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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El tercer hombre (11 page)

BOOK: El tercer hombre
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«Eso es algo que suele ocurrir con los fantasmas o con las apariciones».

«¡Pero no creo que estuviera tan borracho!».

«¿Entonces, qué hizo usted?».

«Tuve que tomar otra copa. Tenía los nervios hechos trizas».

«¿Y eso no lo volvió a hacer aparecer?».

«No, pero me hizo volver a casa de Anna».

Creo que se habría avergonzado de venir a mí con su absurda historia si no hubiera sido por el atentado de que fue objeto Anna Schmidt. Mi teoría, cuando me contó la historia, fue que sí había habido alguien vigilándole, aunque fueron la bebida y la histeria las que le hicieron imprimir sobre el rostro de aquel hombre los rasgos de Harry Lime. El que le vigilaba había tomado nota de su visita a Anna y el miembro del círculo —el círculo de la penicilina— fue advertido telefónicamente. Aquella noche se precipitaron los acontecimientos. Recuerden que Kurtz vivía en la zona rusa: para ser exacto en el Segundo Bezirk, en una calle ancha, vacía y desolada que desemboca en la Prater Platz. Un hombre de esa especie probablemente había conseguido contactos influyentes. Para un ruso era la ruina que le vieran tratándose muy amistosamente con un norteamericano o con un inglés, pero el austríaco era un aliado en potencia, además, en cualquier caso, nadie teme la influencia de los arruinados y derrotados.

Deben comprender que en aquel período la cooperación entre los aliados occidentales y los rusos prácticamente se había roto, aunque todavía no del todo. El primitivo acuerdo policial hecho en Viena entre los aliados reducía a la policía militar (que se ocupaba de los delitos cometidos por el personal aliado) a sus zonas particulares, al menos que recibieran permiso para penetrar en la zona de otra potencia. Este acuerdo funcionaba bastante bien entre las tres potencias occidentales. Lo único que tenía que hacer era llamar por teléfono a mi colega en las zonas norteamericana o francesa antes de enviar a mis hombres para realizar una detención y proseguir con una investigación. Durante los seis primeros meses de la ocupación había funcionado razonablemente bien con los rusos: a veces pasaban cuarenta y ocho horas antes de que recibiera el permiso, pero en la práctica hay pocas ocasiones en que sea necesario trabajar con más rapidez. Hasta en nuestro país no siempre es posible conseguir una orden de registro o un permiso de los superiores para detener a un sospechoso en menos tiempo. Luego, las cuarenta y ocho horas se convirtieron en una semana o en quince días, y recuerdo a mi colega norteamericano echando repentinamente una ojeada a sus archivos y encontrándose que había cuarenta casos que se remontaban a hacía más de tres meses en los que ni siquiera sus peticiones habían encontrado una respuesta. Luego comenzaron los problemas. Nosotros empezamos a rechazar o a no contestar a las peticiones rusas, ellos enviaban a veces a su policía sin permiso, se produjeron choques… En el momento en que tuvo lugar esta historia, las potencias occidentales habían dejado más o menos de presentar peticiones o de contestar a las rusas. Eso significaba que si yo quería detener a Kurtz, lo mejor sería pillarle fuera de la zona rusa, aunque, por supuesto, siempre era posible que sus actividades irritaran a los rusos y su castigo fuera más rápido y severo que el que le pudiéramos infligir nosotros. Bueno, el caso de Anna Schmidt resultó uno de esos choques: cuando Rollo Martins volvió borracho a las cuatro de la madrugada para decirle a Arma que había visto el fantasma de Harry, un portero asustado, que aún no había podido volver a dormirse, le dijo que se la había llevado la Patrulla Internacional.

Lo que ocurrió fue lo siguiente. Como recordarán le tocaba a Rusia el control de la Innere Stadt y cuando era así se podían esperar ciertas irregularidades. En esta ocasión, cuando estaban haciendo la patrulla, el ruso despistó a sus colegas y dirigió el automóvil hacia la calle donde vivía Amia Schmidt. Él policía militar británico de esa noche era un novato: no se dio cuenta, hasta que se lo dijeron sus colegas, de que habían entrado en la zona británica. Hablaba un poco de alemán y nada de francés, y el policía francés, un parisiense cínico y despreocupado, renunció al intento de explicárselo. El que lo hizo fue el norteamericano.

«A mí me da igual», le dijo, «¿pero, a ti también?».

El P.M. británico tocó el hombro del ruso, que volvió su rostro de mongol y le lanzó un torrente de eslavo incomprensible. El automóvil siguió adelante.

