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Authors: Michael Bentine

El templario

BOOK: El templario
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En el año 1180, la llegada de un templario herido hace que Simon de Creçy un joven feudal normando educado por su tío, se enfrente a la verdad que rodea el misterio de su nacimiento y su futuro, «arrojado al crisol del destino». Cumpliendo los deseos de su padre, ingresará en la Orden del temple, aprenderá el arte de la guerra y de la paz y las responsabilidades de un caballero, así como los secretos de la construcción de la gran catedral gótica de Chartres. Una vez preparado para el combate, partirá hacia Tierra Santa durante la Tercera Cruzada.

Michael Bentine, famoso por ser un prestigioso profesional de la radio y la televisión, ha dedicado recientemente sus energías a la escritura. Fruto anterior a
El templario
es la novela
The Condor and the Cross
, en la que recreaba el mundo del conquistador Francisco Pizarro.

Michael Bentine

El templario

ePUB v1.0

RufusFire
03.09.12

Título original:
Templar

Michael Bentine, 1988

Traducción: Jordi Arbonés, 1994

Ilustración de portada: Ferran Cartes/Montse Plass

Editor original: RufusFire (v1.0)

Corrección de erratas: arant

ePub base v2.0

Para mi lady Clementine con amor

PRÓLOGO

El otoño se insinuaba serenamente sobre Normandía en el año del Señor de 1180. La foresta del norte de Francia se despojaba perezosamente de sus hojas crujientes, antes que los vientos del mes de noviembre dejaran sus ramas desnudas. Los bosques se encontraban convertidos en una maraña de arbustos secos; el suelo, abrigado por una cubierta de marga. El humo de las carboneras planeaba inmóvil a la altura de un hombre, aportando a la escena una especie de magia así como una protección para los venados.

A lo lejos sonó un cuerno de caza. El repicar de cascos, el crujir de ramas y de matas aplastadas, anunciaba la llegada de una partida de caza. A la cabeza del grupo, cabalgaba a una milla de distancia un ansioso doncel, montado en un caballo de guerra castaño. La flamante cazadora de ante que lucía y las magníficas botas de montar lo señalaban como miembro de una familia feudal; así lo confirmaba también el espléndido caballo.

La emoción animaba su bello rostro; sus muslos enfundados en cuero oprimían el cuerpo de la cabalgadura como si estuviese soldado a la silla de alto pomo. El castaño cabello rizado del joven normando era exactamente del mismo tono que el pelaje de su montura y sus ojos de color verde azulado estaban encendidos por el ardor de la cacería. Hubiera sido difícil de adivinar cuál de aquellos dos magníficos animales disfrutaba más de la cacería. Ambos se encontraban inmersos en el éxtasis del esfuerzo.

Simon de Creçy tenía exactamente diecisiete años en aquella fresca mañana de octubre. El atuendo de piel de ante era un presente de cumpleaños de su tío, sir Raoul de Creçy. El corcel, Pegaso, había sido el regalo de su tío del año anterior. Jinete y montura constituían un equipo inseparable, potencialmente un arma mortal en las guerras medievales, donde los jinetes vestidos con armadura eran la punta de lanza en el ataque.

Al salir al claro, Simon tiró de la rienda de Pegaso. En aquel momento un viejo ciervo real con la cornamenta dañada salió de su escondite en el extremo opuesto del raso. Silenciosamente, Simon descolgó de su hombro el arco galés, un arma poco usual para ser usada por un caballero normando. Apoyo el cabo de una flecha de una yarda a la cuerda del arco. El enorme animal se detuvo, husmeando el aire saturado por el humo. La vacilación de aquella criatura fue su error definitivo. Los oídos del venado captaron el zumbido de la cuerda del arco al tiempo que la pesada flecha cruzaba velozmente el claro. Llegó al blanco con un golpe seco, al clavarse en el corazón del animal hasta el nacimiento de las plumas de ganso.

