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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (36 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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—Señor Whong, tenemos serios motivos para creer que alguien planea matarlo. ¿Quiere que entremos y hablaremos del asunto, o prefiere que lo dejemos solo para hacerle la misma pregunta a su asesino cuando se presente con una pistola en la mano?

El zumbido del micrófono cesó de golpe y hubo un instante de silencio. Aunque no era probable, Jordan deseó que por justicia divina Julius Whong, al oír sus palabras, se hubiera cagado encima como el pobre desdichado de Alistair Campbell.

Finalmente la cerradura chasqueó y Burroni abrió la puerta. Jordan le cogió del brazo.

—James, quizá sea mejor que Maureen y yo nos quedemos fuera de esto.

Burroni no había oído las palabras de Christopher, pero comprendió enseguida lo que decía Jordan.

—Sí, quizá sea mejor.

Se volvió hacia los agentes que estaban a su espalda. Señaló a Lukas First y Serena Hitchin.

—Ustedes dos, vengan conmigo. Los otros, echen una mirada alrededor y mantengan los ojos abiertos.

Los dos policías elegidos por Burroni siguieron al detective al interior del edificio y desaparecieron por la escalera. Los otros dos fueron a controlar los alrededores.

Jordan y Maureen se quedaron solos en la calle. Durante un rato los hombres que descargaban los cuartos de res mostraron interés en ellos, pero, a falta de la acción que había prometido la llegada de la policía, volvieron a trabajar.

Al otro lado de la calle, cerca de la esquina con la Undécima Avenida, estaban los gorilas con traje gris del High Noon, una discoteca muy famosa frecuentada por modelos y gente de la moda, lo que acentuaba aún más el contraste de aquella zona.

Jordan miró la cara de Maureen y vio que tenía aspecto cansado y ojeras. Rogó que con el tiempo lograra olvidar lo que le había sucedido.

—No entiendo qué pasa, Jordan. Demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Y si debo ser sincera, tengo miedo. Un miedo atroz.

Jordan oyó que su voz se debilitaba mientras pronunciaba la última palabra. Después vio que bajaba la cara, como si se avergonzara de ese instante de debilidad. Se le acercó y le levantó el mentón con la mano.

—También yo tendría miedo, si estuviera en tu lugar.

—Pero al menos tú sabes cuál es tu papel en esta historia. Yo ya no sé nada.

Jordan meneó la cabeza y esbozó una sonrisa como pacto de amistad.

—Maureen, ni siquiera yo sé qué papel tengo en este asunto. Ahora que también tú formas parte de ella, entiendo que te resulte difícil aceptarlo. Pero eres una mujer formidable y estoy seguro de que has sido y volverás a ser una excelente policía.

Maureen miró sin responder aquellos ojos de un azul increíble.

Conocía a ese hombre desde hacía muy pocas horas, pero sentía que podía confiar en él. Aunque no sabía decir por qué, intuía que, aunque separados por muchos kilómetros, habían pasado las mismas experiencias y que estas eran la base de aquella relación instintiva que había nacido entre ambos.

Se puso de puntillas, mientras un brillo de lágrimas reflejaba la noche que había en sus nuevos ojos. Jordan sintió el calor húmedo de los labios de Maureen en la mejilla. Ni siquiera por un instante pensó que pudiera haber la menor alusión sensual en ese beso. Era solo una forma de decirle sin palabras «me has entendido y te he entendido».

—Todo saldrá bien, Maureen —le dijo.

Envolvió con los brazos el cuerpo ágil y esbelto de la mujer y aceptó el significado del rostro de ella apoyado en su pecho. Esperó que la bendición de las lágrimas iniciara su tarea de reparación.

—Todo saldrá bien —repitió.

Permanecieron inmóviles en el recuadro de luz proyectado sobre la acera por la puerta de cristal, intercambiando ese mensaje de reconocimiento.

Cuando Jordan alzó la mirada, al otro lado de la calle, junto a un gran BMW aparcado, estaba Lysa, mirándolo.

«Nadie que tenga unos ojos así...»

Después del viaje a Poughkeepsie y su conversación en el restaurante sobre el río, Jordan se había mudado con sus pocas cosas a un hotel de la calle Treinta y ocho, y no habían vuelto a verse ni a encontrarse. Cuando Lysa se dio cuenta de que Jordan la había visto, giró la cabeza de repente hacia un grupo de personas, hombres y mujeres, que acababan de salir de la discoteca y que se acercaban para reunirse con ella. Los amigos llegaron a su lado y se repartieron riendo entre el BMW y el Porsche Cayenne aparcado al lado. Lysa se acomodó en el primero, en el asiento del acompañante.

El coche se puso en marcha y se alejó; ella, durante todo el tiempo, siguió mirando un punto fijo delante de sí, mientras dejaba en la mente de Jordan la imagen de su silencio y su perfil.

