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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (27 page)

BOOK: El templo de Istar
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—Alguien requiere tu presencia —anunció.

Tas tragó saliva y, despacio, estiró su mano hacia la que la misteriosa dama le ofrecía. Los dedos de esta última se cerraron en torno a su muñeca, produciéndole un escalofrío con su gélida textura.

—Quizá van a convertirme en una criatura mágica —balbuceó esperanzado.

El patio, los muros de piedra negra, los purpúreos rayos solares, las losas cenicientas y, en definitiva, el edificio entero comenzaron a disiparse en su derredor, deslizándose por las fronteras de su visión en acuosos surcos semejantes a los que trazarían las pinturas de un lienzo de ser expuestas a la lluvia. Encantado, el kender notó cómo el azabache atuendo de la mujer le arropaba el cuerpo, se enrollaba bajo su barbilla.

Cuando recobró el conocimiento, Tasslehoff descubrió que estaba acostado sobre un suelo de piedra fría y dura. A su lado, Bupu emitía estruendosos ronquidos mientras Caramon, sentado, meneaba la cabeza en un intento de despejar las telarañas que envolvían su embotado cerebro.

—¡Vaya hospedaje nos han asignado! —se quejó el kender, a la vez que se frotaba la dolorida nuca—. No les costaría nada crear lechos mullidos mediante la magia, sobre todo si le obligan a uno a dormir la siesta. ¿No te parece, Caramon —empezó a comentar ya incorporado—, que en lugar de…? ¡Oh!

Al oír como la voz de su amigo se quebraba en un singular gorgoteo, el guerrero levantó presto los ojos.

No estaban solos.

—Conozco este lugar —afirmó el todavía aturdido hombretón.

Se hallaban en una vasta sala de obsidiana, tan ancha que su perímetro se perdía en las sombras, tan alta que la penumbra oscurecía su techo. No se vislumbraban ni pilares de sostenimiento ni la más ínfima rendija de luz. No obstante la estancia estaba iluminada con un pálido resplandor blanco, no amarillo, cuya fuente los recién llegados no lograron localizar. Gélido, tenue, el fulgor estaba lejos de caldear el ambiente.

La última vez que Caramon visitó la cámara, la luz brillaba sobre un anciano que, ataviado con la Túnica Blanca, permanecía sentado en solitario en una colosal silla de piedra que más parecía un trono. Ahora los amortiguados fulgores bañaban el rostro del mismo personaje, si bien se hallaba en compañía. Un semicírculo de asientos similares, del mismo material, se distribuía a su alrededor: veintiuno para ser exactos, quedando él en el del centro. Ocupaban su flanco izquierdo tres figuras apenas visibles, de raza y sexo indefinido tras las capuchas que cubrían sus rostros. Vestían el atuendo rojo de la neutralidad y, a su lado y en ordenada sucesión, se divisaban otras seis criaturas enfundadas en negros ropajes. Entre ellas se distinguía una silla vacía. A la derecha del hechicero que presidía la esotérica asamblea se recortaban otros cuatro magos de túnica encarnada, éstos situados junto a media docena de portadores del color blanco de la benignidad. La sacerdotisa Crysania yacía frente al semicírculo, depositado su cuerpo en una plataforma sobre el suelo y arropado por un lienzo de tonos albos.

De todos los miembros del cónclave, sólo la faz del anciano era por completo visible.

—Buenas tardes —lo saludó Tasslehoff, repitiendo reverencias y retrocesos hasta que se tropezó con Caramon, que estaba más retirado—. ¿Quiénes son esos seres? —aprovechó el kender para preguntar en un audible susurro—. ¿Qué hacen en nuestro aposento?

—El viejo del centro es Par-Salian —contestó el interpelado—. Y no estamos en un aposento, sino en la sala de reuniones de los magos o algo parecido. Será mejor que despiertes a la enana gully.

—¡Bupu! —Obediente, Tas llamó a su compañera y reforzó su exclamación con un puntapié en las costillas.