Durante un instante de agonía, el viejo venado retrocedió, a la vez que se daba vuelta para huir; pero el peso de la rota cornamenta le hizo desplomarse sobre el suelo, con los ojos castaños velados ya por la muerte. Simon de Creçy cruzó a su vez el claro al trote, con el cuchillo de caza listo para el golpe de gracia. No fue necesario. El ciervo real estaba muerto. El joven desmontó y cayó de rodillas junto a su presa, al tiempo que, sorpresivamente, elevaba una plegaria por el espíritu que había abandonado el cuerpo del animal. Lo había ultimado porque sabía que un destino más cruel esperaba al viejo ciervo, ahora que su larga vida había vuelto más lentas sus reacciones.

—Mejor una rápida muerte mediante una flecha de punta ancha, que un fin penoso entre las fauces de los podencos del tío Raoul murmuró.

Simon alzó el cuerno de caza para lanzar una llamada que convocara al resto de la partida, cuando otro sonido llegó a sus oídos.

El doncel en seguida lo reconoció como el choque de armas, confirmado por el débil grito de:

—¡A moi! ¡A moi!

El lejano grito provenía de una cañada en el límite del bosque. Simon subió de un salto a la silla, espoleando a su corcel hasta que se puso al galope para llevarlo entre los arbustos con la velocidad de un bote a través de la rompiente. Al mismo tiempo, lanzó una llamada apremiante dirigida a los cazadores que le seguían.

Simon salió del sotobosque y se encontró ante una dramática escena. Un jinete alto, corpulento, embozado en una capa con capucha de peregrino, se debatía con un grupo de ladrones. Le atacaban por todos lados, mientras él hacía corcovear a su montura para enfrentar el ataque.

La presunta víctima iba armada con una pesada espada, que manejaba con soltura, mientras los atacantes trataban de hacerle caer de la silla con desesperación. La mayoría de los asaltantes estaban armados con dagas o sables cortos. Un atacante gigantesco blandía un garrote con clavos en la punta. Otros dos permanecían apostados a cierta distancia, buscando un espacio abierto para lanzar sus flechas. Dos de los ladrones se desangraban por las heridas abiertas por el diestro espadachín. Un tercero estaba arrodillado, agonizando, con las manos cerradas sobre las entrañas que salían por el abierto vientre.

Simon extrajo una flecha de una yarda. En aquel preciso instante, uno de los arqueros disparó: su saeta se clavó en el hombro del peregrino. Al caer el herido, se desplomó también su encabritado corcel, lanzando un relincho de dolor por el golpe recibido en un anca. El caballo cayó sobre el jinete, que quedó atrapado bajo el animal.

Con un alarido, el resto se abalanzó sobre él. Su jefe, un individuo gordísimo, levantó el facón para ultimar a la víctima. De repente, los ojos se le salieron de las órbitas al tiempo que la flecha de Simon se le clavaba en el vientre. Aun antes de caer, chillando, una segunda flecha del arco de tejo de Simon atravesaba el cráneo del jubiloso arquero, sobresaliendo un palmo por el otro lado de su cabeza. Los asaltantes sobrevivientes huyeron. Una tercera flecha se clavó en el hombro del gigante en retirada. Con un alarido de dolor, se volvió y, dominado por la rabia, se abalanzó sobre Simon, al tiempo que blandía su garrote.

Antes que el joven normando pudiese disparar, dos flechas salieron silbando del bosque, para hundirse en el cuello y el pecho del ladrón gigante. A pesar de todo, permaneció en pie, rugiendo desafiante.

Un alto caballero de pelo blanco salió al galope de la foresta, mientras espoleaba a su corcel que galopaba directamente hacia el Goliat. Con un golpe de su espada, sir Raoul de Creçy cercenó la cabeza bamboleante del bandido, la cual cayó rodando a través de la cañada.

