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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (83 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Este parecía no conocer el cuarto de la señorita Dorotea y, si lo había visitado alguna vez, había conseguido no dejar tras de sí la menor traza. Así pues, Óscar hubiera debido tener motivo de alegrarse. ¿No le llevaba yo al doctor una ventaja considerable? La ausencia de toda huella del médico, ¿no revelaba acaso que las relaciones entre él y la enfermera sólo existían en el hospital y eran, por consiguiente, de carácter meramente profesional y, si no profesional, por lo menos unilaterales?

Pero los celos de Óscar necesitaban de algún motivo. Por mucho que la más insignificante huella del doctor me hubiese afectado, no era menos cierto, por otro lado, que me hubiera proporcionado una satisfacción que no se dejaba comparar con la del minúsculo y breve resultado de la estancia en el armario.

No sé cómo volví a mi cuarto. Sólo recuerdo que, detrás de aquella puerta del otro extremo del corredor que cerraba el cuarto de un tal señor Münzer, oí una tos fingida que solicitaba atención. ¿Qué me importaba a mí aquel señor Münzer? ¿No tenía yo ya bastante con la inquilina del Erizo? ¿Necesitaba imponerme una carga a cuenta de aquel Münzer, que vaya usted a saber lo que tras ese nombre ocultaría? Óscar hizo pues caso omiso de aquella tos que lo invitaba, o, mejor dicho, sólo cuando me hallé en mi cuarto comprendí que aquel señor Münzer, al que no conocía y me era indiferente, había tosido para atraerme a mí, Óscar, a su cuarto.

Por algún tiempo sentí no haber reaccionado ante aquella tos, porque el cuarto se me hacía a la vez tan terriblemente estrecho y tan vasto, que una conversación con el señor Münzer que tosía, por molesta y forzada que hubiera sido, me habría hecho el efecto de un sedante. Sea como fuere, el caso es que no tuve el valor de restablecer tardíamente la comunicación, tal vez tosiendo a mi vez en el corredor, con el señor que estaba tras la puerta del otro extremo del mismo. Me abandoné sin voluntad al inexorable ángulo recto de la silla de cocina de mi cuarto, empecé, como siempre que me siento en alguna silla, a sentir síntomas de agitación, tomé de encima de la cama una obra médica de consulta, dejé caer el valioso libraco, que había adquirido con dinero penosamente ganado haciendo de modelo, de modo que se le formaron pliegues y cantos, cogí de la mesa el tambor que me había regalado Raskolnikoff, y me lo coloque en posición, pero sin lograr darle ni con los palillos ni con las lágrimas que, de haberlas conseguido, hubieran caído sobre el blanco esmalte circular y hubieran podido proporcionarme un desahogo rítmico.

Esto podría ser el punto de partida para un tratado acerca de la inocencia perdida; podría colocarse aquí al Óscar con tambor, en sus tres años permanentes, al lado del Óscar jorobado, sin voz, sin lágrimas y sin tambor. Pero ello no correspondería a la realidad, porque ya en sus días de tambor Óscar había perdido la inocencia varias veces, si bien después había vuelto a hallarla o la había dejado crecer de nuevo, y que la inocencia se parece a una mala hierba de crecimiento rápido —piensen ustedes en todas esas inocentes abuelitas que fueron en su día unas miserables y rencorosas criaturitas. No, no fue el jueguecito de culpa e inocencia lo que hizo levantarse a Óscar de la silla, sino que fue más bien el amor de la señorita Dorotea el que me obligó a dejar el tambor no tocado, a abandonar el cuarto, el corredor y el piso de los Zeidler, y a irme a la Academia de Bellas Artes, por más que el profesor Kuchen sólo me había citado para el atardecer.

