El Terror (48 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
13.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otros hombres llegaron corriendo, incluyendo el capitán Crozier y el capitán Fitzjames, que parecía pálido y frágil incluso a pesar de sus pesadas capas de abrigo y Dunn, Bates y los demás se apresuraron a explicarles lo que habian visto.

El cabo Hedges y otros dos soldados que había salido corrido volvieron de la oscuridad diciendo que no había rastro del señor Sergeant, solo un grueso reguero de sangre y ropa desgarrada en el hielo que se dirigía al mayor de los icebergs.

—Quiere que le sigamos, —murmuró Bates. —Nos espera.

Crozier enseñó los dientes en algo que podía ser una mueca salvaje o un gruñido. —Entonces no le decepcionaremos —dijo—. Es un momento tan bueno como cualquier otro para ir de nuevo detrás de esa cosa. Tenemos a los hombres ya fuera, en el hielo, y bastantes linternas, y los marines pueden coger más mosquetes y escopetas. Y el rastro es fresco.

—Demasiado fresco —murmuró el cabo Hedges.

Crozier ladró órdenes. Algunos hombres volvieron a ambos barcos a traer las armas. Otros formaron unas partidas de caza en torno a los marines, que ya iban armados. Se trajeron antorchas y linternas desde las obras y se asignaron a las partidas de caza. El doctor Stanley y el doctor McDonald fueron enviados en ellas, por la remota posibilidad de que Robert Orme Sergeant pudiera estar vivo todavía, o por la probabilidad mayor de que alguien más resultase herido.

Después de que le tendieran un mosquete a Hickey, éste pensó en la posibilidad de disparar al teniente Irving por «accidente» en la oscuridad, pero el joven oficial ahora parecía desconfiar tanto de Manson como del ayudante del calafatero. Hickey captó varias miradas de preocupación que el niño bonito le lanzaba a Magnus antes de que Crozier los asignara a diferentes partidas de búsqueda, y supo que ya fuera porque Irving había entrevisto a Magnus tras él con las manos levantadas el segundo antes de que se oyeran los gritos y los disparos, o bien porque el oficial simplemente notaba que pasaba algo raro, no sería tan fácil tenderle una emboscada la próxima vez.

Pero lo harían. Hickey temía que las sospechas de John Irving le impulsaran al final a informar al capitán de lo que había visto en la bodega, y el ayudante del calafatero no podía permitirlo. No era el castigo por sodomía lo que le preocupaba, porque ya no se solía colgar a los marineros ni azotarlos por ese asunto, sino más bien la ignominia. El ayudante de calafatero Cornelius Hickey no era un simple idiota maricón.

Esperaría hasta que Irving bajase la guardia de nuevo y luego lo haría él mismo, si era necesario. Aunque los cirujanos del buque descubrieran que el hombre había sido asesinado, no importaría. Las cosas habían ido demasiado lejos en aquella expedición. Irving sería simplemente un cadáver más que enterrar cuando llegase el deshielo.

Al final, el cuerpo del señor Sergeant no fue encontrado, ya que el rastro de sangre y de ropa acababa a mitad de camino del elevado aquellos momentos de caos. Ahora, Pilkington estaba volviendo a cargar y apuntando el largo mosquete hacia la oscuridad, más allá de un fragmento caído del muro de nieve.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Irving a los hombres.

Bates respondió. El, Sinclair y Dunn, así como Abraham Seeley y Josephus Greater, del
Erebus,
estaban trabajando en el muro bajo el mando del primer oficial, Robert Orme Sergeant, cuando de repente uno de los bloques de hielo más grandes que estaba un poco más allá del círculo de luz de las linternas y antorchas había parecido cobrar vida.

—Ha levantado al señor Sergeant más de tres metros en el aire —dijo Bates, con la voz temblorosa.

