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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (52 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Cualquiera que conociese como yo al verdulero Greff habríase igualmente sorprendido al ver que a aquella hora el escaparate y la puerta de su tienda permanecían con las cortinas echadas y cerrados. Cierto que los últimos años habían ido convirtiendo a Greff cada vez más en un Greff raro, pero hasta entonces nunca había dejado de observar puntualmente las horas de apertura y cierre.

Tal vez esté enfermo, pensó Óscar, para rechazar en el acto la idea. Porque, ¿cómo podía enfermarse de un día para otro, a pesar de algunas manifestaciones recientes de envejecimiento, aquel hombre elemental, aquel Greff que, el último invierno todavía, aunque no con la misma frecuencia de antes, había practicado agujeros en el hielo del Báltico para bañarse en ellos? Allí el privilegio de guardar cama ejercíalo con asiduidad suficiente la señora Greff, y además yo sabía que Greff despreciaba las camas blandas y dormía con preferencia en camas de campaña o en duros catres. No, no había enfermedad alguna capaz de retener al verdulero en la cama.

Situéme, pues, delante de la verdulería cerrada, volví la vista hacia nuestra tienda y observé que Matzerath se hallaba ocupado en el interior; y sólo entonces procedí al discreto redoble de unos compases sobre mi tambor, con la esperanza de que alcanzaran el oído sensible de la Greff. No hubo necesidad de mucho ruido; en seguida se abrió la segunda ventana de la derecha, junto a la puerta de la tienda. La Greff, en camisón y con la cabeza llena de rizadores y una almohada apretada contra el pecho, mostróse por encima del cajón de los geranios: —¿Ah, eres tú, Oscarcito? Métete ya, no esperes ahí afuera con el frío que hace.

A manera de explicación, di con uno de los palillos unos golpecitos en la cortina metálica del escaparate.

—¡Alberto! —gritó—. ¡Alberto! ¿Dónde estás? ¿Qué haces? —sin dejar de llamar a su marido, abandonó la ventana. Hubo un batir de puertas, la oí moverse por la tienda y, de pronto, se puso a chillar. Chillaba en la bodega, pero yo no podía ver por qué gritaba, porque el tragaluz de la bodega, a través del cual solían verterse las patatas los días de entrega —cada vez más raros durante los años de guerra—, estaba también atrancada. Al pegar yo un ojo a las maderas alquitranadas que tapaban el tragaluz, pude ver que en la bodega estaba encendida la luz eléctrica. Alcanzaba asimismo a distinguir la parte superior de la escalera de la bodega, en la que había tirado algo blanco, que probablemente era la almohada de la Greff.

Seguramente la había perdido en la escalera, porque ya no estaba ella en la bodega, sino que volvía ahora a chillar en la tienda y, acto seguido, en el dormitorio. Descolgó el teléfono, chillaba y marcó un número y, luego gritaba en el teléfono; pero Óscar no podía entender de qué se trataba, sino sólo la palabra accidente y la dirección, Labesweg 24, que repitió varias veces chillando, y luego colgó; y luego, chillando, en camisón y sin almohada, pero con los rizadores, llenó la ventana, volcándose con su exuberancia pectoral, que yo conocía bien, sobre el cajón de los geranios, al tiempo que con ambas manos se golpeaba las carnosas turgencias sonrosadas y chillaba a tal punto, por encima de ellas, que la calle se hacía estrecha y Óscar creía ya que, ahora, la Greff iba también a empezar a romper los vidrios con sus gritos; pero no se rompió ningún vidrio. Abriéronse precipitadamente las ventanas, aparecieron los vecinos, las mujeres preguntábanse unas a otras a gritos, los hombres vinieron corriendo, el relojero Laubschad —al principio con sólo la mitad de sus brazos en las mangas de su chaqueta—, el viejo Heilandt, el señor Reissberg, el sastre Libischewski, el señor Esch, de los portales más inmediatos; vino inclusive Probst —no el peluquero, sino el de la carbonería— con su hijo. Matzerath llegó corriendo con su guardapolvo de tendero en tanto que María, con el pequeño Kurt en brazos, permanecía de pie en el umbral de la tienda de ultramarinos.

Resultóme empresa fácil desaparecer en el concurso de los adultos y eludir a Matzerath, que me buscaba. Él y el relojero Laubschad fueron los primeros que se dispusieron a actuar. Trataron de penetrar en la habitación por la ventana, pero la Greff no dejaba subir a nadie, y menos entrar. Entre arañazos, golpes y mordiscos se las arreglaba para chillar cada vez más alto y, en parte, inclusive en forma inteligible. Primero, gritaba, había que esperar la llegada de la ambulancia; hacía ya rato que ella la había llamado por teléfono, y no era necesario, pues, que nadie más llamara, ya que ella sabía muy bien qué era lo que había que hacer en estos casos. Que se ocuparan ellos de sus propias tiendas, que ella tenía ya más que suficiente con lo suyo. Curiosear, eso es lo que querían, curiosear y nada más; eso eran los amigos cuando a uno le sobreviene una desgracia. Y en medio de sus lamentaciones hubo de descubrirme a mí entre la concurrencia reunida frente a su tienda, porque me llamó, y comoquiera que entretanto se había desembarazado de los hombres, me alargó los brazos, y alguien —Óscar cree hoy todavía que fue el relojero Laubschad— me levantó en vilo y, contra la voluntad de Matzerath, quiso pasarme al interior, y casi a la altura del cajón de geranios me estaba alcanzando Matzerath cuando ya Lina Greff me había agarrado, me apretaba contra su tibio camisón y ya no gritaba, sino que sólo lloraba y gemía en voz alta y, gimiendo en voz alta, absorbía el aire a bocanadas.

