El Terror (79 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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»Hickey se Escondió y lo Vio todo tal y como pasó.

»Está todavía muy oscuro y hace mucho Frío, pero el Capitán Crozier parte dentro de veinte Minutos con unos pocos hombres para recorrer los Varios Kilómetros distantes del Lugar del Crimen y de la Escaramuza Mortal de hoy con los Esquimales. Presumiblemente sus cuerpos todavía están Yaciendo en el Valle.

»Acabo de completar las Suturas del Teniente Irving. Como estoy muy cansado, ya que no he dormido desde hace más de 24 horas, haré que Lloyd acabe de vestir al Teniente y haga los preparativos finales para su entierro, más tarde. Como si lo hubiera dispuesto la Providencia, Irving se trajo el Uniforme en su bolsa de posesiones personales del
Terror.
Con él le vestiremos.

»Ahora voy a preguntarle al Capitán Crozier si puedo acompañarle a él, al Teniente Little, al señor Farr y a los demás al Lugar del Crimen.

40

Peglar

Latitud 69° 37' 42" N — Longitud 98° 40' 58"

25 de abril de 1848

Cuando se levantó la niebla, algo que parecía un enorme cerebro humano sobresalía del suelo congelado: gris, intrincado, retorcido sobre sí mismo, brillante por el hielo.

Harry Peglar se dio cuenta de que estaba mirando las entrañas de John Irving.

—Este es el lugar —dijo Thomas Farr, innecesariamente.

Peglar se sintió algo sorprendido cuando el capitán le ordenó que le acompañase en aquel viaje al lugar del crimen. El capitán de la cofa de trinquete no había ido en ninguna de las partidas, ni la de Irving ni la de Hodgson, implicadas en los incidentes del día anterior. Pero Peglar se había fijado entonces en los otros hombres elegidos para llevar a cabo la expedición investigadora previa al amanecer: el primer teniente Edward Little, Tom Johnson (el contramaestre de Crozier y antiguo compañero de expedición en el Polo Sur), el capitán de la cofa de gavia Farr, que sí estuvo allí el día anterior, el doctor Goodsir, el teniente Le Vesconte, del
Erebus,
el primer oficial Robert Thomas y una guardia de cuatro marines con armas: Hopcraft, Healey y Pilkington, bajo el mando del cabo Pearson.

Harry Peglar esperaba no ser demasiado presuntuoso al pensar que, por el motivo que fuese, el capitán Crozier había escogido a personas en las que confiaba para su salida. Los descontentos y los incompetentes habían quedado atrás, en el campamento
Terror
; el metomentodo Hickey encabezando una expedición para cavar la tumba del teniente Irving, para el entierro de aquella tarde.

La partida de Crozier había abandonado el campamento mucho antes de amanecer, siguiendo las huellas del día anterior y las huellas del trineo esquimal que llevó el cadáver al campamento del sudeste, a la luz de la linterna. Cuando las huellas desaparecían en los riscos rocosos, se encontraban fácilmente de nuevo en los valles nevosos que había más allá. La temperatura había subido al menos doce grados durante la noche, hasta dieciocho grados bajo cero o incluso más, y una espesa niebla lo cubría todo. Harry Peglar, veterano de todo tipo de tiempos en la mayoría de los mares y océanos del mundo, no tenía ni idea de cómo era posible que hubiese tanta niebla cuando no había agua líquida y sin congelar en cientos y cientos de kilómetros. Quizá fuesen nubes bajas que rozaban la superficie de la banquisa y colisionaban con aquella isla dejada de la mano de Dios, que se alzaba sólo unos pocos metros por encima del nivel del mar en el punto más elevado. El amanecer, cuando llegó, no fue amanecer en absoluto, sino sólo un vago resplandor amarillo entre las nubes remolineantes de niebla que los rodeaban, que parecían venir de todas direcciones.

