palabras debían de ser proféticas: fue en ese momento cuando Ziyam se encontró ante las fauces de la muerte. Decenas de Glabros montados rompieron su propio frente, pisoteando a sus compañeros, y embistieron contra las Atagairas. En medio del caos, la yegua de Ziyam se encabritó y giró de lado, ofreciendo el costado izquierdo a los enemigos. Un pájaro del terror se lanzó sobre
Cellisca
, le clavó el pico en la ijada y abrió una herida por la que sacó una ristra de intestinos ensangrentados.

La yegua se desplomó y Ziyam, fatigada tras varias horas de cabalgar y luchar, no fue lo bastante ágil para sacar la pierna a tiempo y su pantorrilla derecha quedó atrapada bajo el peso de
Cellisca
. Ni siquiera sintió el dolor. Tan sólo vio cómo una enorme garra de tres dedos se posaba sobre el pecho de la yegua y un cuello alargado bajaba desde las alturas. El pico naranja de la bestia, del que colgaba un trozo de carne hedionda, se acercó a su cara, y unos ojos que parecían de vidrio la miraron sin parpadear.

Un salpicón de sangre le cayó sobre la mejilla. El pico del ave golpeó contra la loriga que cubría su pecho, no contra su cabeza. Con un grito de miedo y rabia, Ziyam consiguió sacar la pierna de debajo de la yegua.

Mientras se apartaba y se ponía de pie, usando la espada a modo de bastón, vio cómo el cuerpo del pájaro del terror caía junto al de
Cellisca
. Su madre, que había decapitado a la bestia de un tajo, estaba levantando el brazo sobre la cabeza para acabar con el jinete Glabro, que había perdido el equilibrio al caer su montura.

Mi madre me ha salvado la vida
, pensó Ziyam, con una mezcla de alivio y rencor, pues no quería deberle nada. Un instante después, ella misma atacó al Glabro por el lado izquierdo y le clavó una estocada entre las costillas.

Sobre el gorgoteo ahogado de aquel demonio se oyó un alarido de dolor. Ziyam levantó la mirada. La reina se había quedado con el brazo en alto, congelada en el gesto de descargar el tajo. El arma resbaló de su mano y ella trató de agarrarse al arzón de la silla para no caer.

El Glabro que la había alanceado por detrás profirió un alarido salvaje: ¡
Kashúuuuk
! Su triunfo fue fugaz. Las Teburashi que rodeaban a la reina lo hirieron desde tres puntos a la vez, y una vez abatido los hicieron picadillo a él y a su montura a golpe de espada.

Ziyam se acercó a su madre y le puso una mano en el costado para evitar que resbalara de la silla.

—¡Estoy bien! —exclamó Tanaquil—. ¡No necesito tu ayuda!

Cuando Tanaquil hizo girar a la yegua que montaba, Ziyam vio que una mancha oscura se extendía poco a poco por su espalda. Aprovechando que la lucha se alejaba de ella, recogió del suelo la lanza que había herido a su madre. La sangre fresca manchaba casi un palmo de la moharra de hierro. La herida había sido profunda. De haber recibido un tajo de machete, los anillos de la loriga la habrían detenido y, aunque se habrían hundido en la carne produciendo una fea contusión, la herida no habría pasado más allá del hueso. Pero una punta tan aguzada... Tras abrir los anillos, debía haber penetrado entre las costillas e interesado el pulmón. Ahora mismo su madre debía estar respirando sangre, con el pecho cada vez más encharcado.

Para Ziyam, la conclusión estaba clara.

Vas a ser reina
.

Sabía que la acusarían a ella, que en la corte más de una pensaría que alguna de sus partidarias había herido a traición a su propia soberana.

Le daba igual. Ya reprimiría esas calumnias con mano dura.

—¡Alteza, toma mi montura!

Ziyam levantó la mirada. Una guerrera de la marca de Acruria acababa de desmontar y le tendía las riendas de su yegua. Ziyam le agradeció el gesto, pisó el estribo y se encaramó a la silla. Pero una vez montada, se cuidó mucho de acercarse a ningún otro Glabro. La suerte le había sonreído esa noche, y no era cuestión de tentarla más.

Campamento del Martal

T
ras encabezar la carga de las Atagairas y romper las filas de los Glabros, Derguín había destruido al demonio Gankru, salvando así a su maestro Kratos. Después se había enfrentado al nigromante Ulma Tor, y durante ese combate Mikhon Tiq consiguió por fin salir del encierro de su syfrõn y unirse a su cuerpo petrificado. Entre ambos, y con la irrupción del mago Kalitres, habían derrotado a Ulma Tor.

Demasiadas emociones seguidas. Cuando se quedó a solas con Mikhon Tiq, Derguín no pudo resistir más, se quitó la coraza y se abrazó a su amigo.

—Te he echado de menos, Mikha. Me sentía solo sin ti.

Mikhon Tiq estaba tan aturdido que durante un rato se quedó con las manos caídas a los costados, sin saber qué hacer. Por fin, devolvió el abrazo a su amigo.

—No puedes hacerte idea de lo solo que me he sentido yo, Derguín.

Los dos rieron y lloraron un rato, apartándose para mirarse incrédulos.

—Ahora eres un Kalagorinor —dijo Derguín.

—Y tú eres el Zemalnit —respondió Mikha.

Por fin, Derguín volvió a ponerse la coraza y el yelmo.

—Qué curiosa armadura —dijo su amigo.

—Con ella parezco una criatura de otro mundo, ¿verdad?

