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Authors: Doris Lessing
«Espero sobre todo haber sido capaz de recrear el espíritu de la década de los sesenta, una época que vista en retrospectiva y comparada con lo que vino después parece sorprendentemente inocente. Hubo en ella poco de la maldad de los setenta o de la fría codicia de los ochenta.»
Doriss Lessing renunció a escribir el tercer volumen de su autobiografía para no «perjudicar a personas vulnerables» y ha escrito en su lugar una maravillosa y radical obra crítica en la que, a través de las vidas de un grupo de jóvenes inconformistas, plasma una época, heredera de dos guerras mundiales, floreciente en nuevas actitudes ante la vida.
Doris Lessing
El sueño más dulce
ePUB v1.0
Fulano11.12.11
Título original:
The Sweetest Dream
Traducción: Ma. Eugenia Ciocchini
1a. Edición: Enero 2006
1a. Reimpresión: Octubre 2007
© Doris Lessing 2001
© Ediciones B, S.A., 2006
para el sello Zeta Bolsillo
Bailén 84 - 08009 Barcelona (España)
Diseño de colección: Ignacio Ballesteros
ISBN: 84-96546-96-9
Con gratitud a mi editor en Flamingo, Philip Gwyn
Jones; a mi agente, Jonathan Clowes, por sus buenos
consejos y críticas, y a Antony Chenells, por su ayuda
con las partes de la novela que tratan del catolicismo.
No escribo el tercer volumen de mi autobiografía para no perjudicar a personas vulnerables. Eso no significa que la haya novelado. En este libro no hay referencias a personas reales, salvo en el caso de un personaje muy secundario.
Espero sobre todo, haber sido capaz de recrear el espíritu de la década de los sesenta, una época que, vista retrospectivamente y comparada con lo que vino después, parece sorprendentemente inocente. Hubo en ella poco de la maldad de los setenta o de la fría codicia de los ochenta.
Algunos acontecimientos ambientados a finales de los setenta y principios de los ochenta sucedieron en realidad una década después.
La Campaña por el Desarme Nuclear se opuso a que el Gobierno tomara medidas para proteger a la población de las consecuencias de un posible ataque o accidente nuclear, incluso de la lluvia radiactiva, pese a que la protección de los ciudadanos debería ser la principal responsabilidad de cualquier gobierno.
Muchos trataron a aquellos que creían en la conveniencia de velar por la seguridad de la población como enemigos; los agredieron con insultos —el más leve de los cuales era «fascistas»— y en ocasiones físicamente. Amenazas de muerte, sustancias desagradables introducidas por el buzón de la puerta..., toda la gama de hostigamientos mafiosos. Nunca ha habido una campaña más histérica, alborotadora e irracional.
Los estudiosos de la dinámica de los movimientos de masas encontrarán toda la información al respecto en los archivos de los periódicos; algunos me han escrito cartas con frases como: «Fue una locura. ¿A qué venía todo aquello?»
Y se van los que fueron buenos chicos
Un anochecer de otoño; abajo, la calle era un escenario de pequeñas luces amarillas que sugerían intimidad, y la gente ya iba abrigada como para el invierno. A su espalda la habitación empezaba a llenarse de una fría penumbra, pero nada conseguiría abatir a Frances: estaba flotando, con el ánimo tan elevado como una nube de verano, tan contenta como una niña que acaba de aprender a andar. La causa de este insólito buen humor era un telegrama de su ex marido, Johnny Lennox —el camarada Johnny—, que había recibido hacía tres días. FIRMADO CONTRATO PARA PELÍCULA DE FIDEL PAGARÉ TODOS LOS ATRASOS Y LO CORRESPONDIENTE A ESTE MES EL DOMINGO. Y el domingo había llegado. Sabía que aquel «todos los atrasos» obedecía a una euforia semejante a la que ella estaba experimentando; de ningún modo los pagaría «todos», pues a esas alturas ascendían a una cantidad tan grande que había perdido la cuenta. Aun así, la confianza que él demostraba parecía indicar que esperaba una suma verdaderamente importante. La confianza era el... no, no debía decir que era el sello de Johnny, pero ¿acaso alguna vez lo había visto amilanado por las circunstancias, o desconcertado siquiera?
