El Terror (37 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Sólo el Doctor MacDonald, que había trabajado con el señor Helpman, el Amanuense en Ejercicio del Capitán Crozier durante el aprovisionamiento, tenía sus Teorías.

Como registré hace algunos Meses en este Diario, además de los 10.000 envases de comida cocinada y en conserva a bordo del
Erebus,
nuestras raciones en lata incluían cordero hervido y asado, ternera, una amplia variedad de verduras y hortalizas, incluyendo patatas, zanahorias y nabos, diversos tipos de sopas y 4.250 kilos de Chocolate.

Alex McDonald fue nuestro contacto médico de la Expedición con el Capitán Superintendente del Astillero de Abastecimiento de Deptford y con un tal señor Stephen Goldner, Contratista de Abastecimiento de la Expedición. McDonald recordó al Capitán Crozier en Octubre que cuatro contratistas habían pujado para proporcionar los Artículos Envasados para el Buque de la expedición de Sir John, las firmas Hogarth, Gamble, Cooper & Aves y la del anteriormente mencionado señor Goldner. El doctor McDonald recordó al Capitán y nos asombró a los demás al informarnos de que la puja de Goldner supuso solamente «la mitad» de los otros tres proveedores, Mucho Más Conocidos. Además, mientras los otros contratistas preveían un calendario de entrega de la comida en un mes o al menos tres semanas, Goldner había prometido la entrega inmediata, con empaquetado en cajas y transporte en carro sin cargo alguno. Una entrega tan inmediata era imposible, por supuesto, y la puja de Goldner le habría supuesto perder una fortuna si la comida hubiese tenido la calidad prometida y se hubiese cocinado y preparado de la forma deseada, pero nadie excepto el capitán Fitzjames pareció darse cuenta de ello.

El Almirantazgo y los tres Comisionados del Servicio de Descubrimientos, todos los implicados en la selección excepto el experto Controlador del Astillero de Abastecimiento de Deptford, recomendaron de inmediato aceptar la oferta de Goldner al precio requerido, más de 1.700 kilos. (Una fortuna para cualquiera, pero especialmente para un extranjero, cosa que según McDonald era Goldner. La única fábrica de envasado de ese hombre, según dijo Alex, estaba en Golatz, Moldavia.) Goldner recibió uno de los encargos más importantes de la historia del Almirantazgo, 9.500 latas de carne y hortalizas en tamaños que iban desde medio kilo a siete kilos, así como 20.000 latas de sopa.

McDonald había llevado uno de los folletos de Goldner, que Fitzjames reconoció de inmediato, y lo que vi me hizo la boca agua: siete tipos de añojo distintos, catorce preparaciones distintas de la ternera, trece tipos de buey, cuatro variedades de cordero. Había listas de estofado de liebre, perdiz, conejo (con salsa de cebolla o al curry), faisán y media docena de variedades de caza más. Si el Servicio de Descubrimientos deseaba pescado, Goldner se había ofrecido a proporcionar langosta envasada con su caparazón, bacalao, tortuga de las Indias Occidentales, filetes de salmón y arenques de Yarmouth. Para las cenas de gala (a sólo quince peniques), el folleto de Goldner ofrecía faisán trufado, lengua de ternera en salsa picante y buey a la flamenca.

—En realidad —dijo el doctor McDonald—, estábamos acostumbrados a recibir caballo en salmuera en un barril de arneses.

Yo llevaba en el mar el tiempo suficiente para reconocer aquella expresión: carne de caballo en sustitución del buey, de modo que los marineros acababan por llamar a los barriles «de arneses». Pero se comían también aquella carne en salmuera de buena gana.

—Goldner nos engañó de una forma mucho peor —continuó McDonald frente a un lívido Capitán Crozier y un Comandante Fitzjames que asentía, furioso—. Sustituyó la comida por otra barata, poniendo etiquetas que vendía por mucho más de lo que ponía en el folleto. Había estofado de buey corriente bajo una etiqueta que ponía «Filetes estofados», por ejemplo. Lo primero iba a nueve peniques, pero cobró catorce peniques cambiando la etiqueta.