—¡El diablo te confunda! —gruñó ella, dándole la espalda y negándose a abrir los ojos—. Vete, quiero dormir.

—¡Bupu! —insistió el kender irritado, consciente de que el vetusto anciano había clavado los ojos en su persona—. Levántate, van a servir la cena.

—¡La cena! —Alzó la enana sus pesados párpados, y se puso en pie de un salto para someter la estancia a un ansioso escrutinio.

Al distinguir a las veinte sombrías figuras, sentadas en silencio y ocultos sus rasgos en la penumbra de las capuchas, Bupu emitió un alarido de conejo torturado. Se arrojó, en un impulso de pánico, contra Caramon y enroscó los brazos en torno a su tobillo, apretujándose con todas sus fuerzas hasta tal punto que el gigantesco humano, sabedor de que ojos llameantes lo escudriñaban, intentó deshacerse de su molesta garra y no lo logró. Se aferraba a sus poderosas piernas como una sanguijuela, a la vez que oteaba a los magos aterrorizada. Al fin, el guerrero cejó en su empeño.

El semblante del regio presidente de la asamblea se arrugó en lo que parecía una sonrisa. Tas observó que Caramon bajaba la mirada, avergonzado de la olorosa suciedad de su ropa, y acto seguido se atusaba la barba de varios días y se pasaba la mano entre el enmarañado cabello. Las mejillas del robusto compañero ardían cuando, endurecida su expresión, se decidió a hablar con una dignidad casi pueril.

—Par-Salian —dijo, con una voz cavernosa cuyos ecos resonaron en demasía por la espaciosa sala— ¿te acuerdas de mí?

—Por supuesto, guerrero —contestó el anciano. Su tono era quedo, pero incluso tan tenues sonidos quedaron suspendidos en el aire. Hasta un susurro agónico se habría dilatado en la apenas amueblada cámara.

Nada añadió, ni tampoco los otros hechiceros pronunciaron una palabra. Caramon, incómodo, señaló a la sacerdotisa Crysania con un nervioso gesto de la mano.

—La he traído aquí —explicó— en la confianza de que podréis socorrerla. ¿He obrado con acierto? ¿Haréis algo por ella?

—Ayudar a la sacerdotisa está fuera de nuestro alcance —sentenció Par-Salian—, nuestros conocimientos de nada sirven en este caso. Para guardarla del encantamiento en que la envolvió el Caballero de la Muerte, y que de otro modo habría agotado su vida, Paladine atendió a su plegaria y acogió su alma en un plano superior, donde reina la paz.

—Fue culpa mía —confesó, a regañadientes, el hombretón—. Le fallé, debería haber sido capaz de…

—¿De velar por su seguridad? —concluyó el mago meneando la cabeza—. No, guerrero, tu destreza con las armas habría resultado inútil contra el espectro portador de la rosa solánmica. Frente a semejante adversario nada puede un mortal como tú. ¿No es cierto, kender?

Tas, capturado por la penetrante mirada de aquellos ojos azules que aún conservaban toda su vivacidad, sintió un chispeante cosquilleo en todo su ser.

—Sí —balbuceó—. Yo vi al caballero, a la criatura. —Se estremeció y tuvo que interrumpirse.

—Ya has escuchado las declaraciones de un ser que no conoce el miedo —recalcó Par-Salian—. No guerrero, no debes reprocharte lo ocurrido. Ni tampoco has de perder la esperanza pues, aunque nosotros no conozcamos el conjuro susceptible de devolver el alma de Crysania a su cuerpo, sabemos quién puede hacerlo. Pero antes de proseguir cuéntanos por qué nos buscaba la sacerdotisa, qué misión la llevó al linde del Bosque de Wayreth.

—No tengo la absoluta certeza —gruñó el interpelado.