Detrás de ella, sobre el escritorio, había dos cartas dispuestas la una al lado de la otra, como una lección acerca de las improbables pero frecuentes yuxtaposiciones dramáticas de la vida. En una le ofrecían un papel en una obra. Frances Lennox era una actriz de reparto, formal y fiable; nunca le habían exigido otra cosa. Se trataba de una obra nueva y brillante, un mano a mano en el que el protagonista masculino sería Tony Wilde, a quien hasta entonces había considerado tan inalcanzable que jamás había aspirado a ver su nombre junto al de él. Y había sido el propio Tony Wilde quien la había propuesto para el papel. Dos años antes habían trabajado juntos; ella interpretando un personaje insignificante y funcional, como de costumbre. Al final de la breve temporada —la obra había distado de ser un éxito—, después de la última función y entre una y otra salida a escena para saludar, había oído: «Buen trabajo, has estado muy bien.» Sonrisas desde el Olimpo, había pensado, aunque sabía que él ya había manifestado cierto interés por ella. No obstante, ahora había tomado conciencia de todas las fantasías febriles por las que se dejaba llevar, lo que no la pilló desprevenida, pues sabía lo atrincherada que estaba, lo bien que controlaba su faceta erótica. A pesar suyo, echó a volar su imaginación pensando en su capacidad para divertirse (aún no la había perdido, ¿verdad?), incluso para experimentar un imprudente placer, si le daban pie, mientras demostraba lo que era capaz de hacer en el escenario, siempre y cuando le brindaran la oportunidad. Sin embargo, en un pequeño teatro y con una obra tan arriesgada no ganaría mucho. De no ser por el telegrama de Johnny, no habría podido permitirse el lujo de aceptar.
En la otra carta le ofrecían que se encargara de un consultorio sentimental (con un nombre aún por decidir) en
The Defender
. Se trataba de un trabajo seguro y bien pagado que supondría una prolongación de su otra faceta profesional, la de periodista
freelance
, que era la que le daba de comer.
Hacía años que escribía sobre los temas más variados. Había hecho sus pinitos en periódicos locales y sensacionalistas, en cualquier sitio donde le pagaran algo. Más tarde comenzó a investigar para artículos serios, que se publicaron en la prensa nacional. Tenía fama de escribir notas rigurosas y equilibradas que a menudo presentaban un enfoque original sobre hechos corrientes.
Se le daría bien. ¿Para qué la capacitaba su experiencia si no para tratar con objetividad los problemas ajenos? Pero aceptar ese trabajo no le proporcionaría placer ni la sensación de estar ampliando sus horizontes. Más bien la obligaría a enderezar los hombros con esa férrea determinación interior que es como un bostezo reprimido.
Qué harta estaba de problemas, de almas magulladas, de críos abandonados; qué maravilloso sería decir: «Bien, ya podéis cuidaros solos por un tiempo. Yo estaré en el teatro todas las noches y la mayor parte del día.» (Llegada a ese punto se echó a sí misma otro jarro de agua fría: «¿Has perdido la cabeza?» Sí, y le encantaba.)
Vio brillar la copa de un árbol todavía envuelto en su follaje estival, ahora un poco enrarecido; la luz procedente de dos plantas más arriba, de las habitaciones de la vieja, lo había rescatado de la oscuridad para llenarlo de animado movimiento y de un tenue verdor: el color apenas se insinuaba. De manera que Julia estaba en casa. Al readmitir a su suegra —ex suegra— en su mente, experimentó una aprensión familiar, causada por el peso de la censura que descendía a través de la casa hasta ella, aunque recientemente se había percatado de algo más. Julia había estado ingresada en el hospital, al borde de la muerte, y Frances se había visto obligada a reconocer cuánto dependía de ella. ¿Qué haría sin Julia? ¿Qué harían todos?
