El tercer gemelo (56 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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—Sólo necesito comprobar su fecha de nacimiento, señor King...

—Póngame ahora mismo con el teniente.

—Señor King...

—¡Obedezca!

—Maldito gorila —dijo Jeannie, y colgó. Temblaba de pies a cabeza—. Confío en que no voy a pasarme la noche en conversaciones como esta.

Lisa también había colgado ya.

—El mío era un jamaicano, como su acento demostraba —dijo—. Deduzco que el tuyo era un tipo desagradable.

—Mucho.

—Podríamos dejarlo ahora y continuar por la mañana.

Jeannie no iba a dejarse vencer por la grosería de un tipo mal educado. —Diablos, no —dijo—. Puedo resistir un poco de abuso verbal.

—Lo que tú digas.

—Por su voz he calculado una edad muy superior a los veintidós años, así que podemos olvidarlo. Probemos con los otros dos. Hizo acopio de ánimo y marcó de nuevo.

El tercer Henry King aún no se había ido a la cama; como fondo se oían en la habitación voces y música.

—¿Sí, quién es?

Sonaba como si tuviera la edad adecuada, y las esperanzas de Jeannie se revitalizaron. Repitió su simulacro de una detective en funciones, pero su interlocutor se mostró receloso.

—¿Cómo sé que es usted de la policía?

La voz tenía el mismo tono que la de Steve y el corazón de Jeannie se perdió un par de latidos. Aquél podía ser uno de los clones Pero ¿cómo iba a entendérselas con sus sospechas? Decidió echarle descaro.

—Podría llamarme usted aquí, al cuartelillo de policía —sugirió temerariamente.

Una pausa.

—No, olvídelo —dijo el hombre.

Jeannie volvió a respirar.

—Soy Henry King —declaró el sujeto—. Todos me llaman Hank. ¿Qué es lo que quiere?

—¿Podría primero comprobar su fecha y lugar de nacimiento?

—Nací en Fort Devens hace exactamente veintidós años. Precisamente es mi cumpleaños. Bueno, lo fue ayer, sábado.

¡Era él! Jeannie ya había encontrado a un clon. Ahora era cuestión de establecer si el domingo pasado se encontraba en Baltimore. Se esforzó en eliminar de su voz todo asomo de emoción al preguntar:

—¿Podría decirme cuándo viajó usted fuera del estado por última vez?

—Déjeme recordar, ocurrió en agosto. Fui a Nueva York.

A Jeannie el instinto le dijo que el hombre decía la verdad, pero continuó interrogándole.

—¿Qué hizo usted el domingo pasado?

—Estuve trabajando.

—¿En qué trabaja?

—Bueno, soy estudiante del Instituto Tecnológico de Massachussetts, pero los domingos atiendo la barra del Café Blue Note en Cambridge.

Jeannie tomó nota.

—¿Y fue allí donde estuvo el domingo pasado?

—Sí. Serví por lo menos a cien personas.

—Gracias, señor King. —Si eso era verdad, no se trataba del violador de Lisa—. ¿Tiene inconveniente en darme el número de teléfono de ese local para que pueda verificar su coartada?

—No me acuerdo de ese número, pero viene en la guía. ¿qué se presupone que he hecho?

—Estamos investigando un caso de incendio premeditado.

—Me alegro de tener coartada.

Le resultaba desconcertante oír la voz de Steve y saber que escuchaba a un perfecto desconocido. Le hubiera gustado poder ver a Henry King, comprobar con sus propios ojos el parecido entre Steve y él. De mala gana, dio fin a la conversación.

—Gracias otra vez, señor. Le ruego me perdone. Buenas noches. —Colgó e infló las mejillas, deshinchadas como consecuencia del desencanto—. ¡Vaya!

Lisa había estado escuchando.

—¿Le encontraste?

—Sí, nació en Fort Devens y hoy hace veintidós años. Es el Henry King que estamos buscando, sin el menor género de duda.

—¡Buen trabajo!

—Pero parece contar con una coartada. Dice que estaba trabajando en un bar de Cambridge. —Consultó su cuaderno de notas—. El Blue Note.

—¿Lo comprobaremos? Se había despertado el instinto cazador de Lisa, cuya perspicacia era aguda.

Jeannie asintió. —Es tarde, pero supongo que un bar tendría que estar abierto, sobre todo un sábado por la noche. ¿Puedes sacar de tu CDROM el número de teléfono?

—Sólo tenemos los de domicilios particulares. Los teléfonos comerciales están en otro juego de discos.

Jeannie llamó a Información, obtuvo el número del Blue Note y lo marcó. Respondieron casi inmediatamente.

—Al habla la detective Susan Farber, de la policía de Boston. Póngame con el encargado, por favor.

—El encargado está al aparato, ¿ocurre algo malo?

El hombre hablaba con acento hispano y parecía intranquilo.

—¿Tiene un empleado llamado Henry King?

—Hank, si, ¿qué ha hecho ahora?

Sonaba como si Henry King hubiese tenido anteriormente sus más y sus menos con la ley.

