El Terror (98 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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—Gracias por venir con tanta rapidez, doctor —dijo Crozier—. Estamos aquí para discutir alguna forma de protegernos por si vuelve el grupo de Cornelius Hickey, y para contemplar sus opciones a lo largo de las semanas que se avecinan.

—Claro, capitán —dijo el cirujano—. ¿Espera que vuelvan aquí Hickey, Hodgson y los demás?

Crozier levantó las manos enguantadas y se encogió de hombros. La nieve ligera azotaba a los hombres y pasaba a su alrededor.

—Todavía puede querer a David Leys. O los cuerpos del señor Diggle y el señor Honey. O incluso a usted, doctor.

Goodsir meneó la cabeza y compartió sus ideas acerca de los cuerpos, empezando con el soldado Heather, que se encontraban a lo largo del camino de regreso al campamento
Terror
como escondites de comida congelada.

—Sí—dijo Charles des Voeux—, hemos pensado ya en eso. Probablemente es la razón principal por la cual Hickey pensó en volver hacia el
Terror.
Pero vamos a montar una guardia permanente aquí, en el campamento de Rescate, durante unos pocos días, y a enviar al segundo contramaestre Johnson afuera con un hombre o dos para que sigan al grupo de Hickey durante tres o cuatro días..., sólo para asegurarnos.

—Y en cuanto a nuestro futuro aquí, doctor Goodsir —dijo Crozier roncamente—, ¿qué cree usted?

Entonces le tocó al cirujano encogerse de hombros.

—El señor Jopson, el señor Helpman y el ingeniero Thompson no vivirán más que unos pocos días —dijo serenamente—. En cuanto a los otros quince pacientes de escorbuto o así, sencillamente, no lo sé. Unos pocos puede que sobrevivan... al escorbuto, quiero decir. Especialmente, si encontramos carne fresca para darles. Pero de los dieciocho hombres que pueden quedarse aquí conmigo, en el campamento de Rescate, ya que, por cierto, Thomas Hartnell se ha ofrecido voluntario para quedarse conmigo como ayudante, sólo tres, quizá cuatro, serían capaces de salir a cazar focas en el hielo o zorros tierra adentro. Y no durante mucho tiempo. Presumo que el resto de los que se queden aquí habrán muerto de inanición no más tarde del 15 de septiembre. La mayoría, antes incluso.

Quedó sin decir que algunos podían sobrevivir un poco más comiéndose los cuerpos de los muertos. Tampoco mencionó que él, el doctor Harry D. S. Goodsir, había decidido que no se volvería caníbal para sobrevivir, ni ayudaría a aquellos que considerasen necesario hacerlo. Sus instrucciones de disección del día anterior en la asamblea eran las últimas palabras que pensaba pronunciar sobre ese tema. Pero tampoco emitiría juicio alguno sobre los hombres que, ya fuese allí en el campamento de Rescate o en la expedición al sur, acabasen comiendo carne humana para durar un poquito más. Si algún hombre de la expedición Franklin comprendía que el cuerpo humano no era más que un simple recipiente animal para el alma (y sólo carne cuando el alma había partido) era el cirujano y anatomista superviviente, el doctor Harry Goodsir. No prolongar su propia vida unas semanas o incluso meses consumiendo aquella carne muerta era una decisión suya, por sus propios motivos morales y filosóficos. Nunca había sido un cristiano demasiado bueno, pero prefería morir como tal, de todos modos.

—Podemos tener una alternativa —dijo Crozier, bajito, casi como si estuviera leyendo los pensamientos de Goodsir—. He decidido esta mañana que la partida del río Back puede quedarse aquí, en el campamento de Rescate, una semana más, quizá diez días, dependiendo del tiempo, con la esperanza de que se rompa el hielo y que podamos partir todos en botes..., incluso los moribundos.

Goodsir frunció el ceño dubitativo ante los cuatro botes que los rodeaban.

—¿Podemos meternos todos en estas pocas embarcaciones? —dijo.

—No olvide, doctor —dijo Edward Couch—, que somos diecinueve menos, después de la partida de los descontentos esta mañana. Y dos muertos más desde ayer por la mañana. Quedamos en total sólo cincuenta y tres almas para cuatro buenos botes, todos incluidos.

—Y, como dice usted —dijo Thomas Johnson—, unos cuantos más morirán la semana que viene.

—Y casi no tenemos ya comida para arrastrar los botes —dijo el cabo Pearson desde el lugar donde se encontraba, echado encima de la ballenera invertida—. Desearía por lo más sagrado que fuese de otro modo.

—Y yo he decidido además dejar las tiendas —dijo Crozier.

—¿Y cómo nos refugiaremos si hay una tormenta? —preguntó Goodsir.

—Bajo los botes, en el hielo —dijo Des Voeux—. Bajo las cubiertas de los botes, en agua abierta. Yo lo hice así cuando intentaba llegar a la península de Boothia en marzo pasado, en medio del invierno, y se está mucho más caliente debajo de los botes que en esas malditas tiendas... Perdón por mi lenguaje, capitán.

—Perdonado —dijo Crozier—. Además, las tiendas Holland pesan tres o cuatro veces más que cuando empezamos este viaje. Nunca se secan. Deben de haberse empapado con la mitad de la humedad de todo el Ártico.

—Igual que nuestra ropa interior —dijo el oficial Robert Thomas.

Todo el mundo se rio más o menos. Dos acabaron las risas entre toses.