Los doce hombres se quedaron de pie en silencio en el lugar del crimen durante unos pocos minutos. Había poco que ver. El gorro de John Irvíng había volado hasta una roca cercana, y Farr lo recuperó. Había sangre seca en las piedras congeladas, y el montón de intestinos humanos junto a aquella mancha oscura. Unos pocos jirones de tela desgarrada.

—Teniente Hodgson, señor Farr —dijo Crozier—, ¿vieron ustedes alguna señal de los esquimales aquí arriba, cuando el señor Hickey los condujo a este lugar?

Hodgson parecía confuso por la cuestión. Farr dijo:

—Aparte de su trabajo sangriento no, señor. Nos aproximamos a la cresta echados de bruces y miramos hacia el valle con el catalejo del señor Hodgson, y estaban allí. Todavía miraban por el catalejo de John y tenían otras cosas.

—¿Observó que se pelearan entre ellos? —preguntó Crozier.

Peglar no recordaba haber visto a su capitán, ni a ningún capitán bajo el que hubiese servido, tan cansado. Los ojos de Crozier se habían hundido visiblemente en las órbitas a lo largo de las últimas semanas. La voz de Crozier, que siempre era bronca e imperiosa, ahora era apenas un graznido. Parecía que los ojos estaban a punto de sangrarle.

Peglar sabía algo de ojos sangrantes. No se lo había dicho a su amigo John Bridgens todavía, pero el escorbuto le estaba afectando de mala manera. Sus músculos, de los que estaba orgulloso, se estaban atrofiando. Su carne estaba llena de hematomas. Había perdido dos dientes en los últimos diez días. Cada vez que se cepillaba los que le quedaban, el cepillo salía rojo. Y cada vez que se agachaba para aliviarse, cagaba sangre.

—¿Que si vi a los esquimales pelearse entre ellos? —repitió Farr—. Pues no, en realidad no, señor. Estaban dándose empujones y riendo. Y dos de los tíos usaban el excelente catalejo de latón de John.

Crozier asintió.

—Bajemos al valle, caballeros.

Peglar se sintió conmocionado por la sangre. Nunca había visto el lugar de una batalla en tierra, ni siquiera de una escaramuza pequeña como aquélla, y aunque estaba preparado para ver los cuerpos muertos, no se había imaginado lo roja que podía ser la sangre derramada sobre la nieve.

—Alguien ha estado aquí —dijo el teniente Hodgson.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Crozier.

—Algunos de los cuerpos han sido movidos —dijo el joven teniente, señalando a un hombre y luego a otro, y luego a una anciana—. Y sus ropas exteriores, las ropas de piel, como las que lleva
Lady Silenciosa
, e incluso algunos de los guantes y de las botas han desaparecido. Y también varias armas..., arpones y lanzas. Mire, puede ver las huellas en la nieve donde estaban echados ayer. Han desaparecido.

—¿Recuerdos? —gruñó Crozier—. ¿Acaso nuestros hombres...?

—No, señor —dijo Farr, con rapidez y con firmeza—. Quitamos algunas cestas y cacharros de cocina y otra cosas del trineo para hacer espacio y llevar ese trineo colina arriba para cargar el cuerpo del teniente Irving. Todos estuvimos juntos desde entonces hasta que llegamos al campamento
Terror
. Nadie se retrasó.

—Algunos de los cacharros y cestas han desaparecido también —dijo Hodgson.

—Parece que hay huellas más nuevas aquí, pero es difícil decirlo, porque el viento soplaba la última noche —dijo el contramaestre Johnson.

El capitán iba de cadáver en cadáver, dándoles la vuelta cuando estaban boca abajo. Parecía estudiar el rostro de cada muerto. Peglar observó que no todos eran hombres: también había un niño. Uno de ellos era una anciana cuya boca abierta, como congelada por la Muerte en un grito silencioso, parecía un pozo negro. Había muchísima sangre. Uno de los nativos había recibido un disparo de escopeta de lleno, a una distancia que debía de ser muy corta, quizá después de haber sido alcanzado también por fuego de rifle o de mosquete. Toda la parte trasera de su cabeza había desaparecido.

