El tercer gemelo (46 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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Era el turno de Jeannie y Steve se puso en pie y la condujo por los caminos de su testimonio. Describió con calma y tranquilidad su programa de investigación y explicó la importancia de encontrar gemelos que se hubieran criado separados y que fuesen delincuentes. Detalló las precauciones que tomaba para asegurarse de que ningún dato clínico se conociese antes de que ellos firmasen la correspondiente autorización.

Esperaba que Quinn la interrogaría con la intención de demostrar que existía alguna minúscula probabilidad de que, por accidente, pudiera revelarse información confidencial. Steve y Jeannie lo habían ensayado la noche anterior, con Steve interpretando el papel de abogado de la acusación. Pero, ante su sorpresa, Quinn no hizo ninguna pregunta. ¿Temía que Jeannie se defendiera con excesiva habilidad? ¿O confiaba en que el veredicto estaba ya decidido a su favor?

Quinn expuso primero su argumentación. Repitió buena parte del testimonio de Berrington y, de nuevo, fue más tedioso de lo que Steve juzgaba inteligente. La parte final, las conclusiones, resultó sin embargo bastante breve.

—Esta es una crisis que nunca debió producirse —dijo—. Las autoridades universitarias han procedido sensatamente en todo momento. Fue la impetuosa irreflexión y la intransigencia de la doctora Ferrami lo que ocasionó todo este drama. Naturalmente, tiene un contrato y ese contrato rige las relaciones entre ella y la institución que la emplea. Pero, después de todo, el profesorado decano está obligado a supervisar al profesorado más joven; y los miembros de éste, si tienen un mínimo de sentido común, atenderán los prudentes consejos de los mayores y más expertos que ellos. La terca rebeldía de la doctora Ferrami hizo que un problema degenerara en crisis, y la única solución para esa crisis consiste en que ella abandone la universidad.

Se sentó.

Le tocaba a Steve pronunciar su argumentación. Se había pasado la noche ensayándola. Se levantó.

—¿Qué promueve la Universidad Jones Falls?

Hizo una pausa para darle alas al efecto dramático.

—La respuesta puede expresarse en una palabra: saber. Si deseáramos una definición sucinta del papel de la universidad en la sociedad estadounidense, podríamos decir que su función es buscar el saber y difundir el saber.

Miró uno por uno a todos los miembros de la comisión, invitándoles a mostrarse de acuerdo. Edelsborough asintió con la cabeza. Los demás permanecieron impávidos.

—De vez en cuando —continuó Steve—, esa función se ve atacada. Nunca faltan personas que desean ocultar la verdad, por una u otra razón: motivos políticos, prejuicios religiosos —miro a Berrington— o lucro comercial. Creo que todos ustedes están de acuerdo en que la independencia intelectual de la universidad es decisiva para su reputación. Esa independencia, evidentemente, tiene que mantener un equilibrio respecto a otras obligaciones, tales como la necesidad de respetar los derechos civiles de los individuos. Sin embargo, una defensa vigorosa del derecho de la universidad a buscar el saber acrecentaría su reputación entre todas las personas inteligentes.

Agitó una mano para indicar la universidad.

—Jones Falls es importante para cuantos están aquí. La reputación de un académico puede aumentar o disminuir junto con la de la institución en la que trabaje. Les pido que piensen en el efecto que tendrá su veredicto sobre la reputación de la Universidad Jones Falls como institución académica libre e independiente. ¿Va a dejarse amedrentar la universidad por el ataque frívolo de un diario? ¿Va a cancelarse un programa de investigación científica a cambio de que se remate sin problemas la operación de compraventa de una empresa? Espero que no. Confío en que la comisión impulsará el buen nombre de la Universidad Jones Falls demostrando que lo que importa aquí es un valor sencillo: la verdad.

Contempló a los miembros de la comisión y dejó que sus palabras calasen. Le fue imposible pronosticar, por la expresión de sus rostros, si el discurso les había impresionado o no. Al cabo de un momento, se sentó.

—Gracias —dijo Jack Budgen—. ¿Tendrían la bondad todos ustedes, salvo los miembros de la comisión, de retirarse de la sala mientras deliberamos?

Steve sostuvo la puerta a Jeannie, mientras salía, y la siguió al pasillo. Abandonaron el edificio y se detuvieron a la sombra de un árbol. Jeannie estaba pálida a causa de la tensión.

—¿Qué opinas? —preguntó.

—Hay que ganar —dijo él—. Tenemos razón.

—¿Qué voy a hacer si perdemos? —aventuró Jeannie—. ¿Mudarme a Nebraska? ¿Buscarme un trabajo de maestra de escuela? ¿Hacerme azafata aérea, como Penny Watermeadow?

—¿Quién es Penny Watermeadow?

Antes de que tuviera tiempo de contestar, Jeannie vio algo por encima del hombro de Steve que la hizo titubear. Steve volvió la cabeza. Henry Quinn estaba a su espalda, fumando un cigarrillo.