Frente al bloque de Anna Schmidt el norteamericano decidió tomar cartas en el asunto y exigió en alemán que le explicaran qué estaba pasando. El francés se inclinó sobre la capota y encendió un apestoso Caporal. Francia no tenía nada que ver en eso y lo que no concerniera a Francia no tenía para él la menor importancia. El ruso exhibió unas cuantas palabras en alemán y blandió unos papeles. Por lo que pudieron entender, una persona de nacionalidad rusa, buscada por la policía rusa, vivía allí sin tener la documentación en regla. Subieron y el ruso intentó abrir la puerta de Arma. El cerrojo estaba pasado, pero el ruso arrimó el hombro y arrancó el cerrojo sin dar al ocupante la oportunidad de dejarle entrar. Anna estaba en la cama, aunque no creo que después de la visita de Martins estuviera dormida.

En estas situaciones, si no te conciernen directamente, hay mucho de comedia. Hace falta un trasfondo de terror centroeuropeo, un padre perteneciente al bando perdedor, registros domiciliarios y desapariciones, para que el miedo rebase a la comedia. El ruso, ¿saben?, se negó a abandonar la habitación mientras se vestía Anna; el inglés se negó a quedarse allí; el norteamericano se negó a dejar a una muchacha desprotegida ante un soldado ruso, y en cuanto el francés, bueno, yo creo que el francés pensó que aquello era muy divertido. ¿Se imaginan la escena? El ruso no hacía más que cumplir con su deber y miraba a la chica durante todo el tiempo, sin el menor asomo de interés sexual; el norteamericano permaneció caballerosamente de espaldas, pero consciente, estoy seguro, de cualquier movimiento: el francés fumaba su cigarrillo y miraba con divertida despreocupación la imagen de la chica vistiéndose reflejada en el espejo del armario, y el inglés se quedó en el pasillo preguntándose qué debía hacer.

No quiero que piensen que el policía inglés salió malparado del asunto. En el pasillo, sin que la caballerosidad le distrajera, tuvo tiempo de pensar y sus pensamientos le llevaron al teléfono del piso de al lado. Me llamó directamente a mi piso y me despertó del profundo sueño de la madrugada. Por eso, cuando Martins llamó una hora más tarde ya sabía la causa de su nerviosismo; aquello le dio una inmerecida, aunque muy útil, confianza en mi eficacia. A partir de esa noche nunca le volví a oír comentarios sarcásticos sobre policías o
sheriffs
.

Debo explicar otro punto del procedimiento policiaco. Si la Policía Internacional practicaba una detención, tenía que alojar a su prisionero durante veinticuatro horas en el Cuartel General Internacional. Durante ese período se decidía qué potencia podía reclamar justificadamente al prisionero. Era una regla que los rusos se mostraban muy dispuestos a quebrar. Como muy pocos de nosotros hablábamos ruso y el ruso casi nunca es capaz de explicar su punto de vista (intenten explicar sus opiniones en una lengua que no dominan bien: no resulta tan fácil como pedir una comida), tenemos tendencia a considerar cualquier violación de un acuerdo por parte de los rusos como algo deliberado y maligno. Pienso que es muy posible que creyeran que este acuerdo sólo se refería a prisioneros sobre los cuales existía algún contencioso. Lo cierto es que había un contencioso acerca de casi todos los prisioneros que cogían, pero ellos no lo veían así, y no hay nadie que se crea más justo y bueno que un ruso. Hasta en sus confesiones, un ruso se considera justo y bueno: suelta sus revelaciones, pero no se disculpa, no necesita excusas. Todo eso tenía que formar el trasfondo de la decisión que uno tomara. Le di mis instrucciones al cabo Starling.

Cuando volvió a la habitación de Anna había estallado una discusión. Anna le había dicho al norteamericano que tenía papeles austríacos (lo cual era cierto) y que estaban en orden (lo cual era exagerar un poco la verdad). El norteamericano le dijo al ruso (en mal alemán) que no tenían derecho a detener a un ciudadano austriaco. Le pidió a Anna sus documentos y cuando ella los enseñó, el ruso se los arrebató de la mano.

«Húngara», dijo señalando a Anna con el dedo. «Húngara», y luego, blandiendo los papeles: «Malos, malos».

El norteamericano, que se llamaba O'Brien, dijo:

«Devuélvele a la chica sus papeles», lo cual, naturalmente, el ruso no entendió. El norteamericano puso la mano sobre su pistola y el cabo Starling dijo suavemente:

«Déjalo, Pat».

«Si esos documentos no están en regla tenemos derecho a mirarlos».

«Déjalo. Ya veremos los documentos en el Cuartel General».

«Si es que llegamos al Cuartel General. No te puedes fiar de estos conductores rusos. Lo más probable es que nos lleve directamente a su zona».

«Ya veremos», dijo Starling.

«El problema que tenéis los ingleses es que nunca sabéis cuándo hay que plantarse».

«Bueno», dijo Starling; había estado en Dunkerque, pero sabía cuándo había que callarse.

Volvieron al coche con Anna, que se sentó delante entre los dos rusos muerta de miedo. Después de haber hecho una parte del camino el norteamericano tocó al ruso en el hombro:

«Este no es el camino», le dijo. «El Cuartel General está por allí».

El ruso respondió en su propia lengua con un gesto conciliador mientras seguían adelante.

