Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
El gladiador recordó angustiado la agonía del joven bárbaro, las convulsiones que provocara en su ser el veneno del tridente al extenderse por su sangre.
—Y en cuanto a tu afirmación de que tus amigos se opondrán a agredirte —continuó el enano—, Fistandantilus se encargó de salvar ese escollo. Después del diálogo que mantuvieron, estarán ansiosos por saltar a la arena.
Caramon hundió la cabeza en el pecho. Agitaban su cuerpo incontenibles escalofríos y la náusea contrajo su estómago, abrumado como estaba por la malignidad de su hermano. La negrura, la desesperación, invadieron su ánimo.
«Raistlin nos ha engañado a todos, a Crysania, a Tas y también a mí. Fue él quien dispuso que matara a aquel entrañable luchador, me mintió descaradamente. Y lo mismo ha hecho con la sacerdotisa, no es más capaz de amarla que la luna negra de iluminar el cielo nocturno. Se ha valido de sus sentimientos a fin de materializar los abyectos propósitos que anidan en su alma. ¿Y Tas? ¡Pobre ingenuo!» Cerró los ojos y revivió la expresión de su gemelo cuando descubrió al kender, su comentario sobre la posibilidad de que la venida de éste alterara el tiempo y que su presencia respondiera a un ardid de los magos para detenerlo. Tas representaba una amenaza, un peligro. Ahora abrigaba una total certeza sobre el paradero de su pequeño amigo.
El viento rugía en el exterior, pero con menor fuerza que el dolor que carcomía sus entrañas. Mareado, aturdido por los espasmos que le producían las invisibles agujas del sufrimiento, el musculoso humano perdió la noción de lo que ocurría en su derredor. No vio el gesto de Arack, no sintió la zarpa de Raag ni las ataduras que sujetaban sus muñecas.
Tan sólo más tarde, una vez se hubieron disipado los síntomas de su acceso de pánico, despertó a su realidad inmediata. Se hallaba en una estrecha, oscura cámara subterránea, acaso debajo del circo. El ogro acababa de ajustar una cadena a la argolla de su cuello y se afanaba en afianzar su otro extremo en una anilla adosada al muro. Concluida esta operación, el monstruoso individuo comprobó las correas de cuero de sus manos.
—No las aprietes demasiado —ordenó el enano—, mañana tiene que estar en condiciones de pelear.
Un zumbido estremeció la estancia, audible incluso en un rincón tan apartado. Sus ecos alimentaron las esperanzas de Caramon, no podrían celebrarse los Juegos si persistía la tormenta.
El avieso enano siguió a Raag al otro lado de la puerta. Antes de cerrarla se asomó al interior del calabozo y, con una sonrisa que habría petrificado al más cuerdo, contempló el semblante del prisionero.
—Por cierto —dijo, meciéndose su barba en un ominoso vaivén—, Fistandantilus me ha asegurado que mañana lucirá un día espléndido. Viviremos una jornada que Krynn no olvidará durante mucho tiempo.
La pesada hoja de madera chirrió sobre sus goznes, y la llave giró en la cerradura.
Quedó el guerrero solo en el húmedo ambiente de la mazmorra. Estaba tranquilo, con esa calma que deja la enfermedad cuando, a su paso, borra las emociones de quien la padece. Hasta Tas se había esfumado, no podía recurrir al consejo de nadie capaz de tomar decisiones. Comprendió, sin embargo, que no necesitaba ayuda para adoptar una resolución.
Ahora sabía por qué los hechiceros lo habían enviado al pasado. Ellos conocían la verdad, y querían que él la averiguara por sí mismo: su gemelo era irrecuperable, tenía que morir.
Falsa bondad
Aquella noche nadie durmió en Istar. Arreció la tempestad, que parecía dispuesta a destruirlo todo con su azote. Los gemidos del viento se asemejaban a aquéllos otros que, como heraldos de muerte, proferían los espíritus en las casas embrujadas, y su sonoro embate neutralizaba incluso el fragor de los truenos. Los relámpagos danzaban sobre las calles, los árboles se partían al recibir su fulminante contacto. El granizo, por su parte, rebotaba contra los muros de las edificaciones, arrancando ladrillos, rompiendo los más gruesos cristales y permitiendo que las ráfagas de aire y de lluvia penetrasen en los hogares cual salvajes conquistadores. Las inundaciones se propagaban por toda la urbe, los torrentes de agua arrastraban los puestos del mercado, las plataformas de los esclavos, los carros y carruajes.
Sin embargo, nadie resultó herido. Se diría que los dioses, en esta hora decisiva, habían extendido sus manos para proteger a los vivos, en espera de que escucharan su advertencia.
Al amanecer amainó el aguacero, y el mundo quedó envuelto en un profundo silencio. Las divinidades, sin atreverse apenas a respirar, se mantuvieron expectantes, alertas a un tenue llanto susceptible de salvar a Krynn.