—Estuviste muy agudo e inteligente ahí dentro —dijo Quinn—. Espero que no pienses que soy arrogante si digo que he disfrutado una barbaridad intercambiando ingenio contigo.

Jeannie produjo un ruido de desagrado y se alejó.

Steve se mostró más objetivo. Se suponía que los abogados eran así, amistosos con sus oponentes, fuera de la sala del tribunal. Además, era posible que algún día llamase a la puerta de Quinn para solicitarle un empleo.

—Gracias —dijo cortésmente.

—Desde luego, presentaste el mejor de los argumentos —prosiguió Quinn, con una franqueza que sorprendió a Steve—. Por otra parte, en un caso como este, la gente vota en interés propio, y todos esos miembros de la comisión son profesores veteranos. Les resultará muy duro apoyar a una joven en contra de alguien de su propio grupo, al margen de los argumentos.

—Son todos intelectuales —alegó Steve—. Tienen un compromiso con la razón.

Quinn asintió.

—Puede que estés en lo cierto. —Dirigió a Steve una mirada especulativa y preguntó—: ¿Tienes idea de lo que realmente se debatía aquí?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Steve, cauto.

—Salta a la vista que hay algo que aterra a Berrington, y no es la publicidad negativa. Me preguntaba si la doctora Ferrami y tú sabríais de qué se trata.

—Creo que lo sabemos —repuso Steve—. Pero no podemos demostrarlo, aún.

—Sigue intentándolo —aconsejó Quinn. Dejó caer el cigarrillo y lo aplastó con la suela del zapato—. No permita Dios que Jim Proust sea presidente.

Se alejó.

Con que esas tenemos, pensó Steve; nos ha salido un progresista encubierto.

Apareció Jack Budgen en la entrada e hizo un gesto indicándoles que volvieran. Steve cogió a Jeannie del brazo y regresaron adentro.

Examinó los rostros de los miembros de la comisión. Jack Budgen sostuvo su mirada. Jane Edelsborough le dedicó una sonrisita.

Esa era una buena señal. Las esperanzas de Steve se remontaron hacia las alturas.

Todos se sentaron.

Jack Budgen revolvió sus papeles innecesariamente.

—Agradecemos a ambas partes las facilidades que han dado para que esta audiencia haya podido desarrollarse con dignidad. —Hizo una pausa solemne —Nuestra decisión es unánime. Recomendamos al consejo de esta universidad el despido de la doctora Jean Ferrami. Gracias.

Jeannie hundió la cabeza entre sus manos.

40

Cuando por último Jeannie estuvo sola, se arrojó encima de la cama y estalló en lágrimas.

Lloró durante largo rato. Golpeó las almohadas, gritó a la pared y pronunció las palabrotas más obscenas que conocía, después hundió la cara en la colcha y lloró todavía más. Las sábanas se humedecieron con las lágrimas y se llenaron de negros churretones de rimel.

Al cabo de un rato, se levantó, se lavó la cara y preparó café.

«No es como si te hubiesen detectado un cáncer —se dijo—. Vamos, compórtate.» Pero era muy duro. No iba a morirse, desde luego, pero había perdido todo por lo que consideraba que merecía la pena vivir.

Pensó en cómo era a los veintiuno. Aquel mismo año se había licenciado summa cum laude y había ganado el torneo del Mayfair Lites. Se vio en la pista, con la copa levantada en el tradicional gesto de triunfo. Tenía el mundo a sus pies. Al volver ahora la mirada hacia atrás tuvo la sensación de que era una persona distinta la que sostenía aquel trofeo.

Sentada en el sofá, bebió café. Su padre, el muy desgraciado, le había robado el televisor, así que ni siquiera podía ver los culebrones para distraerse y apartar su mente de la angustia que le abrumaba. Se hubiera atiborrado de bombones, de tener alguna caja por allí. Pensó en coger una buena borrachera, pero eso la deprimiría aún más. ¿Ir de compras? Probablemente se echaría a llorar en el probador y, de todas formas, estaba todavía más arruinada que antes.

El teléfono sonó hacia las dos. Jeannie no le hizo caso. Sin embargo, la persona que llamaba insistió de tal modo que, a final, Jeannie se harto de oír el timbre y acabo por descolgar.

Era Steve. Después de la audiencia había vuelto a Washington para reunirse con su abogado.

—Ahora estoy en su bufete —dijo—. Estamos hablando de emprender una acción legal contra la Jones Falls para recuperar tu lista del FBI. Mi familia correrá con los gastos. Creen que merece la pena apurar las posibilidades de dar con el tercer gemelo.

—Me importa una mierda el tercer gemelo —profirió Jeannie.

Sucedió una pausa, al cabo de la cual Steve dijo:

—Para mí es importante.

Jeannie suspiró. «Con todas las calamidades que me abruman, ¿se da por supuesto que debo preocuparme de Steve?» Luego se dominó. «El se preocupó por mí, ¿no?» Se sintió avergonzada.

—Perdóname, Steve —se excusó—. Me estoy compadeciendo a mí misma. Claro que voy a ayudarte. ¿Qué quieres que haga?

