El templo (60 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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—Marty, ¿por qué? ¿Por qué hiciste esto?

—Will… —dijo—. Encendido…

Race lo cogió entre sus brazos.

—¿Qué? ¿Qué estás intentando decirme?

—Lo… siento tanto… el sistema de encendido… por favor… detenlos.

Y entonces los ojos de Marty se vidriaron lentamente hasta convertirse en una mirada ausente, congelada. Su cuerpo ensangrentado se desplomó sin vida sobre los brazos de Race.

Fue entonces cuando Race escuchó un grito ahogado cerca de él.

Se giró y vio a Frank Nash tumbado boca arriba a pocos metros de él. La mitad superior de su cuerpo también estaba destrozada. Estaba tosiendo sangre, lo que le producía arcadas.

Y de repente, Race vio cómo algo se movía por detrás de Nash.

Vio al primer indígena al que la curiosidad le había hecho salir tras los árboles.

—Profesor —Doogie le llamó en voz baja desde el todoterreno—. Creo que sería una buena idea que se alejara de ahí.

El resto de indígenas salieron de la selva. Todavía portaban sus armas primitivas, sus palos y hachas, y parecían realmente enfadados.

Race dejó con cuidado el cuerpo de Marty en el suelo. Después se puso en pie y caminó despacio, muy despacio, hacia el todoterreno.

Los indígenas no parecieron verlo.

Sólo tenían ojos para una persona, Nash, que yacía en medio de la calle, escupiendo sangre.

Y entonces, con un grito salvaje y agudísimo, los indígenas echaron a correr y se abalanzaron sobre Nash como un enjambre de pirañas. En cuestión de segundos, Race ya no pudo ver al despiadado coronel del Ejército y pronto lo único que ocupó su campo de visión fue una masa de indígenas de piel aceitunada congregada alrededor de Nash, con sus hachas y palos en alto. De repente, escuchó un grito desgarrador, un grito de tal terror que solo podía provenir de un hombre.

Frank Nash.

Race cerró tras de sí la ventanilla trasera del todoterreno y miró a los rostros de las personas allí congregadas.

—De acuerdo —dijo—. Parece que vamos a tener que volver a pasar por todo lo anterior. Tenemos que detener a esos cabrones antes de que usen el ídolo en una Supernova.

—Pero, ¿cómo? —preguntó Doogie.

—Lo primero que tenemos que hacer —dijo Race— es averiguar adonde lo llevan.

Race y los demás corrieron por los estrechos túneles del
quenko
. Corrían todo lo rápido que sus cuerpos malheridos les permitían.

Apenas tenían armas, solo un par de SIG-Sauers y el MP-5 que Doogie había encontrado en la aldea. En cuanto a ropa de combate, Doogie todavía llevaba su uniforme y Race el peto de kevlar. Eso era todo.

Pero sabían adónde iban y eso era lo que importaba.

Se dirigían hacia la catarata.

Y hacia el Goose que habían escondido en la ribera del río.

Tras cerca de diez minutos corriendo, llegaron a la catarata que había al final del
quenko
. Cuatro minutos más y llegaron al Goose, que estaba exactamente donde Race, Renée, Doogie y Van Lewen lo habían dejado, bajo las enormes hojas de unos árboles situados en la ribera del río. A Race le alegró ver que Uli seguía durmiendo dentro del hidroavión.

Cuatro minutos más y el hidroavión estaba de vuelta en el agua, surcando las aguas y cogiendo velocidad sobre la superficie pardusca del río. Aceleró para tomar velocidad y despegó maravillosamente de la superficie del río hasta elevarse en el aire.

Doogie giró el hidroavión en dirección sur, la dirección que los Black Hawks del Ejército Republicano de Texas habían tomado.

Tras unos diez minutos volando, Doogie los vio, ocho manchas negras en el horizonte. Estaban virando a la derecha, poniendo rumbo al suroeste, sobre las montañas.

—Se dirigen a Cuzco —dijo Doogie.

—No los pierdas de vista —dijo Race.

Una hora después, los ocho helicópteros aterrizaron en un aeródromo privado a las afueras de Cuzco.

Esperándolos, en una mugrienta pista, había un avión de carga Antonov An-22.

Con su poderoso sistema de propulsión cuádruple y una enorme rampa de carga trasera, el An-22 había sido uno de los cargueros para tanques más fiables de la Unión Soviética. Era un producto muy valioso para su exportación, y se vendía a países que no podían permitirse, o a los que no les estaba permitido comprar, cargueros estadounidenses.

Tras la Guerra Fría y el desmoronamiento de la economía rusa, sin embargo, muchos An-22 habían acabado en el mercado negro. Mientras que las estrellas del celuloide y los golfistas profesionales compraban Lear Jets por treinta millones de dólares, las organizaciones paramilitares podían comprar un An-22 de segunda mano por poco más de doce millones de dólares.

Earl Bittiker y Troy Copeland salieron del helicóptero y se dirigieron a toda prisa hacia la rampa de carga trasera del avión.