—Puede que nada. ¿Cuándo le vio por última vez?

—Hoy, quiero decir ayer, sábado, trabajó en el turno de cuatro de la tarde a medianoche.

—¿Podría jurarlo, si fuese necesario, señor?

—Eh, sin problemas. —Al encargado pareció aliviarle lo suyo enterarse de que aquello era todo cuanto deseaban de él. Jeannie pensó que si ella fuese policía de verdad no le quedaría más remedio que sospechar que el hombre tenía una conciencia culpable—. Llame cuando quiera —dijo el encargado, y colgó.

—La coartada se sostiene —confesó Jeannie, desilusionada.

—No te desanimes —dijo Lisa—. Lo hemos hecho muy bien al eliminarle tan deprisa..., en especial tratándose de un nombre tan corriente. Veamos qué pasa con Per Ericson. No serán muchos los que se llamen así.

La lista del Pentágono indicaba que Per Ericson había nacido en Fort Rucker, pero veintidós años después no existía ningún Per Ericson en Alabama. Lisa probó:

P* ERICS?ON

y por si acaso llevaba dos s, probó luego:

P* ERICS$N

para incluir las posibilidades de «Ericsen» y «Ericsan», pero el ordenador no encontró nada.

—Inténtalo en Filadelfia —sugirió Jeannie—. Allí es donde me agredió.

En Filadelfia había tres. El primero resulto ser un tal Peder, el segundo la anciana voz cascada y frágil de un contestador automático, y el tercero una mujer, Petra. Jeannie y Lisa empezaron a abrirse camino a través de todos los P. Ericson de Estados Unidos: había treinta y tres en la lista.

El segundo P. Ericson de Lisa hizo una demostración de su talante malhumorado e injurioso y la muchacha tenía el semblante blanco como el papel cuando colgó el teléfono, pero se tomó una taza de café y luego siguió adelante con determinación.

Cada llamada constituía un pequeño drama. Jeannie tenía que recurrir a todo su desparpajo para hacerse pasar por agente de policía. Era angustioso preguntarse si lo que oiría a continuación por el aparato no iba a ser la voz de un individuo que diría: «Ahora me vas a hacer una paja, si no quieres que te deje baldada de una paliza». Luego estaba la tensión de mantener la falsa identidad de un detective de la policía frente al escepticismo o la brusquedad de las personas que contestaban al teléfono. Y la mayor parte de las llamadas concluían en decepción.

Cuando Jeannie colgaba, tras la sexta llamada infructuosa, oyó decir a Lisa:

—Oh, lo lamento profundamente. Nuestros datos sin duda no están al día. Perdone la intromisión, señora Ericson. Buenas noches. —Dejó el auricular en la horquilla con aire de persona destrozada. Manifestó en tono solemne—: Cumplía todos los requisitos. Pero falleció el invierno pasado. La persona con la que estaba hablando era su madre. Se me echó a llorar cuando le pregunté por él.

Jeannie se preguntó en aquel momento que personalidad tendría. ¿Era como Dennis, un psicópata, o era como Steve?

—¿Cómo murió?

—Al parecer era un campeón de esquí y se rompió el cuello cuando intentaba algo peligroso.

Un muchacho audaz, sin miedo.

—Suena como si fuese nuestro hombre.

A Jeannie no se le había ocurrido la posibilidad de que no estuviesen vivos los ocho. Comprendió ahora que debía de haber más de ocho implantes. Incluso actualmente, cuando la técnica está bien establecida, muchos implantes no «prenden». Y también era probable que algunas de las madres hubiesen abortado. La Genético podía haber hecho sus experimentos con quince o veinte mujeres, e incluso más.

—Es duro hacer estas llamadas —dijo Lisa.

—¿Quieres que nos tomemos un respiro?

—No. —Lisa se había animado—. Lo estamos haciendo muy bien. Ya hemos descartado a dos de los cinco y aún no son las tres de la madrugada. ¿Quién viene ahora?

—George Dassault.

Jeannie empezaba a creer que encontrarían al violador, pero no tuvieron tanta suerte con ese nombre. En Estados Unidos sólo había siete George Dassault, pero tres de ellos no contestaron al teléfono. Ninguno tenía relación con Baltimore o Filadelfia —uno estaba en Buffalo, otro en Sacramento y otro en Houston—, pero eso no quería decir nada. Lo único que podían hacer era seguir adelante. Lisa imprimió la relación de números de teléfono para poder intentarlo después.

Surgió otra pega.

—Me parece que no tenemos ninguna garantía de que el hombre al que estamos buscando se encuentre en el CD-ROM —dijo Jeannie.

—Eso es verdad. Puede que no tenga teléfono. O que su número no figure en la guía.

—Podía figurar con algún seudónimo, Pincho Dassault o Capirotazo Jones.

Lisa río entre dientes.

—Podría ser un cantante de rap que hubiera cambiado su nombre por el de Sorbete de Nata Cremosa.

—Podría ser un luchador que se presentara como Billy Acero.

—Podría ser un escritor de novelas del Oeste que firmara Macho Remington.