Entretanto, todo el mundo se refería a ella como «la vieja»; incluida Frances, hasta hacía poco. Andrew, en cambio, no. Y había notado que Colin había empezado a llamarla Julia. En las tres habitaciones situadas directamente encima de donde se encontraba en ese momento, debajo de las de Julia, vivían los hijos que había tenido con Johnny Lennox: Andrew, el mayor, y Colin, el menor.
Frances también disponía de tres habitaciones: un dormitorio, un estudio y un cuarto que siempre venía bien cuando alguien se quedaba a pasar la noche. Había oído comentar a Rose Trimble: «¿Para qué necesita tantas habitaciones? Es una egoísta.»
Sin embargo, nadie se preguntaba para qué quería Julia cuatro habitaciones. La casa era suya. En lo alto de ese edificio ruidoso y demasiado concurrido, en el que la gente no paraba de entrar y salir, dormía en el suelo y llevaba amigos cuyos nombres Frances casi siempre ignoraba, había una zona aparte que era todo orden, donde el aire parecía suavemente malva y olía a violetas, con armarios que contenían sombreros de hacía décadas, adornados con velos, diamantes falsos y flores, así como trajes de una tela y un corte extraordinarios, que ya no se encontraban en las tiendas. Julia Lennox bajaba por la escalera y salía a la calle con la espalda erguida y las manos enfundadas en guantes —tenía cajones repletos de ellos—, con zapatos impecables, sombrero y abrigo violeta, gris o malva, rodeada por un halo de aromas florales. «¿De dónde saca esa ropa?», había preguntado Rose antes de descubrir una verdad del pasado: que era posible guardar la ropa durante años y que no era preciso tirarla una semana después de comprarla.
Debajo de la zona de la casa correspondiente a Frances había un salón que se extendía desde el fondo hasta la fachada, y en cuyo amplísimo sofá rojo, los adolescentes solían intercambiarse apasionadas confidencias, de dos en dos; si Frances abría la puerta con cautela, a veces veía hasta media docena de «críos», acurrucados como una camada de cachorros.
El uso de la estancia no justificaba el que le hubieran concedido tanto espacio en el centro del edificio. La vida de la casa se desarrollaba en la cocina. La sala sólo demostraba su utilidad cuando organizaban una fiesta, lo que no ocurría a menudo, porque los chicos iban a discotecas y conciertos de música pop; aunque les costaba salir de la cocina y separarse de la grandiosa mesa que Julia había usado para servir sus cenas, con un ala plegada, en los tiempos en que «recibía invitados», como ella decía.
Ahora la mesa estaba siempre extendida, rodeada de entre dieciséis y veinte sillas y banquetas.
El apartamento del sótano era grande, y Frances casi nunca sabía quién acampaba en él. Los sacos de dormir y los edredones salpicaban el suelo como si fuesen despojos de una tormenta. Cuando bajaba no podía evitar sentirse una especie de espía. Aparte de insistir en que mantuvieran el lugar limpio y ordenado —de vez en cuando les daba por «limpiar», aunque los efectos de esos arrebatos higiénicos no resultaban fáciles de apreciar—, procuraba no interferir. Julia no adolecía de las mismas inhibiciones; a menudo descendía por la estrecha escalera y contemplaba la escena de los durmientes, que en ocasiones seguían dentro de sus sacos hasta el mediodía o incluso más, rodeados de tazas sucias, pilas de discos, radios y montañas de ropa; luego se volvía despacio, una figura severa a pesar de los pequeños velos y los guantes, que en ocasiones llevaban una rosa bordada en la muñeca, y tras deducir por la rigidez de una espalda o por una cabeza que se alzaba con nerviosismo que habían reparado en su presencia, subía lentamente la escalera, dejando en el viciado aire un aroma a flores y polvos cosméticos caros.