Se elevó el sol en un cielo azul, acuoso. Ningún pájaro lo saludó con sus trinos, ninguna hoja crujió en la brisa matutina porque, simplemente, tal brisa no soplaba. Reinaba en el aire una mortífera quietud. El humo se alzaba desde los troncos socarrados en volutas que se encaramaban hacia las alturas, los desbordados riachuelos fueron absorbidos como si unas sofisticadas canalizaciones los devolvieran a su cauce. Los habitantes de la ciudad abandonaron sus casas cautelosos, contemplando incrédulos los nimios daños antes de recogerse en sus lechos, exhaustos tras varias noches de vigilia.
Pero había una persona en Istar que, contra todo pronóstico, había dormido pacíficamente. De hecho, fue la repentina calma lo que lo despertó.
Como él mismo solía relatar, Tasslehoff Burrfoot había conversado con los espíritus del Bosque Oscuro, se había enfrentado a numerosos dragones —volando a lomos de dos de ellos—, se había acercado al Robledal de Shoikan —el grado de proximidad aumentaba en cada nueva narración—, había roto uno de los Orbes y hasta fue el artífice de la derrota de la Reina de la Oscuridad —con un poco de ayuda—. Una ventisca, aunque alcanzase gigantescas proporciones, no había de espantarlo, ni mucho menos perturbar su sueño.
Fue sencillo apoderarse del ingenio mágico. Meneó la cabeza al pensar en lo orgulloso que debía sentirse Caramon por concebir tan perfecto escondrijo pero, aunque se abstuvo de comentarlo ante el hombretón, el doble fondo del baúl habría sido detectado por un kender de tres años.
Tas extrajo el artefacto del cofre y lo observó complacido, maravillado. Había olvidado cuan bello era, doblado sobre sí mismo hasta asumir la apariencia de un colgante ovalado, y se le antojó imposible que sus manos hubieran de transformarlo en un instrumento capaz de obrar prodigios.
Se apresuró a rememorar las instrucciones de Raistlin. El mago se las impartió días antes y lo obligó a aprenderlas, persuadido de que si las escribía, el kender perdería el papiro. Así, al menos, lo había manifestado con su habitual causticidad.
No eran complejas, las ordenó en su mente en cuestión de segundos.
Tu tiempo tuyo es,
aunque viajes por él.
Verás sus esferas, el camino,
en su eterno torbellino,
no obstruyas su fluir.
Aferra firme el final y el comienzo,
dales la vuelta sobre su centro,
y lo que está suelto podrás unir.
Sobre tu cabeza descansa el porvenir.
El objeto era tan hermoso que Tasslehoff habría permanecido largas horas admirándolo. Pero no podía permitirse la menor demora, así que lo guardó presuroso en uno de sus saquillos, recogió los otros —sólo por si encontraba algo digno de conservarlo—, se arropó en su capa y salió del circo, mientras pasaba revista a su última charla con Raistlin.
—Toma prestado el artilugio arcano la víspera del acontecimiento —le encomendó el hechicero—. La tempestad adquirirá una magnitud terrorífica, y a Caramon podría ocurrírsele partir antes de tiempo. Además, de ese modo te resultará más sencillo introducirte en la cripta secreta del Templo sin que nadie repare en ti. La turbonada cesará al alba del día señalado, será entonces cuando el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros se dirigirán en procesión hacia la cámara, donde el sumo mandatario presentará sus demandas a los dioses.
»Debes hallarte en la cripta y activar el ingenio en el instante en que el Príncipe enmudezca.
—¿Cómo lo detendrá? —aventuró el kender entusiasmado—. ¿Brotará de su seno un rayo de luz o algo parecido? ¿Se desmoronará inconsciente el eclesiástico?
—No —contestó el mago entre toses—, no abatirá al dignatario. Pero has acertado en lo de la luz.
—¿De verdad? —se asombró Tas—. ¡Es fantástico! Creo que me estoy perfeccionando en tu arte.
—Cierto —admitió Raistlin secamente—. Y ahora, deja que continúe en el punto donde me has interrumpido.
—Disculpa, no volverá a ocurrir. —El hombrecillo cerró la boca al percibir la fulgurante mirada del maestro.
—Debes entrar en la cripta secreta durante la noche. En la zona posterior del altar hay unos gruesos cortinajes, nadie te descubrirá si te ocultas tras ellos.
—Impediré el Cataclismo y regresaré sin tardanza junto a Caramon para contárselo. ¡Me convertiré en un héroe! —Calló unos segundos, asaltado por un pensamiento—. ¿Pero cómo puedo ser un héroe si conjuro un evento antes de que se produzca? ¿Cómo se sabrá que lo hice si no llega a suceder?
—Se sabrá —lo tranquilizó el mago.
—¿Estás seguro? —se obstinó el kender—. No lo comprendo. Pero supongo que estás ocupado y es mejor que me vaya. Cuando todo esto termine imagino que abandonarás Istar —apuntó, sintiéndose empujado hacia la puerta por la mano que Raistlin tenía apoyada en su espalda—. ¿Dónde dirigirás tus pasos?
—Donde me apetezca —fue la tajante contestación.
—¿Puedo acompañarte? —solicitó Tas ilusionado.
