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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (45 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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Les dio la espalda y se reunió con las enfermeras junto a su paciente, que, por efecto de lo que le habían inyectado, ya comenzaba a calmarse, aunque aún seguía gritando.

Jordan y Maureen se quedaron solos.

En ese lugar, eran de las pocas personas que estaban en sus cabales; sin embargo, en aquel momento se preguntaban si valía la pena estarlo.

Volvieron a la pequeña pista de aterrizaje sin valor para mirarse a la cara. Poco después, ya sentados el uno al lado del otro, inmóviles y silenciosos en el helicóptero que los llevaba de vuelta a Nueva York, Jordan no podía dejar de pensar en lo que acababa de ocurrir, en el rostro trastornado de Thelma Ross y en ese alarido que seguiría oyendo durante mucho tiempo.

La reacción de la mujer al ver las figuras de Snoopy significaba que la noticia aparecida en el periódico no informaba de la realidad de los hechos y que existía una conexión entre lo sucedido muchos años atrás y lo que había visto Maureen.

Volvió un momento la cabeza para mirar su perfil dibujado por el contraluz de la ventanilla y acudió a su mente lo que había pensado el día anterior, durante la corta carrera en taxi hacia Gracie Mansion.

Quizá la respuesta era justamente esa.

También para Thelma, así como para Maureen, a su alrededor no había nada verdadero, salvo lo que habían visto sus ojos.

44

Cuando abrió la puerta de la habitación, Lysa tenía los ojos cerrados pero estaba despierta.

El pelo oscuro, peinado hacia atrás y recogido en una cola de caballo, realzaba la perfección de sus facciones. Sus ojos se abrieron sobre la almohada con la misma timidez con que Jordan había abierto la puerta. Todavía tenía un tubo en la vena pero el monitor situado junto a la cama estaba apagado y en la pantalla opaca ya no se veían los latidos verdes de su corazón.

—Hola, Jordan.

—Hola, Lysa.

Ese sobrio saludo contenía la alegría suspendida de un momento que ambos habían aguardado y que al mismo tiempo temían. Lysa era hermosa y pálida, y Jordan se sentía desgarbado y cohibido; finalmente dijo lo que dice todo el mundo.

—¿Estás bien aquí? ¿Tienes todo lo que necesitas?

Señaló con un gesto la habitación, tan confortable que no parecía de hospital. Las paredes estaban pintadas de colores pastel; la cama, frente a la puerta y en el lado izquierdo había una gran ventana con las cortinas abiertas, por la que entraba el sol, que dibujaba un recuadro en el suelo, como un pequeño tapete de luz.

—Sí. El personal es maravilloso y además ha venido esa mujer, Annette, a traerme mis cosas. Es una buena persona.

Jordan asintió. Le había pedido a su amiga un favor más: que fuera a su casa y cogiera todas las cosas que pudieran servir a una mujer en una situación como aquella. Le causaba menos incomodidad si lo hacía ella.

Aun así, se sentía un poco culpable, y no lograba esconderlo detrás de aquello mucho más grande, que era la causa de la presencia de Lysa en el Saint Vincent.

—Discúlpame. Sé que no es agradable que gente extraña revuelva las cosas de uno, pero yo no sabía...

—Has tenido una buena idea. Una hermosa idea, diría yo.

Lysa señaló la mesa situada junto a la ventana. Encima había un gran ramo de flores envuelto de una manera muy original, con papel de envolver común y cordel rústico.

Antes de enviárselo, desde una tienda de la calle Hudson, dio muchas vueltas a la tarjeta en la mano sin saber qué escribir. Todo lo que se le ocurría le parecía inadecuado y pueril. Al final decidió poner una simple «J» en el centro de la tarjeta, esperando que de algo tan sencillo Lysa lograra sacar todo lo que él no era capaz de decir.

—Son muy hermosas y me han gustado mucho. Gracias.

—No es nada. Y tú, ¿cómo te sientes?

Lysa, pálida, sonrió.

—No lo sé. Aquí dicen que estoy bien. No me han dado muchos balazos en mi vida, así que no tengo demasiada experiencia.

—No sabes cuánto lo lamento, Lysa.

—¿Por qué? Creo que me salvaste la vida.

—No. Al contrario, fui yo quien la puso en peligro. Recibiste un balazo que iba dirigido a mí.

Le contó lo ocurrido y su historia con Lord, el hombre al que había arrestado y que había tratado de vengarse. No le dijo que los dos habían muerto, ni mucho menos aludió al medio cheque que había encontrado en un bolsillo de Lord y los que había encontrado en casa de ella.

Lysa lo interrumpió y le sorprendió que cambiara por completo de tema, como si lo que le estaba contando ya fuera una historia olvidada. Su mente había seguido otro pensamiento, no las palabras de Jordan.

—Es muy guapa.

—¿Quién?

—La mujer con la que te vi la otra noche. Es muy guapa y seguro que es lo que parece: una mujer.