—O de literatura pornográfica bajo el alias de Heidi Latigazo.

—Pijo Presto.

—Henrietta Chichi.

El estrépito de cristales rotos interrumpió bruscamente sus risas. Jeannie salió disparada de su taburete y se zambulló en el armario de artículos de escritorio. Cerró la puerta desde dentro y permaneció inmóvil, aguzado el oído.

Oyó a Lisa decir nerviosamente:

—¿Quién es?

—Seguridad —llegó la voz de un hombre—. ¿Dejó usted ese jarro de cristal ahí?

—Sí.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Para que nadie se me acercara furtivamente, sin que yo me diese cuenta. Una se pone nerviosa cuando está trabajando aquí tan tarde.

—Bueno, pues yo no voy a barrer los trozos de cristal. No pertenezco al personal de limpieza.

—Me parece muy bien, déjelos donde están.

—¿Está usted sola, señorita?

—Sí.

—Echaré un vistazo.

—Como si estuviera en su casa.

Jeannie aferró el picaporte con las dos manos. Si el hombre intentaba abrir la puerta, ella lo impediría.

Le oyó andar por el laboratorio.

—¿Qué clase de trabajo está haciendo, de todas formas?

Su voz sonaba muy cerca de Jeannie. La de Lisa le llegó de más lejos.

—Me encantaría hablar un rato, pero sucede que no tengo tiempo, lo que si tengo es una barbaridad de trabajo.

«Si no tuviese tanto trabajo, tío, no estaría aquí en plena noche, así que, ¿porqué no te largas y le dejas que lo haga?»

—Está bien, no pasa nada. —La voz sonaba justo delante de la puerta del armario—. ¿Qué hay aquí dentro?

Jeannie apretó con fuerza el picaporte y empujó hacia arriba, dispuesta a resistir la posible presión.

—Ahí es donde guardamos los cromosomas de virus radiactivos —dijo Lisa—. Probablemente es completamente seguro, aunque puede entrar si no está cerrado con llave.

Jeannie contuvo una carcajada histérica. Los cromosomas de virus radiactivos era un camelo inexistente.

—Creo que pasaré de ello —dijo el guardia de seguridad. Jeannie estaba a punto de soltar el picaporte cuando notó una repentina presión. Tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. El guardia constató—: Está cerrado, de todas formas.

Sucedió una pausa de silencio. Cuando el hombre volvió a hablar, su voz sonó distante y Jeannie se relajó.

—Si se siente sola, venga a la garita de vigilancia. Le prepararé una taza de café.

—Gracias —respondió Lisa.

La tensión de Jeannie empezó a suavizarse, pero la cautela le aconsejó seguir donde estaba, a la espera de que el terreno se despejase definitiva y totalmente. Al cabo de un par de minutos, Lisa abrió la puerta.

—Ahora está saliendo del edificio informó.

Volvieron a los teléfonos.

Murray Claud era otro nombre poco corriente y lo localizaron enseguida. Jeannie hizo la llamada. Murray Claud padre le dijo, con voz preñada de amargura y perplejidad, que su hijo estaba en la cárcel de Atenas desde hacía tres años, a raíz de una pelea en una taberna a navajazo limpio, y no lo dejarían en libertad hasta el mes de enero, como muy pronto.

—Ese chico podría haber sido cualquier cosa —explicó el hombre—. Astronauta. Premio Nobel. Estrella cinematográfica. Presidente de Estados Unidos. Es inteligente, tiene encanto y buena presencia. Y todo lo ha tirado por la ventana. Sencillamente lo ha tirado por la ventana.

Jeannie comprendió el dolor de aquel padre. Estuvo tentada de contarle la verdad, pero no estaba preparada y, de cualquier modo, tampoco disponía de tiempo. Se prometió volverle a llamar, otro día, y proporcionarle todo el consuelo que pudiera ofrecerle. Luego colgó.

Dejaron a Harvey Jones el último porque sabían que iba a ser el más difícil.

La moral de Jeannie descendió hasta quedar a la altura del barro cuando comprobó que había casi un millón de Jones en Estados Unidos y que H. era una inicial de lo más corriente. El segundo nombre era John. Había nacido en el Hospital Walter Reed, de Washington, D.C., así que Jeannie y Lisa empezaron por llamar a todos los Harvey Jones, a todos los H. J. Jones y a todos los H. Jones de la guía telefónica de Washington. No encontraron uno solo que hubiese nacido aproximadamente veintidós años atrás en el Walter Reed; pero, lo que aún era peor, acumularon una larga lista de posibles: gente que no contestó al teléfono.

De nuevo Jeannie empezó a dudar de las posibilidades de éxito de aquella tarea. Habían dejado sin resolver tres George Dassault y ahora veinte o treinta H. Jones. Su enfoque era teóricamente sólido, pero si las personas no respondían a su llamada, no podían interrogarlas. Empezaba a tener la vista borrosa y los nervios de punta a causa del exceso de café y de no dormir.

A las cuatro de la madrugada Lisa y ella la emprendieron con los Jones de Filadelfia.

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