—No, te necesitarán en tu tiempo —declaró el nigromante con un extraño destello en sus ojos—. Debes cuidar de Caramon.
—Tienes razón, he de protegerlo.
Llegaron al umbral y Tas, indeciso, pidió una gracia a su oponente.
—¿Te importaría catapultarme a algún lugar, como hiciste la última vez?
Exhalando un paciente suspiro, Raistlin le concedió su deseo. El kender apareció junto a un estanque, con gran regocijo por su parte. Tuvo que reconocer que, cuando quería, el hechicero era muy gentil.
«Quizá sea por mi intervención providencial en este asunto. Se siente agradecido ante quien va a evitar el desastre, aunque no sabe expresarlo. De todas maneras, dudo que la gratitud tenga cabida en las criaturas perversas», pensó ingenuamente el kender.
Recapacitando sobre tan interesante idea, el hombrecillo vadeó la enfangada charca y regresó a la arena.
Retomó el hilo de tales cavilaciones cuando abandonó su alcoba la noche anterior al Cataclismo, pero los elementos enfurecidos se encargaron de romperlo. No había reparado en la intensidad de la tormenta y la violencia del huracán le dejó perplejo, ya que el fortísimo viento lo alzó literalmente en volandas y lo arrojó contra la tapia en el momento de salir. Tras hacer un alto para recuperar el resuello y asegurarse de no estar herido, emprendió su camino hacia el Templo con el ingenio sujeto en su mano.
Esta vez, ya prevenido, tuvo la suficiente presencia de ánimo para acercarse a los edificios, donde el viento no lo zarandearía a su antojo. Recorrer la ciudad en medio del caos resultó una experiencia enriquecedora. Pudo observar cómo un relámpago derribaba un árbol a escasa distancia, y comprendió lo que significaba la expresión «hacer astillas». Un poco más adelante calculó mal la profundidad del torrente que invadía la calzada y fue arrastrado por un auténtico rápido, una estupenda aventura si hubiera podido respirar, pero el hecho de estarse casi ahogando lo incomodaba. Al fin el curso de agua lo lanzó al interior de un callejón, donde logró incorporarse y proseguir el viaje.
Casi lamentó llegar al Templo después de vivir tantas emociones pero, consciente de su importante misión, atravesó raudo el jardín. Una vez en el interior del recinto, tal como Raistlin había augurado, el escurridizo kender se perdió en la confusión sin que nadie advirtiera su presencia. Los clérigos corrían de un lado a otro, achicando el agua que se filtraba por las fisuras de las ventanas, recogiendo cristales, encendiendo las antorchas apagadas o reconfortando a quienes no soportaban la prueba a la que los sometían las furias desencadenadas.
Ignoraba en qué ala del santuario se encontraba la cripta, mas nada podía gustarle más que merodear por lugares ignotos. Dos o tres horas más tarde, con sus bolsas repletas de tesoros, se internó en una estancia subterránea que respondía a la descripción de Raistlin en todos sus pormenores.
No la alumbraba ninguna tea, muestra palpable de que no pensaban utilizarla, pero el resplandor de los relámpagos a través de un ventanuco en el techo bastaba para que se revelasen a sus ojos el altar y las cortinas que mencionara el mago. Estaba fatigado, necesitaba descansar, así que inspeccionó someramente la cámara y, tras hallarla vacía, rodeó la tarima y asomó la cabeza entre los recios pliegues con la esperanza de descubrir alguna cueva secreta donde el Príncipe de los Sacerdotes celebrara sus rituales, vedados a los mortales.
Escudriñó el entorno y suspiró. No había nada que mereciese la pena, tan sólo un muro cubierto por los cortinajes. Se sentó detrás de éstos, extendió su capa para que se secara, deshizo su copete a fin de enjugar las gotas de lluvia y desprenderse del granizo y, bajo la exigua, intermitente luz, examinó los interesantes objetos que se habían caído «accidentalmente» en sus saquillos.
Al poco rato le pesaban tanto los párpados que apenas podía levantarlos, sus repetidos bostezos le causaban un molesto dolor en las mandíbulas. Arrebujándose en el suelo, se entregó al sueño sin dejar que le afectara el retumbar de los truenos. Dedicó su último pensamiento a Caramon, temía su cólera cuando reparara en su aparente fuga.
La calma vino a interrumpir su plácido reposo, un fenómeno en verdad sorprendente. ¿Por qué había de sobresaltarle el silencio? Y no fue éste el único enigma al que se enfrentó. Al principio tampoco reconoció la estrecha estancia.
No tardó en recordar. Estaba en la cripta secreta del Templo de Istar y hoy sobrevendría el Cataclismo, es decir, habría sobrevenido de no anticiparse él a la Historia, remodelándola. O, expresado de otro modo, era el día del Cataclismo sin Cataclismo, habría habido una hecatombe pero ésta no tendría lugar. Confundido por el galimatías que él mismo creaba, recapacitando que alterar el destino era un fastidio, Tas decidió investigar el motivo de aquella quietud.