—Nada. El abogado planteará el caso ante el tribunal, siempre y cuando le des permiso.

Jeannie empezó de nuevo a pensar.

—¿No es un poco arriesgado? Quiero decir que supongo que a la Universidad Jones Falls le notificarán nuestra petición. Y Berrington sabrá entonces dónde está la lista. Y se apoderará de ella antes de que nosotros podamos recuperarla.

—Tienes razón, maldita sea. Espera un momento, que se lo digo.

Al cabo de unos instantes sonó otra voz por el teléfono.

—Aquí Runciman Brewer, doctora Ferrami, en estos momentos estamos conferenciando con Steve. ¿Dónde se encuentran esos datos?

—En un cajón de mi mesa, grabados en un disquete con el rótulo de COMPRAS.LST.

—Podemos solicitar que se nos permita acceder a su despacho sin especificar qué estamos buscando.

—Me temo que, en ese caso, borrarán toda la información de mi ordenador y de todos los disquetes.

—No se me ocurre ninguna idea mejor.

—Lo que necesitamos es un ladrón profesional —oyó que decía Steve.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jeannie.

—¿Qué?

Papá.

—¿Qué ocurre, doctora Ferrami? —preguntó el abogado.

—¿Puede retener esa solicitud al tribunal? —dijo Jeannie.

—Sí. De todas formas, no empezaría a rodar hasta el lunes. ¿Por qué?

—Acabo de tener una idea. Veamos si la puedo poner en práctica. Si no me resulta factible, la semana que viene nos lanzaremos por el camino de la legalidad. ¿Steve?

—Aquí estoy todavía.

—Llámame luego.

—Cuenta con ello.

Jeannie colgó.

Su padre podía colarse en el despacho. En aquel momento se encontraba en casa de Patty. Estaba sin blanca, así que no podía ir a ninguna parte. Y tenía una deuda con ella. Oh, vamos, se lo debía.

Si lograba encontrar al tercer gemelo, Steve quedaría libre de toda sospecha. Y si le fuera posible demostrar al mundo lo que Berrington y sus camaradas habían hecho en los años setenta, tal vez ella recuperara su empleo.

¿Podía pedirle a su padre que hiciera aquello? Iba en contra de la ley. Si las cosas salían mal, el podía acabar en la cárcel. Claro que estaba arriesgándose continuamente; pero en esa ocasión sería por culpa de ella. Trató de convencerse de que no lo atraparían.

Sonó el timbre de la entrada. Jeannie cogió el telefonillo.

—¿Si?

—¿Jeannie?

Era una voz familiar.

—Si —contestó—. ¿Quién es?

—Will Temple.

—¿Will?

—Te envié una nota por correo electrónico, ¿no la recibiste?

¿Qué diablos estaba haciendo Will Temple allí?

—Pasa —permitió Jeannie, y pulsó el botón.

Subió la escalera vestido con pantalones de dril marrón y polo de color azul marino. Llevaba el pelo corto, y aunque conservaba la barba rubia que tanto le gustaba a Jeannie, en vez de larga y revuelta como la lucía entonces ahora era una barba de chivo bien cuidada y recortada. La heredera le había obligado a cambiar de imagen.

Jeannie no le permitió que la besara en la mejilla; le había hecho demasiado daño. Tendió la mano a Will invitándole a estrechársela y nada más.

—Esto sí que es una sorpresa —dijo—. Hace dos días que no puedo recoger mi correo electrónico.

—Asisto a una conferencia en Washington —explico Will—. Alquilé un coche y me vine para acá.

—¿Quieres un poco de café?

—Seguro.

—Siéntate.

Jeannie empezó a preparar el café. Will miró a su alrededor.

—Bonito apartamento.

—Gracias.

—Diferente.

—Quieres decir distinto a nuestro antiguo domicilio.

El salón de su piso de Minneapolis era un espacio amplio y desordenado, repleto de sofás, guitarras, ruedas de bicicleta y raquetas de tenis. Aquella sala que ocupaba Jeannie ahora era en comparación un modelo de armonía.

—Supongo que reaccioné contra todo aquel caos.

—En aquella época parecía gustarte.

—Entonces, sí. Las cosas cambian.

Will asintió y enfocó otro tema de conversación.

—He leído lo que dicen de ti en el New York Times. Ese artículo era basura.

—Pero me lo dedicaron especialmente. Hoy me han despedido.

—¡No!

Jeannie sirvió café, se sentó frente a Will y le contó el desarrollo de la audiencia. Cuando hubo terminado, Will quiso saber:

—Ese muchacho, Steve... ¿vas en serio con él?

—No lo sé. Tengo una mentalidad liberal.

—¿No salís en plan formal?

—No, a pesar de que él si quiere hacerlo, y la verdad es que el chico me va. ¿Sigues tú con Georgina Tinkerton Ross?

—No. —Will meneó la cabeza pesarosamente—. En realidad, Jeannie, he venido a decirte que romper contigo es la mayor equivocación que he cometido en mi vida.

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