Al dejar Óscar el cuarto con paso inseguro, al salir al corredor y abrir la puerta en forma intencionadamente complicada y ruidosa, tendí por espacio de unos momentos el oído hacia la puerta del señor Münzer. Pero éste no tosió, y yo, avergonzado, indignado, satisfecho y ávido, lleno de hastío y de anhelo de vida, tan pronto sonriendo como a punto de saltárseme las lágrimas, abandoné el piso y, finalmente, la casa de la Jülicherstrasse.

Pocos días después puse en ejecución un plan largamente premeditado, a cuyo propósito el hecho de rechazarlo reiteradamente había de revelarse como excelente método para prepararlo con todo detalle. Aquel día no tenía yo nada que hacer en toda la mañana. Sólo a las tres de la tarde tenía que posar con Ulla para el ingenioso pintor Raskolnikoff: yo como Ulises, que a su regreso obsequia a Penélope con su joroba. Fue en vano que yo tratara de disuadir al artista de esta idea. Por entonces él saqueaba con éxito los dioses y semidioses griegos, y Ulla se encontraba en la mitología como en su casa. Así que cedí y me dejé pintar de Vulcano, de Plutón con Proserpina y, finalmente, aquella tarde, de Ulises jorobado. Pero me interesa más la descripción de aquella mañana. Óscar pasa por alto el indicar a ustedes cómo estaba Ulla de Penélope y les dice sencillamente: en el piso de los Zeidler reinaba el silencio. El Erizo había salido con sus maquinillas de cortar el pelo en viaje de negocios, la señorita Dorotea tenía servicio de día, o sea que se hallaba fuera de la casa desde las seis, y la señora Zeidler estaba todavía en la cama cuando, al poco rato, llegó el correo.

Revisé inmediatamente la correspondencia y no encontré en ella nada para mí —la última carta de María la había recibido dos días antes—, pero descubrí en cambio, a primera vista, un sobre depositado en el correo de la ciudad que llevaba, inconfundiblemente, la escritura del doctor Werner.

Primero puse dicha carta con la demás correspondencia destinada al señor Münzer y a los Zeidler, me fui a mi cuarto y esperé a que la Zeidler hubiera salido al corredor y entregado al inquilino Münzer su carta, se fuera luego a la cocina, a continuación a su cuarto y, transcurridos unos diez minutos escasos, dejara el piso y la casa, pues en la oficina Mannesmann el trabajo empezaba a las nueve.

Para mayor seguridad, Óscar esperó todavía un rato, vistióse en forma exageradamente lenta, se limpió las uñas aparentemente tranquilo, y sólo entonces se decidió a actuar. Me fui a la cocina, coloqué una cacerola de aluminio a medio llenar con agua sobre la mayor de las tres llamas del horno de gas, dejé primero arder la llama grande hasta que el agua empezó a desprender vapores, bajé a continuación la llave hasta dejar la llama más pequeña y, guardando luego mis pensamientos y manteniéndolos lo más cerca posible de la acción, salí en dos pasos al corredor, frente a la alcoba de la señorita Dorotea, cogí la carta que la Zeidler había deslizado a medias bajo la puerta de cristal esmerilada, volví a la cocina y mantuve el reverso del sobre con toda precaución sobre el vapor, hasta que pude abrirlo sin dañarlo. Sobra decir que Óscar había apagado ya el gas antes de atreverse a poner la carta del doctor Werner sobre la cacerola de aluminio.

No leí la comunicación del médico en la cocina, sino tendido sobre mi cama. Primero me sentí decepcionado, porque ni la alocución inicial ni el floreo final revelaban nada acerca de las relaciones entre el médico y la enfermera. «¡Querida señorita Dorotea!», decía, y: «Su devoto Érich Werner».