—Raistlin fue la causa de su arriesgado viaje —apostilló Tasslehoff, deseoso de esclarecer el enigma. Su voz, no obstante, sonó chillona y discordante en la estancia, el nombre que acababa de pronunciar se desdobló en fantasmales notas. Par-Salian frunció el ceño, Caramon le dirigió una mirada fulgurante y los magos ladearon sus encapuchadas cabezas, entre el suave crujir de sus túnicas. Al comprobar el efecto de su revelación, el kender tragó saliva y se sumió en el silencio.

—Raistlin. —Era el anciano quien hablaba, en un inquietante bisbiseo. Clavó sus ojos en Caramon y preguntó—: ¿Qué relación puede tener una sacerdotisa defensora del Bien con tu hermano? ¿Por qué exponerse a terribles contratiempos en beneficio de una criatura tan abyecta?

El guerrero no pudo, o no quiso, despegar los labios.

—¿Conoces el alcance de su malignidad? —insistió el hechicero sin un asomo de conmiseración.

Caramon, testarudo, rehusaba contestar. Mantuvo la mirada fija en el pétreo suelo.

—Yo lo conozco —quiso colaborar Tas, pero Par-Salian ondeó la mano en el aire y tuvo que enmudecer.

—¿Ignoras acaso que, si nuestras sospechas son ciertas, se propone conquistar el mundo? —Las punzantes palabras del anciano traspasaban como dardos el pecho del compungido humano, que arqueó la espalda en un vano afán de encerrarse en sí mismo—. Se ha aliado con tu hermanastra Kitiara, la Dama Oscura según la llaman sus propias tropas, para reunir un ejército. Sus operaciones ya se han iniciado, cuenta con el apoyo de los dragones y las ciudadelas voladoras. Y, además, sabemos…

—No sabes nada, gran maestro —lo atajó una voz sarcástica que atronó la cámara—. ¡Eres un necio!

Tan duras frases cayeron como gotas de agua en una laguna remansada, provocando rizos en la hasta entonces completa calma, rizos que se propagaron sin tardanza entre los presentes. Tas se volvió sobresaltado hacia el lugar de dónde procedían los desdeñosos sonidos y vislumbró, a su espalda, una figura que se esbozaba en la penumbra. Sus negros ropajes revolotearon alrededor de sus pies cuando pasó junto a él, resuelta a encararse con Par-Salian. Una vez situada en el punto deseado, la criatura se detuvo y retiró el embozo de sus facciones.

—¿Quién es? —indagó el kender, que no podía ver al recién llegado por hallarse en segundo término.

—Un elfo oscuro —respondió Caramon, rígido como una vara.

—¿De verdad? —se entusiasmó el hombrecillo—. Durante todos mis años de estancia en Krynn nunca tuve la oportunidad de estudiar a ninguno.

Con el brillo de la curiosidad encendido en sus pupilas, dio un salto adelante… para quedar inmovilizado bajo una garra que sujetaba el cuello de su camisa. Era Caramon quien, ignorando sus irritadas protestas, lo arrastró junto a sí mientras Par-Salian y la figura se retaban en un duelo mudo, sin percibir el forcejeo.

—Creo que deberías explicar tu insolencia, Dalamar —dijo el viejo maestro tras unos segundos de tensión—. ¿Por qué soy un necio?

—¡Conquistar el mundo! —repitió el indisciplinado alumno—. No son tales sus planes. No hay nada que pueda importarle menos que el continente de Ansalon, la prueba está en que si quisiera podría subyugarlo en un abrir y cerrar de ojos, hoy mismo.

—Entonces, ¿cuáles son sus proyectos? —inquirió un mago de Túnica Roja que estaba sentado en la proximidad de Par-Salian.

Tas, aún atenazado por la mano del guerrero, advirtió que las delicadas y crueles facciones del elfo se ensanchaban en una sonrisa. Una sonrisa que lo llenó de espanto.

—Ha resuelto convertirse en un dios —anunció Dalamar despacio—. Va a desafiar a la mismísima Reina de la Oscuridad.