Mientras llegaban a la parte posterior del avión, Bittiker alzó la vista a la zona de carga y lo contempló con orgullo y alegría.

Un tanque de batalla M-1A1 Abrams.

Era impresionante. Ante sus ojos estaba la viva imagen de la fuerza indomable y brutal. Su armazón pintado de negro mate, sus monstruosamente enormes orugas dispuestas sobre la cubierta de carga…

Bittiker observó su imponente torreta trapezoidal. Se extendía resuelta hacia la parte delantera del avión. El cuerpo alargado de su cañón de ciento cinco milímetros apuntaba al frente formando un ángulo de treinta grados.

Bittiker miró satisfecho el tanque. Era el lugar perfecto para guardar la Supernova robada. Era inexpugnable.

Le pasó el ídolo a uno de los técnicos de los Freedom Fighters y el hombre menudo se dirigió a toda prisa hacia el tanque.

—¿Caballeros —dijo Bittiker por su radio a los hombres que estaban en los otros helicópteros—. Muchas gracias por su leal servicio. A partir de ahora nos encargaremos nosotros de todo. Nos veremos en otra vida.

Después apagó la radio y sacó su móvil. Marcó el número de
Bluey
James.

El teléfono sonó en el apartamento de Bluey. El equipo de rastreo digital del FBI se encendió como un árbol de navidad.

Demonaco se colocó unos auriculares y asintió con la cabeza a Bluey.

Bluey cogió el teléfono.

—¿Sí?

—Bluey, aquí Bittiker. Tenemos el tirio. Envía el mensaje inmediatamente.

—Entendido, Earl.

Bittiker colgó y, con Copeland a la zaga, subió por la rampa de carga de la parte trasera del Antonov. Eran las 11.13 a. m.

—¡Dios mío! ¡Ya han despegado! —exclamó Doogie. Señaló al antiguo Antonov que, en esos momentos rugía por la mugrienta pista y tomaba altura.

—Mirad el tamaño de esa cosa —dijo Renée.

—Creo que acabamos de descubrir dónde guardan su Supernova —dijo Race.

El Antonov planeaba en el cielo. Sus alas extendidas relucían con la luz de la mañana.

En el silencio sepulcral del carro de combate Abrams situado en la grande y tenebrosa zona de carga del avión, dos técnicos de los Freedom Fighters trabajaban con cuidado y meticulosidad en una cámara de trabajo sellada al vacío. Extrajeron con cuidado una sección cilíndrica de la base del ídolo de tirio con un dispositivo de corte por láser.

Tras los dos técnicos, y ocupando prácticamente toda la sala del tanque, estaba la Supernova; la Supernova que hasta hacía dos días se encontraba en la cámara acorazada de las oficinas de la DARPA.

Una vez hubieron extraído el corte cilíndrico del tirio, y con la ayuda de dos superordenadores IBM situados en la zona de carga exterior, lo sometieron a un aumento de ondas alfa, a la purificación del gas inerte y al enriquecimiento de protones, transformando así el fragmento de tirio en una masa subcrítica.

—¿Cuánto tiempo tardará en estar listo? —dijo de repente una voz por encima de ellos.

Los dos hombres alzaron la vista y vieron a Earl Bittiker observándolos desde la escotilla circular del tanque.

—Quince minutos más —le contestó uno de ellos.

Bittiker miró su reloj.

Eran las 11.28 a. m.

—Avísenme tan pronto como esté listo —dijo.

—Doogie —dijo Race mientras contemplaba el enorme avión de carga que tenían sobre ellos—. ¿Cómo se abren las rampas de carga de estos aviones?

Doogie frunció el ceño.

—Bueno, hay dos formas. O bien se aprieta el botón de una consola situada dentro de la plataforma de carga o se usa la consola exterior.

—¿Qué es la consola exterior?

—Son tan solo un par de botones ocultos en un compartimiento del exterior del avión. Por lo general están dispuestos en el lado izquierdo de la rampa de carga, cubiertos por un panel para protegerlos del viento.

—¿Se necesita un código o algo para abrir el panel?

—No —dijo Doogie—. No es muy probable que nadie vaya a abrir la rampa de carga del exterior mientras el avión está en el aire, ¿no crees?

Se giró para mirar a Race. Y, de repente, sus ojos se abrieron como platos.

—No puedes estar hablando en serio.

—Tenemos que hacernos con ese ídolo antes de que introduzcan el tirio en la Supernova —dijo Race—. Es tan simple como eso.

—¿Pero cómo?

—Colócanos detrás del avión y permanece debajo para que no te vean. Entonces acércalo todo lo que puedas a él.

—¿Qué vas a hacer?

Race se giró y miró al lastimoso grupo de gente congregado a su alrededor: Doogie, con disparos de bala en la pierna y el hombro; Renée, con un hombro herido; Gaby, todavía conmocionada tras los acontecimientos recientes; Uli, fuera de combate.