—Lysa, Maureen es solo...

—No tiene importancia, Jordan, créeme.

Una sonrisa tirante, una pequeña herida en aquel rostro pálido, iluminado por unos ojos que parecían haber recibido gotas de dolor como colirio. Jordan no sabía dónde había más amargura, si en esa cara o en él, que la miraba.

—La suerte tiene siempre lista una carcajada de burla para cada uno de nosotros, Jordan.

Se volvió hacia la luz de la ventana y los ojos se encendieron en un reflejo que no venía de dentro sino de fuera.

—El problema no es con quién te vi, sino dónde te vi...

Lysa señaló una silla de aluminio que estaba apoyada contra la pared, a la izquierda de la cama, frente a la ventana.

—Siéntate, Jordan. Debo explicarte el motivo por el que te llamé lá otra noche. Siéntate y escúchame y por favor no me mires mientras te hablo, o no tendré valor para hacerlo.

Jordan se sentó y dirigió la mirada hacia el ramo de flores que adornaba la mesa, al otro lado de la habitación, sobre el fondo de la pared azul. Recordó los colores del jardín de The Oaks, cuidados para gente que quizá ni siquiera los veía, y las palabras de una poesía infantil que le recitaba su madre mientras juntos arreglaban los pequeños macizos de flores de delante de su casa.

... una rosa escarlata estrecha como un puño de seda en torno de la pasión...

—Te advierto que lo que voy a decirte no es una justificación, solo una explicación. No llegué a Nueva York por casualidad, sino con un objetivo preciso. Durante toda la vida había tratado de ser una persona normal, con una vida normal, que no se viera, cada vez que se miraba al espejo, como una broma de la naturaleza. Solo deseaba las cosas que tienen todos: la cotidianidad, formar parte de algo, despertarme por la mañana y dormirme por la noche después de un día lleno de pequeñas cosas como el anterior. Envidiaba a las mujeres a las que conocía; incluso les envidiaba el aburrimiento de una vida así. En cambio, a mi alrededor solo había hombres que me evitaban de día y a los que yo debía evitar de noche. Quizá tenía razón mi padre, el reverendo Guerrero, cuando decía que mi belleza era un don de Satanás. Después, un día, llegó esa maldita carta al lugar donde vivía.

... un tulipán amarillo para unos celos tan agudos que hieren los ojos...

—Contenía un mensaje en el que preguntaba si quería ganar cien mil dólares. La tiré a la basura pensando que no era más que una broma. Al día siguiente llegó otra, y al siguiente otra más. En todas repetían que no era una broma y que, si decidía saber de qué se trataba, que pusiera un anuncio en The New York Times con el texto «LG Okay». Lo hice. Dos días después de publicar el anuncio, recibí una carta que contenía cuatro órdenes de pago de veinticinco mil dólares cada una, emitidas por el Chase Manhattan Bank; estaban a mi nombre, pero cortadas por la mitad de un tijeretazo. Junto con los cheques venían las instrucciones de lo que debía hacer para recibir las otras mitades. Esto hizo que se desvanecieran todos los prejuicios.

Lysa hizo una pausa. Jordan se dio cuenta de que estaba llorando, pero continuó con la vista fija en las flores.

... una hilera de margaritas para el amor y el desamor...

—Cuando vi de qué se trataba, me dije: ¿por qué no? En el fondo solo era eso lo que el mundo quería de mí: un cuerpo y un poco de tiempo. Cien mil dólares me parecían una buena recompensa para dejar a un lado todos los escrúpulos.

... una anémona blanca para las mil espinas del corazón...

—Llegué a Nueva York con la determinación de que a partir de ese momento sería lo que se me pedía ser. Un juguete por horas que cobraría un alto precio. Cumplí con mi misión y luego puse lo que debía entregar en una taquilla de la estación Pennsylvania. Dos días después encontré en el buzón de cartas de tu casa un sobre con la otra mitad de los cheques. Mi misterioso benefactor había cumplido su palabra. Pero no tuve en cuenta dos cosas. La primera es que, adondequiera que vayas, tu conciencia va contigo.

... y violeta, la flor de la perfidia y el dolor.

—La segunda, que te encontraría a ti. Traté de olvidarte, seguir mi camino y pensar que solo eras otra ilusión y otra desilusión. Pero no fue así. Cada día, mientras descubría a la persona que eres y a la que no sabes que eres, me di cuenta de que ya no podía dejar de lado a ninguna de las dos. Pero cuando supe que te amaba, yo ya no era la misma a la que sorprendiste desnuda en el cuarto de baño. Por mi culpa era otra, y por muchas duchas que me diera jamás lograría sacarme de encima la sensación de estar sucia. Por este motivo cuando vi que te estabas acercando a mí te eché de casa.