Los allí reunidos no abrieron la boca, no se movieron, pero el sepulcral silencio circuló entre ellos como una corriente de aire en tanto que, sin un pestañeo, observaban a Dalamar.

—Le atribuyes más virtudes de las que en realidad atesora —aventuró, con un hondo suspiro, el jerarca.

Se oyó en la sala el ruido peculiar que produce un lienzo al rasgarse en dos mitades. Tas vio que el elfo oscuro gesticulaba con los brazos, sin duda para partir el paño de su pectoral.

—¡Nada mejor que esta muestra de su poder para rebatir tus argumentos! —exclamó Dalamar.

Los magos estiraron el cuello, e ininteligibles expresiones de asombro se sucedieron en la fría atmósfera de la sala como una ráfaga de viento. Tas se debatió entre los brazos de Caramon mas cuando, vencido, le lanzó una iracunda mirada, constató anonadado que su robusto compañero permanecía impertérrito, sin el más mínimo atisbo de curiosidad.

—Contemplad el estigma de su mano en mi persona —invitó Dalamar a la asamblea—. Apenas puedo soportar el lacerante dolor. —Hizo una pausa antes de añadir, con los dientes apretados—: Me encargó que te saludara de su parte, Par-Salian.

El gran maestro inclinó la cabeza y se llevó una mano, que temblaba evidentemente, a la sien para sujetársela. Durante un minuto se exacerbaron en su faz los surcos de la vejez, la debilidad, el agotamiento, si bien no tardó en dirigirse de nuevo al discípulo con renovada energía.

—Así que nuestros temores se han confirmado. —Sus ojos se arrugaron en actitud inquisitiva—. Sabe que te enviamos…

—¿Para vigilarle? —terminó Dalamar entre amargas risas—. No creo que le costara mucho adivinarlo. Ha estado al corriente de mis movimientos desde el primer día, me ha utilizado a mí, como a vosotros, para satisfacer sus propios fines. —El elfo escupía, más que pronunciaba, las palabras.

—Me resultaba difícil aceptar tus revelaciones —apuntó el mismo hechicero de Túnica Roja que antes hablara—. El joven Raistlin es una criatura poderosa, no lo niego, pero ese proyecto de enfrentarse a una diosa me parece ridículo.

Su afirmación fue coreada desde las dos secciones del semicírculo.

—¿De verdad? —preguntó el elfo a fin de acallar el revuelo, con un tono letal por su extrema suavidad—. En ese caso, permitidme que os exponga vuestra total ignorancia respecto al significado del término «poder». Vuestras facultades son insignificantes comparadas con las suyas, ni con una sonda infinita alcanzaríais las profundidades de su sapiencia. ¡No es posible medirla! Yo, sin remontarme a las esotéricas alturas que su magia gobierna, he presenciado portentos que ninguno de los aquí presentes osaría ni siquiera imaginar. —La furia que ribeteaba su voz fue sustituida por una admiración sin condiciones hacia el protagonista de su relato—. He recorrido las regiones del sueño con los ojos abiertos, mis pupilas se han posado en una belleza tal que un corazón fuerte no la resistiría sin estallar de dolor. He descendido, asimismo, a las simas de las pesadillas, y he descubierto horrores tan indescriptibles —se estremeció— que supliqué la muerte antes que tener que encararme a ellos. —Se interrumpió unos segundos y, con un centelleo de sus oscuras pupilas, atrajo la ensimismada atención de los veinte sabios—. Y todos estos prodigios son fruto de su magia, él los conjura y los crea.

No se oía en la estancia ni una respiración.

—Demuestras prudencia al asustarte, gran maestro —continuó Dalamar—. Sin embargo, por mucho que temas a Raistlin nunca será suficiente. Es cierto que no tiene el poder que ha de llevarle al otro lado del mortífero umbral, pero pronto partirá en su busca. Mientras nosotros hablamos él hace los preparativos para el largo viaje y, en cuanto yo regrese mañana, abandonará la Torre.

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