—Pero, hombre —explotó Crozier—, todos los proveedores hacen eso con el Almirantazgo. Engañar a la Marina es más viejo que el prepucio de Adán. Eso no explica por qué de repente nos hemos quedado casi sin comida.

—No, capitán —continuó McDonald—. Fue la cocción y la soldadura.

—¿El qué? —preguntó el irlandés, intentando controlar su mal genio, obviamente. El rostro de Crozier estaba de color escarlata y blanco bajo su estropeada gorra.

—La cocción y la soldadura —dijo Alex—. En cuanto a la cocción, el señor Goldner alardeaba de tener un proceso patentado en el cual añadía grandes cantidades de nitrato de soda (o sea, cloruro de calcio) a las enormes ollas de agua hirviendo para aumentar la temperatura de procesado..., sobre todo, para acelerar la producción.

—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó Crozier—. Las latas ya llegaban demasiado tarde. Algo había que hacer para prender fuego debajo del trasero de Goldner. Su proceso patentado aceleraba las cosas.

—Sí, capitán —dijo el doctor McDonald—, pero el fuego debajo del trasero de Goldner estaba más caliente que debajo de esas carnes, hortalizas y otros alimentos, que se cocinaron deprisa y corriendo antes de envasarlos. Muchos de nosotros, los médicos, creemos que la cocción adecuada de los alimentos la libra de Influencias Nocivas que pueden causar enfermedades, pero yo mismo presencié el proceso de cocción de Goldner, y sencillamente, él no coció las carnés ni las hortalizas ni las sopas el tiempo suficiente.

—¿Y por qué no informó usted de ello a los Comisionados del Servicio de Descubrimiento? —exclamó Crozier.

—Lo hizo —dijo el capitán Fitzjames, cansado—. Y yo también. Pero el único que nos escuchó fue el Controlador del Astillero del Servicio de Abastecimiento de Deptford, y él no tenía voto en la comisión final.

—De modo que están diciendo ustedes que más de la mitad de nuestra comida se ha puesto mala en los últimos tres años por utilizar un mal método de cocción, ¿no? —El rostro de Crozier seguía siendo una mancha escarlata y blanca.

—Sí —dijo Alex McDonald—, pero hay que culpar también igualmente, según creo, a la soldadura.

—¿La soldadura de las latas? —preguntó Fitzjames. Sus dudas sobre Goldner, evidentemente, no se extendían a los aspectos técnicos.

—Sí, Comandante —dijo el ayudante de cirujano del
Terror
—. Conservar los alimentos en una lata es una invención reciente, un logro asombroso de nuestra Era Moderna, pero sabemos bien, por los pocos años de uso del método, que es muy importante la soldadura adecuada del reborde a lo largo de las costuras del cuerpo cilindrico de la lata, si no queremos que los alimentos que contienen se pudran.

—¿Y la gente de Goldner no soldó adecuadamente las latas? —pregunto Crozier. Su voz era un gruñido bajo y amenazador.

—No en el sesenta por ciento de las latas que hemos inspeccionado —dijo McDonald—. Los huecos en la soldadura descuidada al parecer han acelerado la putrefacción de nuestro buey, ternera, verdura, sopas y otros artículos alimenticios.

—¿Cómo? —preguntó el capitán Crozier. Meneaba la gruesa cabeza como un hombre que ha recibido un golpe físico—. Hemos permanecido en aguas polares desde poco después de que ambos barcos abandonasen Inglaterra. Pensaba que hacía el frío suficiente para conservar cualquier cosa hasta el día del Juicio Final.