Tampoco en la lectura del escrito mismo hallé una sola palabra marcadamente tierna. El doctor Werner sentía no haberle hablado la víspera a la señorita Dorotea, pese a que la había visto frente a la puerta de la Sección privada para Hombres. Sin embargo, por motivos que el doctor Werner no se explicaba, la señorita Dorotea había dado media vuelta al sorprender al médico en conversación con la señorita Beata —esto es, con la amiga de Dorotea—. Y el doctor Werner sólo pedía una explicación, ya que su conversación con la señorita Beata había tenido un carácter exclusivamente profesional. Como la señorita Dorotea bien sabía —decía—, él se esforzaba siempre por mantener cierta distancia frente a dicha Beata, que no siempre se controlaba. Que esto no había siempre de resultarle fácil, ella, Dorotea, que conocía a Beata, debía de comprenderlo sin dificultad, ya que la señorita Beata solía manifestar sus sentimientos sin el menor reparo, sentimientos, sin embargo, a los que él, el doctor Werner, nunca correspondía. La última frase del escrito afirmaba: «Créame, se lo ruego, que puede usted hablarme en cualquier momento.» Pese al formalismo, a la frialdad y aun a la presunción de dichas líneas, no había de resultarme difícil desenmascarar finalmente el estilo del doctor Werner y de ver en la carta lo que efectivamente se proponía ser, es decir: una apasionada carta de amor.

Mecánicamente deslicé el papel dentro del sobre, prescindiendo de toda precaución, humedecí ahora con la lengua de Óscar el engomado que posiblemente humedeciera antes el doctor Werner con la suya, me eché a reír, me di entre risa y risa unas palmadas en la frente y la nuca, hasta que, en medio de este juego, logré llevar la mano de Óscar de su frente al picaporte de mi cuarto, abrir la puerta, salir al corredor y deslizar la carta del doctor Werner, a medias, bajo aquella puerta que, con su marco pintado de gris y su vidrio esmerilado, cerraba el dormitorio que yo ya conocía de la señorita Dorotea.

Permanecía yo todavía en cuclillas, con un dedo o posiblemente dos sobre la carta, cuando desde el cuarto del otro extremo del corredor oí la voz del señor Münzer. No perdí palabra del ruego que me dirigió, en forma lenta y como si dictara: —Mi querido señor, ¿no me haría usted el favor de traerme un poco de agua?

Me enderecé y pensé que el hombre estaría enfermo, pero en el mismo instante comprendí que el individuo de detrás de la puerta no estaba enfermo, y que Óscar sólo trataba de persuadirse de que podía estarlo para tener un motivo de llevarle el agua, porque una simple demanda, sin motivación alguna, nunca me hubiera atraído al cuarto de un sujeto al que no conocía en absoluto.

Primero me proponía llevarle el agua, tibia todavía, de la cazuela de aluminio que me había ayudado a abrir la carta del médico. Pero luego lo pensé mejor, vertí el agua usada en el fregadero, la dejé correr fresca en la cazuela y llevé ésta con el agua ante aquella puerta tras la cual había de hallarse aquella voz del señor Münzer que nos solicitaba a mí y al agua, o tal vez sólo a esta última.

Óscar llamó, entró y se topó en seguida con ese olor que es tan característico de Klepp. Si designo la emanación como acidulada, paso por alto su sustancia al propio tiempo dulzona. El aire alrededor de Klepp nada tenía que ver, por ejemplo, con la atmósfera acética de la señorita Dorotea. Sería asimismo inexacto designarla como agridulce. Aquel señor Münzer o Klepp, como le llamo hoy, era un flautista y clarinete de jazz, regordete y perezoso, pero no exento de movilidad, propenso siempre al sudor, supersticioso y sucio, pero sin llegar a la degeneración, arrebatado a cada rato de los brazos de la muerte y que exhalaba y exhala el olor de un cadáver que no cesara de fumar cigarrillos, de chupar bombones de menta y de oler a ajo. Así olía ya entonces y así sigue oliendo hoy cuando se inclina sobre mí los días de visita, esparciendo a su alrededor la alegría de vivir y el gusto de la muerte, y obliga a Bruno, inmediatamente después de su salida complicada y anunciadora del retorno, a abrir las ventanas y las puertas y a establecer una corriente de aire purificadora.