—Es la pura verdad, por Dios —dijo el ayudante de calafatero Francis Dunn—. Estaba aquí de pie con nosotros y al momento siguiente volaba en el aire, de modo que lo único que podíamos ver era la suela de sus botas. Y el ruido..., ese ruido de masticar... —Dunn calló y continuó respirando con fuerza hasta que su pálido rostro quedó como sumergido en un halo de cristales de hielo.

—Yo iba hacia las antorchas cuando he visto que el señor Sergeant simplemente... desaparecía —dijo el soldado Pilkington, bajando el mosquete con manos temblorosas—. He disparado una vez mientras la cosa se iba hacia los seracs. Creo que le he dado.

—Podía haberle dado también a Robert Sergeant —dijo Cornelius Hickey—. Quizás estaba vivo todavía cuando has disparado.

Pilkington dirigió al ayudante de calafatero del
Terror
una mirada que era pura malevolencia.

—El señor Sergeant no estaba vivo —dijo Dunn, sin darse cuenta del intercambio de miradas entre el marine y Hickey—. Ha chillado una vez, y la cosa esa le ha aplastado el cráneo como si fuera una nuez. Lo he visto. Y lo he oído.

Los otros llegaron entonces corriendo, incluidos el capitán Crozier y el capitán Fitzjames, que parecía pálido y frágil aun con sus pesadas capas de ropa y su sobretodo, y Dunn, Bates y los demás, todos corrieron a explicar lo que habían visto.

El cabo Hedges y otros dos marines que habían corrido hacia la conmoción volvían de la oscuridad diciendo que no había rastro del señor Sergeant, sólo un espeso rastro de sangre y de ropa desgarrada que llevaba hasta el laberinto de hielo más espeso y en dirección al iceberg de mayor tamaño.

—Quiere que le sigamos —murmuró Bates—. Nos estará esperando.

Crozier enseñó los dientes en una mezcla de sonrisa insana y de gruñido. “Entonces no la decepcionaremos”, dijo. “El tiempo es lo bastante bueno para volver a salir detrás de la cosa. Ya tenemos a los hombres en el hielo, contamos con suficientes linternas, y los marines pueden traer más mosquetes y escopetas. Y el rastro es fresco”.

“Demasiado fresco”, susurró el cabo Hedges.

Crozier ladró las órdenes. Algunos hombres volvieron a los dos barcos para traer las armas. Otros formaron partidas de caza alrededor de los marines, que ya estaban armados. Se trajeron antorchas y linternas de los lugares de trabajo y fueron asignadas a las partidas de cazadores. El doctor Stanley y el doctor McDonald partieron con la remota esperanza de que el Sargento Robert Orme todavía viviera, o con la esperanza mayor de que alguien más pudiera estar herido.

Después de que Hickey recibiera un mosquete, pensó en pegarle un tiro al Teniente Irving por el “accidente” una vez estuvieran afuera en la oscuridad, pero el joven oficial parecía ahora sospechar tanto de Manson como del ayudante del calafatero. Hickey captó varias miradas de aprensión que el petimetre lanzó hacia Magnus antes de que Crozier les asignara a diferentes grupos de búsqueda, y supo que si Irving había llegado a ver a Magnus detrás con los brazos levantados durante un segundo antes de que los tiros y los gritos fuesen oídos por primera vez, o si el oficial sencillamente había sentido que algo iba mal, no iba a ser tan fácil tenderle una trampa la próxima vez.

Pero lo harían. Hickey temía que las sospechas de John Irving le llevaran finalmente a relatarle al capitán lo que había visto en la bodega, y el ayudante del calafatero no podía tolerarlo. No era tanto el castigo por la sodomía lo que le preocupaba –raras veces los marines eran ahorcados o azotados en la flota por esa causa–, sino, antes bien, la ignominia. Cornelius Hickey, el ayudante del calafatero, no era ningún sodomita de tres al cuarto.