—Al parecer, no ha sido así —dijo McDonald—. Muchas de las veintinueve mil latas de Goldner que quedan se han abierto. Otras ya se están hinchando por los gases causados por la putrefacción interna. Quizá penetrasen algunos vapores nocivos en las latas en Inglaterra. Quizás exista algún animalículo microscópico que la Medicina y la Ciencia todavía no conocen y que ha invadido las latas durante su tránsito, o incluso ya en la propia fábrica de Goldner.

Crozier frunció más aún el ceño.

—¿Animalículo? Procuremos evitar la fantasía, señor McDonald.

El ayudante de cirujano se limitó a encogerse de hombros.

—Quizá sea fantasía, capitán. Pero usted no ha pasado cientos de horas mirando por un microscopio, como yo. Conocemos muy poco de lo que son esos animalículos, pero le aseguro que si viera cuántos se hallan presentes en una simple gota de agua potable, no se quedaría usted muy sereno.

El color de Crozier se había apaciguado un tanto, pero se sonrojó de nuevo ante el comentario, que podía ser un reflejo de su estado habitual, no demasiado sereno.

—Está bien. Parte de la comida está estropeada —dijo, bruscamente—. ¿Qué podemos hacer para asegurarnos de que el resto sea adecuada para el consumo de los hombres?

Yo me aclaré la garganta.

—Como sabe, capitán, la dieta veraniega de los hombres incluía una ración diaria de tres cuartos de kilo de carne salada con verduras, que consistían en una pinta de guisantes y tres cuartos de pinta de cebada a la semana. Pero recibían su pan y sus galletas diariamente. Cuando estábamos en los cuarteles de invierno, la ración de harina se redujo a un veinticinco por ciento a la hora de cocinar pan, para ahorrar carbón. Si pudiéramos empezar a cocinar más tiempo las raciones de comida enlatada que quedan, y reemprender la cocción de pan, ayudaría no sólo a evitar que las carnes estropeadas en las comidas en lata amenazaran nuestra salud, sino también a prevenir el escorbuto.

—Imposible —exclamó Crozier—. Apenas nos queda el carbón suficiente para calentar ambos buques hasta abril, tal y como vamos ahora. Si lo duda, pregúnteselo al ingeniero Gregory o al ingeniero Thompson de aquí, del
Terror.

—No lo dudo, capitán —dije yo, con tristeza—. He hablado con ambos ingenieros. Pero si no volvemos a reanudar la cocción de las latas de comida que quedan, nuestra posibilidad de resultar envenenados es muy elevada. Lo único que podemos hacer es tirar las latas que estén estropeadas de manera obvia y evitar las muchas que están mal soldadas. Esto recortaría nuestros recursos de una forma muy drástica.

—¿Y qué pasa con las estufas de éter? —preguntó Fitzjames, animándose un poco—. Podríamos usar las estufas de acampada para calentar las sopas envasadas y otras provisiones dudosas.

Entonces fue McDonald quien meneó la cabeza negativamente.

—Ya hemos probado eso, Comandante. El doctor Goodsir y yo experimentamos calentando algunas de las latas que indicaban «Estofado de buey» en las estufas de alcohol patentadas. Las botellas de éter del tamaño de una pinta no duran lo suficiente para calentar bien la comida, y las temperaturas son muy bajas. Y además, nuestras expediciones en trineo, o incluso todos nosotros, si nos vemos obligados a abandonar los barcos, dependeremos de esas estufas de alcohol para fundir la nieve y el hielo para poder beber, una vez que estemos en el hielo. Deberíamos intentar conservar el alcohol.

»Yo estuve con el teniente Gore en la primera expedición a la Tierra del Rey Guillermo, y usamos las estufas de alcohol diariamente —añadí—. Los hombres usaban el éter y las llamas suficientes sólo para que la comida en lata hirviera un poco antes de comerla vorazmente. La comida estaba apenas tibia.

Hubo un largo silencio.