Jordan sabía cuánto le estaba costando decir aquellas palabras. Lo adivinaba por el tono de su voz, por las lágrimas que caían de sus ojos y que parecían humedecer y disolver el sonido de las palabras. Y al mismo tiempo le aterraba la conclusión, porque no sabía cuánto le costaría a él.

—Cuando vi en la televisión la noticia sobre el asesino de tu sobrino y sobre la prueba de ADN que lo incriminaba, me di cuenta de lo que había hecho, de en qué delirio me había metido.

Hizo una pausa que chirriaba como una uña sobre una pizarra y dejaba marcas mucho más profundas.

—Cobré cien mil dólares tras tener una relación con un hombre y enviar a la persona que me los pagaría un preservativo con su semen. El hombre era ese ser abyecto de Julius Whong.

Jordan se quedó tan petrificado, con la mirada perdida en aquel estúpido ramo de flores,

... y violeta, la flor de la perfidia y el dolor...

que casi no oyó las últimas palabras de Lysa.

—Y ahora te ruego que te levantes de esa silla y te vayas. Vete y haz lo que debas hacer, pero vete sin mirarme, por favor.

Jordan se puso de pie y empezó a recorrer lo que le parecía la gran distancia que había hasta la puerta. La abrió y volvió a cerrarla con delicadeza tras de sí. En cuanto se encontró fuera del influjo que Lysa, para bien y para mal, ejercía sobre él, tuvo un súbito pensamiento.

Enseguida sacó el móvil del bolsillo pero se dio cuenta de que allí no había cobertura.

Se acercó al ascensor y, mientras pulsaba el botón de llamada, continuó dando vueltas a ese pensamiento que se clavaba cada vez más hondo en su cerebro.

El trayecto hasta el vestíbulo fue eterno.

Aún no había terminado de salir de la cabina, cuando ya estaba enviando la llamada a Burroni.

—James, de nuevo Jordan.

El detective le contestó con el tono paternalista de un viejo cura.

—Está bien, te perdono, hijo mío. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Quiero saber si tienes alguna novedad acerca de lo que te pedí el otro día.

—Ah, claro que sí. Espera un momento.

Jordan oyó, a través del teléfono, un ruido de papeles, como si Burroni estuviera buscando algo en el caos que era su escritorio.

—Aquí está. La orden de pago fue emitida por la sucursal del Chase Manhattan Bank de Broadway y Spring. El pago no se efectuó a una cuenta corriente; la suma se pagó por adelantado, en efectivo.

—¿Has conseguido averiguar la persona?

—La solicitud la hizo un tal John Rydley Evenge, pero el empleado que se encargó de la operación no le recuerda. Esa sucursal del Chase es enorme y emiten cientos de cheques de ese tipo cada día.

—Pero ¿no están obligados a exigir una identificación en caso de efectivo, para impedir que se blanquee dinero?

—Sí, pero la suma es relativamente baja y entra en la cantidad mínima permitida. Además, en el cheque figura el nombre del beneficiario. Habrían sido más exigentes si hubiera sido al portador.

La ansiedad dictaba a Jordan las palabras que debía decir a Burroni.

—Eres un as, James. Pero ahora te pediré que seas el as de los ases.

—Dime.

—Necesito que me hagas un par de trabajos, legales pero no oficiales, no sé si me explico.

—Perfectamente. Te escucho.

—¿Entre los tuyos habrá dos o tres chavales despiertos que fuera de su horario de servicio puedan poner bajo protección a una persona?

—Si digo que es para ti encontraré a docenas. Por lo que parece, has dejado una marca indeleble por aquí. ¿Quién es la persona?

—Habitación 307. Hospital Saint Vincent, en la Séptima Avenida.

—Lo conozco. ¿Para cuándo?

—Dentro de media hora.

—Será Roger. Has dicho un par de trabajos. ¿Cuál es el otro?

—¿Tenemos periodistas amigos?

—Sí. Hay algunos que me deben favores.

—Entonces pídeles que publiquen la noticia del tiroteo de la otra noche, del que fui protagonista. Diles que informen de que dispararon por error a la señorita LG, que murió a causa de las heridas sufridas. ¿Crees que será posible?

—No tendría que haber problema. Te avisaré.

El detective colgó y Jordan se quedó solo en medio del vaivén de gente del vestíbulo, reflexionando en lo que Burroni acababa de decirle pero sobre todo en lo que él no le había dicho a Burroni.

No le había hablado de los cheques que había encontrado en casa de Lysa, iguales al que James había sometido a esa pequeña investigación. Por el momento prefería no envolverla en aquel asunto. Hacerlo significaba arrojarla a los leones y que la prensa la linchara. Como solía sucederle con las cosas que la atañían, tampoco esta vez se preguntó el motivo.

Lo hizo y punto.

Había un aspecto mucho más importante relativo a lo que Lysa acababa de confesarle. Un aspecto que tenía un doble significado.

No tenía mucho sentido, pero con toda seguridad Julius Whong era inocente del homicidio de Gerald, del de Stuart y del secuestro de Campbell.

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