Race contuvo la risa.

—¿Que qué voy a hacer? Voy a salvar el mundo.

Se puso en pie y cogió el único fusil ametrallador que tenían, el MP5 de la Armada.

—De acuerdo. Súbanos.

Los dos aviones planeaban por el brillante cielo de la mañana.

El Antonov volaba a tres kilómetros por encima de la tierra, unos once mil pies, con una velocidad que alcanzaba fácilmente los doscientos nudos.

Aunque los ocupantes del Antonov no lo sabían, elevándose en el aire tras ellos y acercándose a la sección de la cola, estaba un avión mucho más pequeño: el Goose.

Los paneles del hidroavión vibraron con violencia cuando este alcanzó su velocidad máxima de doscientos veinte nudos. Doogie mantenía la palanca de dirección todo lo firme que podía.

Las cosas no pintaban muy bien. El techo operacional del Goose era de siete mil metros. Si el Antonov seguía subiendo, pronto estaría fuera del alcance del Goose.

El hidroavión de pequeñas dimensiones fue acercándose gradualmente al enorme Antonov. Los dos aviones conformaban una especie de ballet aéreo un tanto extraño; el gorrión persiguiendo al albatros. Lentamente, muy lentamente, el Goose se colocó detrás del Antonov y acercó el morro justo por debajo de los cuartos traseros del avión de carga.

Entonces, sin previo aviso, la escotilla situada en el morro del Goose se abrió y la diminuta figura de un hombre se asomó al exterior.

La ráfaga de viento que golpeó el rostro de Race cuando este asomó la cabeza por la escotilla delantera del Goose fue descomunal.

El impacto golpeó todo su cuerpo. Si no hubiese llevado el peto de kevlar, casi con toda seguridad el golpe lo habría dejado inconsciente.

Vio los cuartos traseros inclinados del Antonov, que se alzaban ante él a unos cuatro metros y medio de distancia.

¡Dios, era enorme…!

Era como mirar el trasero del pájaro más grande del mundo.

Entonces Race miró hacia abajo.

¡Oooh… joder
!

El mundo estaba a mucha, muchísima distancia de ellos. Vio cómo se sucedía ante sus ojos un enorme colchón de colinas y campos y, al este, delante de los dos aviones, el mar infinito de la selva.

No pienses en la caída
, le gritó una voz desde su interior. ¡Céntrate
en lo que tienes que hacer
!

De acuerdo
.

Bien. Tenía que hacerlo rápido, antes de que se quedara sin aire y de que los dos aviones alcanzaran una altura donde la combinación de la falta de oxígeno y el viento gélido lo matasen.

Agitó las manos a Doogie para que acercara el Goose un poco más al avión de carga.

El Goose se acercó más.

Dos metros y medio de distancia.

Earl Bittiker y Troy Copeland se encontraban en la cabina de mando, ajenos a lo que estaba ocurriendo en el aire tras el avión.

De repente, el teléfono situado en la pared contigua a Bittiker sonó.

—Sí —dijo Bittiker.

—Señor. —Era el técnico encargado de montar la Supernova—. Hemos colocado el tirio en el arma. La Supernova está lista.

—De acuerdo. Ya bajo —dijo Bittiker.

El Goose estaba a menos de un metro de distancia del Antonov y a cinco mil metros por encima del mundo. Y seguía subiendo.

Race tenía la parte superior del cuerpo fuera de la escotilla del morro del avión. Vio la rampa de carga del Antonov. Esta seguía cerrada. La única prueba de su existencia era un conjunto de líneas que recorrían la parte trasera del enorme avión.

Entonces, Race vio un pequeño panel a la izquierda de la rampa, pegado a la pared exterior del avión.

Agitó las manos a Doogie para que acercara más el Goose.

Bittiker salió del compartimiento superior del Antonov y miró la zona de carga desde una estrecha pasarela de metal. Vio el gigantesco tanque bajo él y el poderoso cañón apuntándolo directamente.

Miró su reloj.

Eran las 11.48. El VCD ya habría sido emitido hacía media hora. La gente estaría atemorizada. El día del Juicio Final había llegado.

Bittiker bajó por unas escaleras, rodeó la torreta y subió al tanque.

Llegó a las entrañas del carro de combate Abrams y vio la Supernova, las dos cabezas termonucleares suspendidas en formación de reloj de arena y el corte cilíndrico del tirio en posición horizontal en la cámara de vacío situada entre ellas.

Asintió con la cabeza, satisfecho.

—Comience la secuencia de detonación —dijo.

—Sí, señor —dijo uno de los técnicos. Se acercó hasta el portátil situado en la parte delantera del dispositivo.

—Cuenta atrás en doce minutos —dijo Bittiker—. Para las doce del mediodía.

El técnico tecleó con rapidez y en cuestión de segundos apareció en la pantalla una cuenta atrás:

DISPONE DE

00:12:00

PARA INTRODUCIR EL CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN

INTRODUZCA EL CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN

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