Después no tuvo tiempo de pensar en nada, pues, casi al mismo tiempo, se abrió la puerta del ascensor del vestíbulo y vio a tres figuras a la luz de neón de la cabina.

Una era el agente Lukas First.

La otra era Burroni.

La tercera persona era un joven de poco más de treinta años, casi tan alto como el detective, con unos rasgos perfectos que resultaban aún más fascinantes por un lejano origen asiático que se había perdido en un par de generaciones norteamericanas. Solo la boca, fina y cruel, estropeaba la perfección de su rostro. Tenía el físico esbelto y el pelo lacio y brillante propios de los pueblos orientales.

Vestía una camisa blanca, vaqueros oscuros, y llevaba las muñecas delante, esposadas.

Burroni lo empujó fuera del ascensor cogiéndolo del codo. Julius Whong se soltó como si el policía fuera un leproso.

—No me toques, cabrón. Puedo salir solo.

—Está bien. Hazlo solo, pero hazlo.

Vigilado por Burroni, el joven abrió la puerta de cristal y siguió la dirección que el detective le indicaba. Se volvió un instante para mirar con desdén el mundo que le rodeaba, como si acabara de recibir y aceptar un desafío. Pese a la ira, Jordan vio que sus ojos eran turbios, marcados por el vicio y la depravación.

El detective dirigió a Jordan y a Maureen una mueca que era una respuesta silenciosa a la pregunta que tenían escrita en la cara, y que les aconsejaba que se quedaran al margen de todo lo que sucedía ante ellos.

Mientras Burroni y su prisionero se acercaban al coche aparcado pocos metros más adelante, Jordan pudo observar que Julius Whong cojeaba de la pierna derecha.

36

Lysa Guerrero se quitó la camiseta larga que se había puesto para dormir y se quedó desnuda frente al espejo del cuarto de baño. La superficie plateada le devolvió su imagen, cortada por la cintura por el mueble con la tapa de mármol blanco. La claridad reflejada por la piedra contrastaba sensualmente con su piel morena de mujer latina, pero en ese momento Lysa no podía encontrar placer en ello. Levantó los brazos, movió la larga cabellera oscura y luego bajó las manos hasta cubrir con los dedos los pezones morenos de sus senos duros, erguidos, con la medida perfecta para caber en la palma de la mano de un hombre. Su suspiro creó un pequeño halo húmedo en el cristal del espejo. Si fuera soñadora, podría pensar que de un momento a otro Jordan Marsalis abriría la puerta, con la camisa manchada de sangre y una expresión de sorpresa por su presencia.

Y habría podido empezar todo de nuevo.

Pero era y seguiría siendo solo una fantasía.

Hacía tiempo que Lysa Guerrero ya no podía permitirse el lujo de los sueños, solo algún deseo jadeante que solía quedar flotando en el aire como una hipótesis.

Se apoyó en el espejo y miró de cerca sus ojos. Los encontró apagados y enrojecidos a causa de la noche que acababa de pasar casi en vela.

La noche anterior, al llegar, se desnudó, se acostó y apagó la luz con la ilusión de ahogar en la oscuridad la realidad que la rodeaba. Permaneció despierta, con los ojos abiertos, y la débil coraza de una sábana para enfrentarse a su miedo y su amargura. Por la ventana abierta, subía desde la planta de abajo la burla de la música, la canción que solía tocar el desconocido admirador de Connor Slave, perseguido por su recuerdo.

... y entonces ya no hay anhelo o gloria

que puédase beber ni masticar,

ni piedra de molino de viento

que esa roca en el alma pueda triturar.

En esa música dulce y en el significado de su letra continuaba moviéndose la imagen de Jordan abrazado a aquella mujer, compartiendo un momento, uno de esos en que dos personas se vuelven una sola. Y con la mofa con la que el destino juega a veces con las vivencias humanas, justo delante de esa casa...

Cuando salió de la discoteca junto con un grupo de personas que para ella no representaban nada, para dirigirse a otro lugar que tampoco le interesaba, fue con paso ligero hacia el coche aparcado tratando de hacerse la ilusión de que el mundo le sonreía, que todo lo que había alrededor era suyo y podía poseerlo sin esfuerzo.

Entonces los vio, y aquella imagen definió en un segundo y para siempre el concepto de normalidad.

Aquella.

Un hombre nacido como tal que abrazaba a una mujer nacida como tal.

No había caminos intermedios ni arreglos posibles, sino los caminos oblicuos que en verdad no pertenecían a nadie. Los machos eligen siempre a hembras de su especie. Es el instinto el que los guía. En el caso de los hombres, también influía la razón, que alzaba muros, y para burlarse de ellos los construía de cristal. A veces era posible encontrar pequeñas zonas de sombra, que sin embargo no eran un verdadero refugio del sol sino solo una condena para quien está obligado a esconderse durante toda la vida.