Después de inspeccionar cada rostro como si esperase encontrar respuestas en ellos, Crozier se puso de pie. El cirujano, Goodsir, que también miraba los muertos cuidadosamente, dijo algo en voz baja al oído del capitán, apartándose la pañoleta mientras susurraba. Crozier dio un paso atrás, miró a Goodsir como si estuviera sorprendido, pero luego afirmó con la cabeza.

El cirujano se puso de rodillas junto a un esquimal muerto y sacó algunos instrumentos quirúrgicos de su bolsa, incluyendo un cuchillo muy largo, curvado y serrado que a Peglar le recordó las sierras de hielo que usaban para cortar trozos para los tanques de hielo o para el agua helada en la bodega del
Terror.

—El doctor Goodsir tiene que examinar varios estómagos de los salvajes —dijo Crozier.

Peglar se imaginó que los otros nueve, igual que él, se preguntarían también por qué. Nadie hizo la pregunta. Los más aprensivos (incluyendo a tres de los marines) apartaron la vista mientras el pequeño cirujano abría las ropas de piel de animal y empezaba a serrar el abdomen del primer cadáver. El sonido de la sierra cortando la carne dura y congelada le recordó a Peglar a alguien serrando madera.

—Capitán,
¿
quién cree usted que puede haber recogido las armas y la ropa? —preguntó el primer oficial Thomas—. ¿Uno de los dos que escapó?

Crozier asintió distraídamente.

—U otros de su pueblo, aunque es difícil imaginar un pueblo en esta isla abandonada. Quizás éstos formasen parte de un grupo de caza más grande que acampaba cerca.

—Este grupo llevaba mucha comida —dijo el teniente Le Vesconte—. Imagine cuánta puede llevar el grupo mayor de caza. Podríamos alimentarnos todos.

El teniente Little sonrió por encima del cuello de su abrigo, escarchado por su aliento.

—¿Querría ir usted andando a su pueblo o grupo de caza y pedirles amablemente algo de comida o consejos para la caza? ¿Ahora? ¿Después de esto? —Little hizo un gesto hacia los cuerpos tirados y congelados y las manchas rojas en la nieve.

—Creo que tenemos que irnos del campamento
Terror
y de esta isla ahora mismo —dijo el segundo teniente Hodgson. La voz del joven temblaba—. Van a matarnos mientras dormimos. Mire lo que le hicieron a John. —Se detuvo, visiblemente avergonzado.

Peglar examinó al teniente. Hodgson mostraba los mismos síntomas de inanición y de cansancio que los demás, pero no tantos de escorbuto. Peglar se preguntaba si él se quedaría tan acobardado al ver un espectáculo similar al que Hodgson había presenciado menos de veinticuatro horas antes.

—Thomas —dijo Crozier sosegadamente a su contramaestre—, ¿es tan amable de subir a la cresta siguiente y ver si allí hay algo? Sobre todo, huellas que conduzcan lejos de aquí... Y si es así, ¿cuántas y de qué tipo?

—Sí, señor. —El corpulento contramaestre subió colina arriba por la nieve espesa y se dirigió hacia la cresta oscura por la grava.

Peglar observó a Goodsir. El cirujano había abierto el estómago rosado y grisáceo, distendido, del primer hombre esquimal; luego se había dirigido a la anciana, y luego al niño. Era algo terrible de contemplar. En cada caso, Goodsir, con las manos desnudas, usaba un instrumento quirúrgico pequeño para abrir el estómago y sacar el contenido, y hurgaba entre los helados trozos como si buscara un premio. A veces, Goodsir deshacía el contenido del estómago en trocitos más pequeños con un audible crujido. Cuando acabó con los tres primeros cadáveres, Goodsir se limpió las manos desnudas en la nieve, se puso los guantes y susurró de nuevo al oído de Goodsir.