En la misma medida que los chillidos de la señora Greff habían excitado a los vecinos convirtiéndolos en una banda gesticulante y desvergonzada, así logró su débil pero audible gemido hacer del concurso que se había reunido frente al cajón de geranios una masa silenciosa, que no sabía qué hacer con los pies y apenas se atrevía a mirar a la llorona a la cara, poniendo toda su esperanza, su curiosidad y su simpatía en la ambulancia que estaba por llegar.

Tampoco a Óscar le resultaba agradable el gemir de la Greff. Traté, pues, de deslizarme algo más abajo, para no quedar tan cerca de sus quejidos, y logré efectivamente dejar el soporte de su cuello y sentarme a medias sobre el cajón de las flores. Pero aun allí sentíase Óscar demasiado observado, porque María, con el nene en brazos, permanecía ante la puerta de la tienda. Así que abandoné también dicho asiento, sintiendo lo penoso de mi situación y pensando sólo en María —los vecinos me tenían enteramente sin cuidado—, logré desprenderme del litoral de la Greff, que temblaba demasiado y me recordaba la cama.

Lina Greff se dio cuenta de mi huida, o ya no contaba con fuerzas suficientes para retener aquel cuerpecito que, por espacio de tanto tiempo, le había brindado asiduamente un sustituto. Tal vez Lina intuyera también que Óscar se le escapaba para siempre, que con sus chillidos había engendrado un ruido que, mientras por una parte se convertía en muro y bastidor sonoro entre la doliente y el tambor, por otra parte derrocaba un muro que se alzaba entre María y yo.

Hallábame en el dormitorio de los Greff. El tambor me colgaba inseguro y en bandolera. Óscar conocía bien el cuarto y habría podido recitar de memoria, a lo ancho y a lo largo, la alfombra de color verde jugoso. Aún estaba sobre el escabel la palangana con el agua sucia y jabonosa del día anterior. Cada cosa ocupaba su lugar y, sin embargo, los muebles, usados, hundidos o rayados, antojábanseme nuevos o por lo menos renovados, como si todo lo que allí en torno se mantenía sobre cuatro pies o cuatro patas hubiera necesitado del chillido y luego del gemido agudo de Lina Greff para cobrar un nuevo brillo terriblemente frío.

La puerta de la tienda estaba abierta. Óscar no quería; pero luego dejóse de todos modos atraer hacia aquel local que olía a tierra seca y cebollas y al que la luz del sol, que penetraba por las rendijas de las cortinas del escaparate, dividía entre haces en los que se veía flotar el polvo. La mayor parte de las máquinas de ruidos o de música de Greff permanecían bañadas en una semioscuridad, y sólo en algunos detalles, en una campanilla, en los travesaños de madera contrachapeada, en la parte inferior de la máquina-tambor, se manifestaba la luz y me mostraba las patatas mantenidas en equilibrio.

La trampa que, lo mismo que en nuestra tienda, tapaba detrás del mostrador la entrada de la bodega, estaba abierta. Nada sujetaba la plancha de tablas que la Greff seguramente había levantado en su chillona precipitación, olvidando, sin embargo, fijar el gancho al soporte del mostrador. Con un ligero empujón Óscar habría podido tumbarla, cerrando la bodega.

Manteníame inmóvil algo detrás de las tablas que exhalaban un olor de polvo y moho, con la mirada fija en aquel cuadrilátero violentamente iluminando que enmarcaba una parte de la escalera y del piso de cemento de la bodega. Arriba y a la derecha del cuadrado se veía parte de una tarima con gradas, que debía de ser una nueva invención de Greff, ya que en mis visitas ocasionales anteriores a la bodega nunca había visto aquel armatoste. Pero no era la tarima la que retenía por tanto tiempo y con tanta fascinación la mirada de Óscar clavada en el interior de la bodega, sino la vista que, en raro escorzo, ofrecían en el rincón superior derecho del cuadro dos medias de lana metidas en sendas botas de lazos. Aunque yo no alcanzara a ver las suelas de las botas, pude reconocerlas en el acto como las botas de marcha de Greff. Eso no ha de ser Greff, me dije, que esté ahí parado y a punto de echarse a andar, porque las botas no se apoyan, sino que flotan más bien por encima de la tarima, a menos que, por estar inclinadas hacia abajo, alcancen a tocar las tablas, aunque sea de puntas. Y por espacio de un segundo se imaginó a un Greff manteniéndose sobre las puntas de sus botas, ya que a un gimnasta y naturalista como él bien podía suponérsele capaz de un ejercicio tan cómico, aunque no por ello menos violento.