Al igual que un árbol bajo el hacha del leñador, el decapitado tronco del gigante se abatió sobre el suelo. El alto jinete frenó a su montura y saltó de la silla para arrodillarse junto al peregrino herido. Simon desmontó para ayudarle. El resto de los señores que integraban la partida de caza salieron en persecución de los bandidos que huían para darles rápida muerte a punta de espada. En la Francia del siglo XII, la justicia era pronta y terrible. El sistema feudal administraba la justicia en los estratos altos, medianos y bajos. La espada, el hacha y la soga de cáñamo eran los únicos árbitros de la ley.

Simon liberó el caballo herido de su agonía, con la ayuda de dos monteros; después levantaron su enorme peso de encima del jinete caído. Mientras tanto, Raoul de Creçy cortó cuidadosamente la flecha, para extraer acto seguido el resto por la parte posterior del hombro del herido. Medio aturdido, el peregrino, un sexagenario de fuerte constitución, abrió los ojos e hizo una mueca de dolor, pero ningún gemido salió de sus labios.

Mientras su mirada se fijaba en el rostro del viejo De Creçy, una sonrisa se dibujó en sus curtidas y bronceadas facciones.

—¡Raoul! —exclamó con voz ronca—. ¡Por fin!

El caballero normando asintió con su cabeza de blanca melena.

—Bernard de Roubaix —dijo, con voz suave—. Se te ve como un peregrino inverosímil.

Simon abrió desmesuradamente los ojos con admiración cuando su tío despojó al peregrino de su capa, para dejar a la vista una larga sobrevesta blanca. Estaba profusamente manchada de sangre, cuyo color competía con el carmesí de la ancha cruz cosida en la parte anterior. Bajo la túnica brillaba una cota de malla, que había protegido a su portador del peor de los mandobles de sus asaltantes. Sólo la flecha había perforado la cota de malla.

—¡Sois un templario, señor! —exclamó Simon.

Debajo de la palidez grisácea causada por la impresión, el rostro del caballero herido se ruborizó con orgullo.

—¿Éste es el muchacho? —musitó—. ¡Se parece a su padre!

Raoul de Creçy asintió con la cabeza mientras vendaba el hombro del templario.

—Simon te salvó la vida, Bernard. Cuando yo llegué, todo había terminado. ¡El muchacho se portó bien!

El rostro del caballero herido, surcado y fruncido por cicatrices de antiguas contiendas, se distendió con admiración.

—Es el destino, Raoul —murmuró—. ¡Inshallah!

Luego perdió el conocimiento.

1
LA LLAMADA A LAS ARMAS

Durante cinco días y cinco noches, Raoul de Creçy y su sobrino lucharon por la vida del templario. La flecha herrumbrada había provocado una tremenda infección que hizo elevar peligrosamente su temperatura. Durante horas, el templario estuvo delirando con frenesí.

El quinto día, la fiebre cedió. Bernard de Roubaix yacía en su lecho de enfermo, débil como un cachorro de león recién nacido. Durmió el profundo sueño reparador de aquellos que regresan del oscuro corredor de la muerte. Las pociones y cataplasmas del hermano Ambrose, preparadas con hierbas cultivadas en el huerto de la abadía cercana, habían resultado milagrosamente efectivas. Sin embargo, sin el devoto cuidado de los Creçy, el herido caballero no habría sobrevivido.

Simon estaba fascinado por su misterioso huésped, pero su tío le dio sólo los detalles más escuetos sobre el templario.

—Bernard de Roubaix es un viejo camarada de lucha, de la época en que servía en la segunda Cruzada. Hacía más de dieciséis años que no nos veíamos. Yo ignoraba que había vuelto de Tierra Santa.

—¿Le conocía mi padre? —inquirió Simon, siempre interesado en saber cosas relacionadas con sus difuntos padres, a ninguno de los cuales recordaba.

—En efecto, tu padre le conocía muy bien. Ningún hombre podría desear un amigo más leal que Bernard de Roubaix.

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