Hoy Óscar es quien guarda cama. Pero entonces, en la habitación de los Zeidler, hallé a Klepp en los restos de una cama. Pudríase con el mejor de los humores, mantenía al alcance de la mano un mechero de gas muy pasado de moda y de estilo harto barroco, una buena docena de paquetes de espaguetis, latas de sardinas, tubos de salsa de tomate, algo de sal gruesa en un papel de periódico y una caja de botellas de cerveza, la cual, como no había de tardar en comprobar, estaba tibia. Acostumbraba orinar acostado en las botellas vacías, cerraba luego, según había de informarme confidencialmente antes de que transcurriera una hora, los recipientes verdosos, llenos en su mayoría y adaptados a su capacidad, y los colocaba aparte, estrictamente separados de las botellas de cerveza propiamente dicha, a fin de evitar en caso de sed del encamado una posible confusión. Aunque tenía agua en el cuarto y, con un mínimo de iniciativa, habría podido perfectamente orinar en el lavabo, era demasiado perezoso o, mejor dicho, se hallaba demasiado impedido por sí mismo de levantarse, para dejar una cama adaptada con tanta fatiga a su cuerpo e ir a buscar agua en su cazuela de espaguetis.

Comoquiera que Klepp, en tanto que señor Münzer, cocía siempre con toda precaución sus pastas en la misma agua, o sea que guardaba como la pupila de sus ojos aquella agua varias veces hervida que se iba haciendo cada vez más espesa, lograba, gracias al depósito de botellas vacías, conservar a menudo hasta cuatro días consecutivos su posición adaptada a la cama. La emergencia presentábase cuando el caldo de los espaguetis quedaba reducido a un mero residuo salado y pegajoso. Cierto que Klepp hubiera podido abandonarse en este caso al hambre, pero para ello faltábanle entonces todavía las premisas ideológicas necesarias y, por lo demás, su ascetismo parecía también limitarse a períodos de cuatro o cinco días, ya que, en otro caso, bien la señora Zeidler, que le llevaba el correo, o bien una cazuela mayor y un depósito de agua más adecuado a su reserva de pastas hubieran podido hacerle más independiente todavía del medio exterior.

Cuando Óscar violó el secreto personal, hacía ya cinco días que Klepp yacía independiente en su cama: con lo que le quedaba de su agua de espaguetis hubiera podido pegar carteles en las carteleras. Pero en esto oyó en el corredor mis pasos indecisos, dedicados a la señorita Dorotea y a sus cartas. Después que la experiencia le hubo revelado que Óscar no reaccionaba a los accesos de tos fingida e invitadora, decidióse, el día en que yo leía la carta fríamente apasionada del doctor Werner, a forzar un poco su voz y a pedir: —Mi querido señor, ¿no me haría usted el favor de traerme un poco de agua?

Y yo cogí la cazuela, vertí el agua tibia, abrí el grifo, la dejé correr fresca hasta llenar la mitad de la cazuela y aun otro poco más, otro chorrito, y se la llevé: fui, pues, el querido señor que había supuesto en mí y me presenté a él como Matzerath, lapidario y grabador de inscripciones.

Él, con la misma cortesía, incorporó su torso en algunos grados y dijo llamarse Egon Münzer, músico de jazz, rogándome de todos modos que le llamara Klepp, puesto que su padre se llamaba también Münzer. Lo que yo comprendí tanto mejor cuanto que prefería también llamarme Koljaiczek o simplemente Óscar, no llevaba el apellido Matzerath más que por humildad y sólo raramente me decidía a llamarme Óscar Bronski. Así que no tuve dificultad alguna en llamar a aquel joven grueso y tendido —treinta años le calculaba yo, pero tenía menos—, sencilla y llanamente, Klepp. Él me llamó Óscar, porque el apellido Koljaiczek le resultaba demasiado difícil de pronunciar.

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