Se apartó del espejo sin mirar su rostro, para no tener que ver también allí lo que tenía dentro. Abrió la ducha e hizo correr el agua. Enseguida se metió bajo el chorro, sin esperar a que se calentara, para ocultar sus lágrimas entre millones de otras gotas tan frías e iguales que no podrían distinguirse.

Esta vez no era el mundo el que la había rechazado, sino ella.

Se había enamorado de Jordan en un instante, quizá en el mismo momento en que apareció de repente con la nariz sangrando en la puerta del cuarto de baño y con sus increíbles ojos azules abiertos de estupor la sorprendió desnuda.

«Desnudo», se dijo con rabia, para recordarse su identidad y lo que representaba en la vida de los comunes mortales. Una elegante y hermosa broma de la naturaleza, que no repara en gastos cuando escenifica sus ficciones. Y luego rió con la incomodidad de un ser humano que se encuentra frente a la improbable situación de tener que elegir entre el baño de hombres y el de mujeres.

Ofreció a Jordan seguir viviendo en su casa. Lo hizo sin pensar, con el único deseo de estar cerca de él, aunque sabía que era un error. E hizo aquello otro, escondiéndose tras todas las coartadas con que logró justificar su decisión, aunque en el fondo sabía que también esa era una elección equivocada.

Recordó la determinación del primer momento, recién llegada a Nueva York, el almuerzo ritual con ostras y champán, cuando la importunó aquel hombre estúpido llamado Harry, y ella lo trató como había decidido que trataría a todo el mundo a partir de entonces. Cuando se marchó veía ante sí una tierra de conquista en todo su esplendor, pero ahora llegaba a la triste conclusión de que en realidad no había nada que valiera la pena conquistar. Había sucedido hacía pocos días, aunque le parecían años.

Durante toda la vida no había pedido otra cosa que esconderse, andar junto a la pared, sin ningún deseo de conquistar el centro de la calle. Lo había querido con todas sus fuerzas, al igual que había deseado encontrar a una persona amable, que la quisiera y la aceptara tal como era. Buscaba lo mismo que los demás: unas pocas certezas y alguna razonable y modesta ilusión.

Lo había soñado y había intentado ganárselo, pero no le estaba permitido.

Debido a su aspecto físico, todos los hombres que conocía la cortejaban, pero cuando descubrían quién y qué era, los rostros sonrientes que avanzaban hacia ella se transformaban en espaldas y nucas de personas que se alejaban.

Salvo cuando telefoneaban a las dos de la madrugada para decirle, con la boca pastosa por el alcohol, que por casualidad pasaban por allí cerca y se preguntaban si podían salir a tomar algo, con la promesa de que no se arrepentiría.

Así supo Lysa que la gente, cuando se olvidaba de las convenciones, deseaba a aquellos o aquellas como él. A escondidas, en secreto, pero los buscaba. Había una multitud de apasionados, por no definirlos como desviados, que solo pedían pasar unas horas, bien retribuidas eso sí, con mujeres como ella, para después volver a la docilidad de la vida normal, con una mujer por esposa, machos por hijos y hembras por hijas.

Y otra vez seguía su camino, apretando los dientes y conteniendo las lágrimas, a veces reteniéndolas a la fuerza en la garganta con la ayuda de la ironía.

Luego, un día recibió un sobre. Y en el interior había aquella propuesta misteriosa, loca y perversa, decisiva y ofensiva. Pero retribuida de forma increíblemente irresistible...

Y así, se dio por vencida.

Se dijo que si eso era lo que querían de ella lo tendrían. Cien mil dólares podían ser un buen comienzo, un precio razonable para adquirir una conciencia además de un cuerpo.

Dos por el precio de uno.

Pero entre ella y su discutible objetivo, que a partir de cierto momento decidió no discutir más, apareció Jordan. Sintió que día tras día se acercaba a ella cada vez más, atraído a pesar suyo a esa eterna danza entre la llama y la mariposa. Luego, en el restaurante sobre el río, tras un viaje en que él, ella y la moto habían corrido a toda velocidad a través de un tiempo que parecía inmóvil, le dijo aquellas hermosas palabras. Mientras hablaba, Lysa vio que él cedía pero no que aceptara.

Y la vacilación de Jordan, en lugar de ternura, se convirtió para ella en una apariencia forzada. Se endureció y se ocultó y, como siempre, huyó. Lo alejó por el temor a una nueva ilusión, a un fracaso que resultaría mucho más doloroso por lo que ella sentía por aquel hombre, algo que no había experimentado nunca con semejante fuerza y violencia.

Y ahora estaba sola de nuevo, sin otra compañía que la vergüenza.

Cerró el grifo y se estiró para coger el albornoz. Se lo puso y comenzó a secarse el pelo con la capucha mientras ponía los pies sobre la toalla del suelo. El espejo estaba cubierto de vapor, y su imagen era solo un movimiento indistinto y amorfo detrás de una cortina de humo inmóvil.

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