Esperaría hasta que Irving bajara la guardia otra vez, y entonces él mismo lo haría si tenía que hacerlo. Aunque los cirujanos de los barcos descubrieran que el hombre había sido asesinado, no tendría importancia. Las cosas habían ido demasiado lejos en esta expedición. El de Irving sólo sería otro cadáver más del que ocuparse antes de que llegara el deshielo.

Al final, el cuerpo del señor Sergeant no fue encontrado –el rastro de sangre y de ropa desgarrada terminaba a mitad de camino del altísimo iceberg–, pero nadie más murió en la búsqueda. Unos cuantos hombres perdieron dedos de los pies por el frío, y todo el mundo acabó tiritando y congelado hasta cierto punto cuando finalmente desconvocaron la búsqueda sesenta minutos después de la hora prevista para la cena. Hickey no vio de nuevo al teniente Irving aquella tarde.

Fue Magnus Manson quien le sorprendió mientras avanzaban de vuelta hacia el
Terror.
El viento empezaba a soplar a sus espaldas y los marines se agachaban, con los rifles y los mosquetes preparados.

Hickey se dio cuenta de que el idiota gigantesco que iba junto a él sollozaba. Las lágrimas se helaban al instante en las barbudas mejillas de Magnus.

—¿Qué te pasa, hombre? —preguntó Hickey.

—Qué triste, Cornelius.

—¿Qué es lo triste?

—El pobre señor Sergeant.

Hickey dirigió una mirada a su compañero.

—No sabía que tenías unos sentimientos tan tiernos por los malditos oficiales, Magnus.

—Y no los tengo, Cornelius. Por mí se pueden morir... Pero el señor Sergeant murió allá fuera, en el hielo.

—¿Y?

—Su fantasma no encontrará el camino de vuelta al barco. Y el capitán Crozier ha hecho correr la voz de que cuando acabemos la búsqueda, todos tendremos una ración extra de ron esta noche. Me pone muy triste que su fantasma no esté allí, eso es todo. Al señor Sergeant siempre le había gustado el ron, Cornelius.

24

Crozier

Latitud 70° 5' N — Longitud 98° 23' O

31 de diciembre de 1847

La Nochebuena y la Navidad a bordo del
HMS Terror
eran muy discretas, hasta el punto de la invisibilidad, pero el Segundo Gran Carnaval Veneciano de Año Nuevo pronto compensaría aquello.

Llevaban cuatro días de violentas tormentas que mantuvieron a los hombres dentro durante los días previos a Navidad. Las ventiscas eran tan fieras que las guardias tuvieron que reducirse a una hora, y Nochebuena y el mismo día sagrado se convirtieron en ceremonias en la oscuridad de la cubierta inferior. El señor Diggle preparó comidas especiales, con el último cerdo en salazón cocinado de media docena de formas imaginativas, junto con el último estofado de liebre extraído de sus barriles de salmuera. Además, el cocinero, con la recomendación de los intendentes, el señor Kenley, el señor Rhodes y el señor David McDonald, así como la cuidadosa supervisión de los cirujanos Peddie y Alexander McDonald, eligió entre algunas de las comidas enlatadas Goldner mejor conservadas, como la sopa de tortuga, el buey a la flamenca, el faisán trufado y la lengua de ternera. Para postre de ambos días, los ayudantes de la cocina del señor Diggle habían recortado y raspado el moho de los quesos que quedaban, y el capitán Crozier contribuyó con las cinco últimas botellas de brandy de la sala de Licores, reservadas para ocasiones especiales.

El estado de ánimo seguía siendo sepulcral. Hubo unos pocos intentos de cantar por parte de ambos oficiales en la helada sala Grande de popa, y de los marineros comunes en su espacio a proa, sólo ligeramente más caldeado, ya que no quedaba el carbón suficiente en las carboneras de la bodega para calefacción extra, aunque fuese Navidad, pero las canciones murieron después de unos pocos compases. Había que economizar las lámparas de aceite, de modo que la cubierta inferior tenía la animación visual de una mina galesa iluminada por unas pocas velas titubeantes. El hielo cubría las cuadernas y las vigas, y las mantas de los hombres y toda la ropa de lana estaba siempre húmeda. Las ratas corrían por todas partes.