Para cerciorarme de la exactitud de mi suposición, así como para poder reírme luego a expensas del verdulero, bajé con precaución los empinados peldaños de la escalera, tocando al propio tiempo en mi tambor, si no recuerdo mal, aquella cosa que mete miedo y lo disipa: «¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!»

Sólo al sentirse firme sobre el piso de cemento dejó Óscar deslizarse su mirada en torno sobre paquetes amontonados de sacos de cebollas vacíos y sobre cajas de fruta apiladas y vacías igualmente, hasta acercarse, entre todo aquel maderamen nunca visto anteriormente, al lugar en que las botas de marcha de Greff colgaban o bien estaban tocando las tablas con las puntas.

Supe, por descontado, que Greff colgaba. Las botas colgaban, y con ellas colgaban también las gruesas medias verdinegras. Rodillas desnudas de hombre por encima de la vuelta de las medias; muslos peludos hasta el borde del pantalón: ahí me entró un escozor cosquilleante que, partiéndome de los órganos sexuales y siguiendo el trasero y la espalda insensible, se me subía a lo largo de la espina dorsal, se me fijaba en el cogote, me bañaba de sudor frío, se me bajaba otra vez hasta metérseme entre las piernas, encogíame la bolsita ya de por sí pequeña, volvía a fijárseme en el cogote, saltando la espalda que ya se me encorvaba, y ahí se estrechaba —hoy todavía siente Óscar el escozor y el piquete cuando alguien habla en su presencia de colgar, aunque no sea más que la ropa: no sólo colgaban las botas de marcha, las medias de lana, las rodillas y el pantalón corto, sino que era Greff entero el que allí colgaba del pescuezo y ponía, por encima de la cuerda, una cara esforzada no exenta de afectación teatral.

El escozor y el piquete cedieron en forma sorprendentemente rápida. La vista de Greff me fue pareciendo normal, porque, después de todo, la actitud de un ahorcado resulta tan normal y natural como la vista, por ejemplo, de un hombre que anda sobre las manos, que se sostiene en equilibrio sobre la cabeza o que pone realmente una triste figura al montar sobre un penco de cuatro patas para cabalgarlo.

Y luego, el decorado. Sólo entonces pudo Óscar apreciar el lujo de preparativos con que Greff se había rodeado a sí mismo. El marco y el ambiente en los que Greff colgaba eran de lo más rebuscado y extravagante. El verdulero había escogido una forma de muerte digna de él y había hallado una muerte exacta. Él, que en vida había tenido dificultades y un cambio penoso de correspondencia con los funcionarios de Pesas y Medidas; él, que se había visto confiscar varias veces la balanza y las pesas; él, que por el peso incorrecto de frutas y legumbres había debido pagar multas, pesóse a sí mismo al gramo con pesas de patatas.

La soga, de un brillo mate y probablemente enjabonada, corría, guiada por poleas, sobre dos vigas que él había fijado expresamente para su último día a una tarima que no tenía otro objeto que el de ser su última tarima. El derroche de madera de construcción de la mejor clase me hacía deducir que el verdulero no había reparado en gastos. Su trabajo le hubo de costar, en aquellos tiempos de guerra en que todo escaseaba, procurarse las vigas y las tablas. Probablemente había tenido que recurrir al trueque: él daría fruta y recibiría madera en pago. De ahí que tampoco le faltara al tablado tornapuntas y ornamentos superfluos simplemente decorativos. La tarima en tres partes —uno de cuyos ángulos había percibido Óscar desde la tienda— levantaba el conjunto de la armazón a una altura casi sublime.

Lo mismo que en la máquina-tambor, de la que el verdulero aficionado se habría servido probablemente como modelo, Greff y su contrapeso quedaban suspendidos en el interior de la armazón En vivo contraste con los cuatro montantes angulares encalados una elegante escalerita verde quedaba entre él y lo productos agrícolas, igualmente suspendidos. Los cestos de patatas los habían sujetado a la cuerda principal por medio de un nudo laborioso, como los que saben hacer los exploradores. Comoquiera que el interior de la armazón estaba iluminado por cuatro bombillas pintadas de blanco pero de fuerte voltaje, Óscar pudo leer, sin necesidad de subir a la tarima y profanarla, un letrerito sujeto con un alambre al nudo explorador encima de los cestos de patatas, que decía: Setenta y cinco kilos (menos cien gramos).

Greff colgaba en uniforme de jefe de exploradores. Había sacado para su último día el uniforme de los años anteriores a la guerra. Le venía estrecho. No había podido abrocharse los dos botones superiores ni el cinturón, lo que confería a su atavío, tan correcto siempre, una nota lamentable. Tenía cruzados dos dedos de la mano izquierda, conforme a la usanza de los exploradores. Antes de ahorcarse, el colgado se había sujetado a la muñeca derecha el sombrero de explorador. Había tenido que renunciar al pañuelo del cuello y, comoquiera que, lo mismo que el pantalón corto, tampoco había podido abrocharse los dos botones superiores del cuello de la camisa, desbordábasele por ésta el crespo vello del pecho.

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