«Lo que he dicho», comentó O'Brien a Starling. «La están llevando a la zona rusa».

Anna miraba atemorizada a través del parabrisas.

«No te preocupes, nenita», dijo O'Brien. «Les meteré en cintura».

Su mano comenzó otra vez a toquetear el arma. Starling dijo:

«Mira, Pat, este es un caso británico. No tienes por qué meterte».

«Tú no entiendes de esto. No conoces a estos hijos de puta».

«No vale la pena crear un incidente».

«Por amor de Dios», dijo O'Brien, «que no vale… esta nena necesita protección».

La caballerosidad norteamericana siempre me ha parecido cuidadosamente canalizada: todavía está por ver el santo norteamericano que bese las llagas de un leproso.

El conductor frenó bruscamente: había una barrera en el camino. Bueno, yo sabía que tenía que pasar por ese puesto militar si no se dirigían al Cuartel General Internacional en la Ciudad Interior. Asomé la cabeza por la ventanilla y le dije al ruso con cierta torpeza, en su idioma:

«¿Qué está usted haciendo en la zona británica?».

Refunfuñó que eran «órdenes».

«¿Ordenes de quién? Déjeme verlas».

Me fijé en la firma: era una información útil. Le dije:

«Aquí dice que tiene que detener a cierta persona de nacionalidad húngara, criminal de guerra, que vive con documentos falsos en la zona británica. Enséñeme esos documentos».

Dio comienzo a una larga explicación, pero vi que los documentos sobresalían de su bolsillo y se los saqué. Intentó sacar su pistola y le pegué un puñetazo en la cara —no me gustó hacerlo, pero ése es el comportamiento que esperan de un oficial irritado— y eso le hizo entrar en razón… eso y ver que tres soldados británicos se acercaban hacia sus faros. Dije:

«A mí me parece que estos documentos están en regla, pero los investigaré y enviaré un informe de la comprobación a su coronel. Por supuesto puede pedir en cualquier momento la extradición de esta dama. Lo que nosotros queremos son pruebas de sus actividades delictivas. Me temo que nosotros no consideramos a los húngaros como de nacionalidad rusa».

Él se quedó atónito (me imagino que mi ruso era medio incomprensible) y yo le dije a Anna:

«Salga del coche».

No podía pasar por encima del ruso, así que tuve que sacarle a él antes. Le puse un paquete de cigarrillos en la mano y le dije:

«Que le sienten bien», saludé con la mano a los otros, lancé un suspiro de alivio y el incidente quedó zanjado.

[13]

Cuando Martins me contó que había ido a casa de Anna y no la había encontrado, me puse a pensar en serio. No estaba satisfecho ni con la historia de fantasmas ni con la idea de que el hombre con los rasgos de Harry Lime fuera el producto de la alucinación de un borracho. Saqué dos planos de Viena y me puse a compararlos. Llamé a mi ayudante y, mientras mantenía a Martins tranquilo con un vaso de whisky, pregunté si había logrado localizar a Harbin. Me dijo que no; entendí que se había ido de Klagenfurt hacía una semana para visitar a su familia en la zona vecina. Uno siempre lo quiere hacer todo por sí mismo; debe evitar culpar a sus subalternos. Estoy convencido de que yo no habría permitido nunca que Harbin se escabullera, pero probablemente habría cometido toda clase de errores que mi subalterno habría evitado.

«Está bien», dije. «Intente localizarle».

«Lo siento, señor».

«No te preocupes. Esas cosas pasan a veces».

Su voz joven y entusiasta —ojalá uno pudiera sentir un entusiasmo semejante por un trabajo rutinario; cuántas oportunidades, cuántas súbitas intuiciones se pierden simplemente porque un trabajo se ha convertido solamente en un trabajo— vibró en el otro lado de la línea.

«Sabe, señor, me parece que descartamos la posibilidad de que fuera un asesinato con demasiada facilidad. Hay un punto o dos…».

«Escriba un informe, Cárter».

«Sí, señor. Yo creo, si me permite decirlo (Cárter es un muchacho muy joven) que debemos desenterrarlo. No tenemos prueba real de que muriera cuando los otros dijeron».

«Estoy de acuerdo, Cárter. Hable con las autoridades».

Martins tenía razón. Me había portado como un tonto completo, pero deben recordar que la labor de la policía en una ciudad ocupada no es igual que en el propio país. Nada resulta familiar: los métodos de los colegas extranjeros, las reglas de las pruebas, hasta el procedimiento de la investigación. Creo que estaba en un estado de ánimo en el que se tiende a confiar demasiado en el juicio personal. La muerte de Lime supuso para mí un inmenso alivio. Me conformé con pensar que era un accidente. Le dije a Martins:

«¿Miró dentro del quiosco o estaba cerrado?».

«No era un quiosco de periódicos», dijo. «Era uno de esos quioscos de hierro macizo que se ven en todas partes, cubiertos de carteles».

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