—Me están diciendo ustedes que la mitad de la comida enlatada con la que contábamos para pasar el siguiente año o dos, si es necesario, está estropeada —dijo Crozier al fin—. No tenemos carbón para cocinar más la comida ni a bordo del
Erebus
ni del
Terror
en nuestras cocinas grandes, y me dicen que tampoco hay combustible suficiente en las estufas de éter. Entonces, ¿qué podemos hacer?

Nosotros cinco (los cuatro Cirujanos y el Capitán Fitzjames) permanecimos en Silencio. La única respuesta era Abandonar el Buque y buscar un clima más hospitalario, preferiblemente en la Costa, hacia el sur, donde podríamos obtener caza fresca.

Como si nos leyera la mente colectivamente, Crozier sonrió. Era una sonrisa loca irlandesa, pensé en aquel momento, y dijo:

—El problema, caballeros, es que no existe un solo hombre a bordo de ninguno de los dos barcos, ni siquiera uno de nuestro venerables marines, que sepa cómo cazar o matar a una foca o a una morsa, si alguna de esas criaturas nos vuelven a favorecer con su presencia, ni tenemos experiencia de disparar a caza de mayor tamaño como los caribúes, que ni siquiera hemos visto.

Todos los demás nos quedamos callados.

—Gracias por su diligencia, sus esfuerzos al hacer el Inventario y por su excelente informe, señor Peddie, señor Goodsir, señor McDonald y señor Stanley. Continuaremos separando las latas que ustedes consideren bien soldadas y seguras de aquellas que estén insuficientemente soldadas o hinchadas, con bultos o visiblemente pútridas. Seguiremos con las actuales raciones de dos tercios hasta el día de Navidad, en cuyo momento pondré en marcha un plan de racionamiento mucho más draconiano.

El doctor Stanely y yo nos pusimos nuestras múltiples capas de ropas invernales y salimos a cubierta a contemplar al doctor Peddie, el doctor McDonald, el Capitán Crozier y una guardia de cuatro marineros armados con escopetas empezar su largo camino de vuelta hacia el
Terror,
en la oscuridad. A medida que sus linternas y antorchas desaparecían entre la nieve y el viento que soplaba entre las jarcias, el rugido mezclado con el constante gemido y crujido del hielo que empujaba contra el casco del
Erebus,
Stanley se acercó más a mí y me gritó al oído bien cubierto:

—Sería una bendición si perdieran de vista los mojones y se extraviaran en el camino de vuelta. O si la criatura del hielo se los comiera esta noche.

Yo no pude hacer otra cosa que volverme y mirar con horror al jefe de cirujanos.

—La muerte por inanición es algo terrible, Goodsir —continuó Stanley—. Créame. Lo he visto en Londres y lo he visto en naufragios. La muerte por escorbuto es peor. Sería preferible que la Cosa se los llevase a todos esta noche.

Y así volvimos abajo, a la oscuridad sólo rota por las llamitas parpadeantes de la cubierta inferior y a un frío casi igual al del Noveno Círculo Dantesco de la Noche Ártica.

19

Crozier

Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O

5 de diciembre de 1847

Durante la guardia de cuartillo de un martes, la tercera semana de noviembre, la criatura del hielo subió a bordo del
Erebus
y se llevó al contramaestre Thomas Terry, muy estimado por todos, arrancándolo de su puesto junto a la popa y dejando sólo la cabeza de hombre junto al pasamanos. No había sangre en el puesto de guardia de Terry, a popa, ni tampoco en el hielo que forraba la cubierta, ni en el casco. La conclusión era que la cosa se había llevado a Terry a cientos de metros en la oscuridad, donde los seracs se alzaban como árboles en el hielo en un espeso bosque blanco, lo había matado allí y lo había desmembrado, quizás incluso se lo había comido, aunque los hombres cada vez dudaban más de que la cosa blanca matara a sus compañeros y oficiales realmente para comérselos, y luego había devuelto al cabeza del señor Terry antes de que los vigías de estribor o de babor se dieran cuenta de que el contramaestre había desaparecido.

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