—Se lo puede usted decir a todo el mundo —dijo Crozier, en voz alta—. Quiero que todo el mundo lo oiga.

El menudo cirujano se humedeció los labios agrietados y sangrantes.

—Esta mañana he abierto el estómago del teniente Irving...

—¿Por qué? —gritó Hodgson—. ¡Era una de las pocas partes de John que esos malditos salvajes no mutilaron! ¿Cómo ha podido?

—¡Silencio! —aulló Crozier. Peglar observó que la antigua voz autoritaria había vuelto, al menos para esa orden. Crozier hizo una seña al cirujano—. Por favor, continúe, doctor Goodsir.

—El teniente Irving había comido tanta carne de foca y grasa que estaba literalmente lleno —dijo el cirujano—. Había comido más de lo que ninguno de nosotros hemos comido desde hace meses. Obviamente, provenía del alijo que llevaban los esquimales en su trineo. Yo tenía curiosidad por ver si los esquimales habían comido con él..., si los contenidos de sus estómagos mostrarían que habían comido también grasa de foca poco antes de morir. Con estos tres, obviamente es así.

—Compartieron el pan con él..., comieron su carne con él..., ¿y luego le mataron mientras se iba? —dijo el primer oficial Thomas, obviamente confuso por aquella información.

Peglar también estaba confuso. No tenía sentido..., a menos que aquellos salvajes fueran tan volubles y traicioneros en su temperamento como algunos nativos que había conocido en los mares del Sur, durante el viaje de cinco años del viejo
Beagle.
El capitán de la cofa de trinquete deseó que John Bridgens estuviese allí para darle su opinión de todo aquello.

—Caballeros —dijo Crozier, obviamente incluyendo hasta a los marines—, quería que todos ustedes oyesen esto porque puedo requerir su conocimiento de estos hechos en un futuro, pero no quiero que nadie más sepa ni una palabra de esto. No hasta que yo diga que puede ser de público conocimiento. Y quizá no lo haga nunca. Si alguno de ustedes se lo cuenta a alguien, a una sola persona, aunque sea un amigo muy íntimo, aunque lo murmure en sueños, juro por Dios que encontraré al que ha desobedecido mi orden de silencio y dejaré a ese hombre solo en el hielo sin un orinal para cagar en él. ¿Les ha quedado bien claro, caballeros?

Los otros hombres gruñeron afirmativamente.

Entonces volvió Thomas Johnson, resoplando y resollando colina abajo. Hizo una pausa y miró al grupo de hombres silenciosos como sin atreverse a preguntar.

—¿Qué ha visto, señor Johnson? —preguntó Crozier vivamente.

—Huellas, capitán —dijo el contramaestre—, pero antiguas. Se dirigían al sudoeste. Los dos que huyeron ayer... y quien quiera que volvió al valle para llevarse las parkas, las armas y los cacharros. Tuvieron que seguir esa huella mientras corrían. No he visto nada nuevo.

—Gracias, Thomas —dijo Crozier.

La niebla se arremolinaba a su alrededor. En algún lugar al este, Peglar oyó lo que sonaba como cañones grandes que disparasen en algún combate naval, pero ya lo había oído muchas veces a lo largo de los dos últimos veranos. Eran truenos distantes. En abril. Todavía muchos grados con la temperatura por debajo de la congelación.

—Caballeros —dijo el capitán—, debemos asistir a un entierro. ¿Volvemos?

En el largo camino de vuelta, Harry Peglar fue rumiando lo que habían visto: las entrañas congeladas de un oficial que le gustaba, los cuerpos y la sangre todavía de un color llamativo en la nieve, las parkas, armas y herramientas que faltaban, los macabros exámenes del doctor Goodsir, la frase que había pronunciado el capitán Crozier diciendo que podría «requerir su conocimiento de estos hechos en un futuro», como si los estuviera preparando para que actuasen como jurados en una corte marcial o de investigación en el futuro...

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