No sabes hasta qué punto
, pensó Mikhon Tiq, rozando la coraza con los dedos. Tenía algo de metálico, pero no era de auténtico metal. Eso despertó recuerdos de conocimientos adquiridos, o más bien recuperados, dentro de su syfrõn. Pero por el momento no le dijo nada a Derguín. Recién regresado al mundo «real», era preferible esperar, observar y comprender antes de ofrecer información alegremente.

Estoy haciendo justo lo que no soportaba en el viejo Linar
, pensó.

—¿Adónde vas ahora, mi señor Zemalnit? —preguntó con una sonrisa un tanto forzada.

—La batalla no ha terminado, Mikha. Y quiero ver qué tal está Kratos. Ha pasado demasiado rato en Urtahitéi. ¿Me acompañas?

—Quiero saludar a ese calvo gruñón. Pero no ahora. Tengo que pensar algunas cosas.

—¿No has tenido tiempo más que de sobra para pensar?

Escondido detrás del visor de cristal, era difícil saber si Derguín pretendía ser irónico. Mikha le hizo un gesto con la mano.

—Tranquilo. Me reuniré contigo luego.

—Estamos en un campo de batalla. ¿No crees que deberías...?

—Estaré a salvo, Derguín. No te preocupes por mí.

Cuando su amigo se fue, Mikha observó a su alrededor. La tienda en la que él y Derguín habían combatido contra Ulma Tor había volado por los aires, arrastrada por el vendaval sobrenatural conjurado por Kalitres. A unos cuantos metros se veían otros dos pabellones negros, con las lonas desgarradas.

Por lo demás, se hallaba solo dentro de aquella empalizada. Dejando aparte los cadáveres, claro está. Cuerpos retorcidos, contraídos en extrañas posturas, con la piel grisácea y quebradiza y las mejillas encogidas, cual si llevaran años muertos y embalsamados.

Más allá se veían pasar grupos de soldados, algunos organizados y otros más anárquicos. Había hombres armados y otros que llevaban las manos atadas, y los primeros conducían a los segundos en reatas como si fueran ganado. También había mujeres guerreras; sin duda, Atagairas. Mikhon Tiq no sabía quién había combatido contra quién ni por qué. Ya tendría tiempo de enterarse.

Tiempo.

Tiempo.

Ahora el tiempo significaba algo muy distinto para él. Durante diecinueve años había llevado una vida más o menos normal: su infancia en Malirie, sus estudios frustrados en la Academia de la Guerra de Koras, después su aprendizaje con Yatom...

Pero todo eso había terminado junto a un pino. El pino del que lo había ahorcado Linar. El pino junto al que había muerto. Para después despertar, o más bien resucitar, como un Kalagorinor. Un hombre sin corazón, o al menos con un corazón inútil, parado. Su sangre seguía corriendo por arterias y venas, pero ya no lo hacía a empujones partiendo desde aquel músculo encerrado entre costillas y pulmones. Ahora lo hacía en un flujo suave y constante, un río interno que parecía fluir siempre cuesta abajo, movido por la energía que formaba el núcleo de su syfrõn.

Morir a los diecinueve años estrangulado por una soga de cáñamo no era una experiencia agradable. Pero aquel recuerdo había resultado fácil de olvidar o al menos de arrinconar, ya que Mikhon Tiq estaba embriagado por el descubrimiento de la syfrõn que había heredado de Yatom y de los poderes que se escondían en ella.

Mas esos poderes se le habían concedido con una limitación. Era como si a Derguín le hubieran entregado la Espada de Fuego añadiendo una cláusula: «Jamás debes sacarla de su funda». Cuando Mikhon Tiq realizaba algún conjuro simple, un hechizo que podría haber realizado cualquier encantador de feria, todo iba bien. Pero si empleaba más poder, si la emisión de energía de su syfrõn superaba cierto punto, el suelo empezaba a temblar bajo sus pies y una colosal criatura subterránea despertaba y acudía a su llamado, tan voraz como un tiburón al olor de la sangre.

Una cruel iniciación como Kalagorinor. El destino le había entregado la llave de un poder cuyo alcance apenas empezaba a concebir, y se la había arrebatado un segundo después. Mikhon Tiq se sentía como un eunuco vigilando un harén poblado por las mujeres más bellas del mundo.

A la postre, aquella maldición se había revelado útil. Siete eran los Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». De uno de ellos, Kalitres, no se había sabido nada durante siglos. Otros cuatro habían sido corrompidos por el nigromante Ulma Tor, de modo que en el certamen por la Espada de Fuego habían decidido apoyar al príncipe Togul Barok, pese a que sus ojos de dobles pupilas proclamaban que pertenecía al linaje de los dioses.

Contra esos cuatro combatieron Mikhon Tiq y Linar en los pantanos de Purk, y si consiguieron derrotarlos fue precisamente gracias a la maldición: el poder desatado de Mikhon Tiq invocó al leviatán subterráneo, que devoró en sus inmensas fauces a los Kalagorinôr renegados. Cuando los cuatro magos perecieron, sus syfrõnes colapsaron, provocando una explosión que se elevó a los cielos como un monstruoso hongo de vapor coronado por un sol en miniatura.

¿Había destruido aquella catástrofe a la criatura subterránea? Al principio, Mikhon Tiq quiso creer que sí, que a partir de aquel momento era libre para utilizar su poder. Cuando en aquella selva insalubre se enfrentó contra Ulma Tor, el joven mago desató todas sus energías, y sin embargo no llegó a sentir en el suelo la trepidación que anunciaba la llegada de la bestia.

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