El brandy levantó un poco el ánimo, pero no lo suficiente para disipar la penumbra, tanto física como emocional. Crozier fue delante a charlar con los hombres, y unos pocos le entregaron regalos: una diminuta bolsita de tabaco reunido poco a poco; una talla con un oso blanco corriendo, con la cara exagerada como de caricatura sugiriendo miedo, entregada en broma casi con toda seguridad, y probablemente con algo de aprensión por si el formidable capitán castigaba al hombre por fetichismo; una camiseta de lana roja remendada de un amigo recientemente fallecido; un queso entero entregado por el cabo de marines Robert Hopcraft, uno de los hombres más tranquilos y poco fantasiosos de la expedición, que había sido promovido a cabo después de romperse ocho costillas, fracturarse una clavícula y dislocarse un brazo durante el ataque de la criatura al aguardo de caza de sir John, en junio. Crozier dio las gracias a todo el mundo, estrechó manos y palmeó hombros, y volvió al comedor de oficiales donde el humor era un poquito más vivaz gracias al donativo sorpresa del primer teniente Little de dos botellas de whisky que había mantenido escondidas durante casi tres años.

La tormenta cesó la mañana del 26 de diciembre. La nieve se había amontonado casi cuatro metros por encima del nivel de la proa y unos dos metros más alta que el pasamanos a lo largo de la aleta de estribor y a proa. Después de despejar el barco y excavar el sendero con los mojones entre los barcos, los hombres estuvieron muy atareados preparándose para lo que llamaban Segundo Gran Carnaval Veneciano, ya que el primero, creía Crozier, era aquel en el que tomó parte él mismo como guardiamarina en aquel chapucero viaje polar de Parry en 1824.

Aquella mañana de 26 de diciembre, tan negra como la medianoche, Crozier y el primer teniente Edward Little dejaron la supervisión de las partidas de excavación y de superficie a Hodgson, Hornby e Irving e hicieron el largo camino al
Erebus
entre los ventisqueros. Crozier se sintió vagamente sorprendido al ver que Fitzjames había seguido perdiendo peso, ya que su chaleco y sus pantalones le iban varias tallas grandes, a pesar de los obvios intentos de su mozo por entallarlos, pero se sintió más conmocionado todavía durante su conversación al darse cuenta de que el comandante del
Erebus
no prestaba atención la mayor parte del tiempo. Fitzjames parecía distraído, como un hombre que finge conversar, pero cuya atención está realmente dedicada a una música que se toca en alguna habitación contigua.

—Sus hombres están tiñendo lona de velas allá fuera en el hielo —dijo Crozier—. Les he visto preparar grandes tinas de tinte verde, azul e incluso negro. Para una vela en perfectas condiciones. ¿Es aceptable esto para usted, James?

Fitzjames sonrió, distante.

—¿Cree usted realmente que la volveremos a necesitar, Francis?

—Espero por Cristo que sí —gruñó Crozier.

La sonrisa serena y enloquecedora del otro capitán siguió inconmovible.

—Debería ver nuestra bodega, Francis. La destrucción ha seguido y se ha acelerado desde nuestra última inspección, la semana antes de Navidad. El
Erebus
no flotaría ni una hora en aguas abiertas. El timón está hecho astillas. Y era el de repuesto.

Other books

El joven Lennon by Jordi Sierra i Fabra
Can't Let Go by Michelle Brewer
Esprit de Corpse by Gina X. Grant
Gayle Buck by The Desperate Viscount
Therapeutic Relations by Shara Azod, Raelynn Blue
Harbinger of the Storm by Aliette De Bodard