—También pienso dejar todos los barriles de agua, excepto tres de los mayores —dijo Crozier—. Dos de ellos estarán vacíos cuando salgamos. Cada bote tendrá sólo uno de los barriles pequeños para almacenamiento.

Goodsir meneó la cabeza.

—¿Cómo quiere que los hombres sacien la sed cuando estén en las aguas del estrecho o en el hielo?

—Cuando «estemos», doctor —dijo el capitán—. Si el hielo se abre, recuerde que usted y los enfermos vendrán con nosotros, y no los dejaremos aquí para morir. Y rellenaremos los barriles regularmente cuando lleguemos al agua fresca del río Back. Hasta entonces, tengo que confesar una cosa: nosotros, los oficiales, guardamos una cosa que no dijimos ayer en el reparto. Un poquito de combustible para la estufa de alcohol escondido debajo del falso fondo de uno de los últimos barriles de ron.

—Fundiremos hielo y nieve para beber en el hielo —intervino Johnson.

Goodsir afirmó lentamente. Se había reconciliado de tal manera con la certeza de su propia muerte en los días o las semanas venideros que hasta el pensamiento de la posible salvación era casi doloroso. Se resistió a la urgencia de permitir que sus esperanzas se elevaran de nuevo. Existía la abrumadora posibilidad de que todos, el grupo de Hickey, los tres aventureros del señor Male, el grupo de remo de Crozier hacia el sur, acabaran muertos al cabo de un mes.

De nuevo, como si le leyera el pensamiento, Crozier le dijo a Goodsir:

—¿Qué necesitamos, doctor, para tener una oportunidad de sobrevivir al escorbuto y a la debilidad durante los tres meses que nos puede costar remar río arriba hasta el lago Gran Esclavo?

—Comida fresca —dijo el cirujano, con toda sencillez—. Estoy convencido de que podemos frenar la enfermedad en algunos de los hombres si conseguimos comida fresca. Si no verduras y frutas, que ya sé que es imposible por aquí arriba, al menos carne fresca, especialmente grasa. Incluso la sangre de algún animal ayudaría.

—¿Por qué la carne y la grasa detienen o curan esa dolencia tan terrible, doctor? —preguntó el cabo Pearson.

—No tengo ni idea —dijo Goodsir, meneando la cabeza—, pero estoy tan seguro de ello como lo estoy de que todos moriremos de escorbuto si no comemos carne fresca..., incluso antes de que nos mate el hambre.

—Si Hickey o los demás alcanzan el campamento
Terror
—dijo Des Voeux—, ¿servirá la comida en lata Goldner para el mismo propósito?

Goodsir volvió a encogerse de hombros.

—Posiblemente, aunque estoy de acuerdo con mi difunto colega, el ayudante de cirujano McDonald, en que había al menos dos tipos de veneno en las latas Goldner, uno lento y nefando, y el otro, como recordará por el pobre capitán Fitzjames y otros, muy rápido y terrible. De cualquier modo, será mejor que busquemos y encontremos carne o pescado frescos, antes de poner nuestras esperanzas en unas latas caducas procedentes del suministrador Goldner.

—Esperamos —dijo el capitán Crozier— que una vez afuera, en el agua abierta de la ensenada, entre los témpanos sueltos y flotantes, habrá focas y morsas disponibles en grandes cantidades, antes de que llegue el auténtico invierno. Una vez en el río, podemos bajar de vez en cuando para cazar ciervos, zorros o caribúes, pero quizá nuestra mayor esperanza esté en capturar peces..., una probabilidad bastante real, según exploradores como George Back y nuestro propio sir John Franklin.

—Sir John también se comió sus zapatos —dijo el cabo Pearson.

Nadie regañó al hambriento marine, pero tampoco se rieron ni respondieron nada hasta que Crozier dijo, con su ronca voz totalmente seria:

—Ese es el motivo auténtico por el que he traído cientos de botas extra. No sólo para mantener los pies de los hombres secos, cosa que, como ha visto, doctor, es completamente imposible, sino para tener cuero que comer durante la penúltima etapa de nuestro viaje hacia el sur.

Goodsir se le quedó mirando.

—¿Tendremos sólo un barril de agua pero cientos de botas de la Marina Real para comer?

—Sí —dijo Crozier.

De repente, los ocho hombres se echaron a reír tan fuerte que no podían parar; cuando los demás paraban, alguien empezaba a reírse de nuevo y todo el mundo se unía a él.

—¡Chist! —dijo Crozier al final, como un maestro que regaña a unos niños pero que se ríe con ellos.

Los hombres que estaban realizando sus tareas en el campamento, a unos veinte metros de distancia, miraron con la curiosidad pintada en sus pálidos rostros, desde debajo de sus pelucas galesas y sus gorras.

Goodsir tuvo que secarse las lágrimas y el moco antes de que se le helasen en la cara.

—No vamos a esperar a que el hielo se abra todo el camino a la costa —dijo Crozier en el súbito silencio que siguió en el grupo—. Mañana, mientras el segundo contramaestre Johnson sigue en silencio al grupo de Hickey hacia el noroeste a lo largo de la costa, el señor Des Voeux tomará a un grupo de hombres de los más capacitados y se dirigirá al sur por el hielo, desplazándose sólo con unas mochilas y unos sacos de mantas, con suerte viajando casi tan rápido como Reuben Male y sus dos amigos, y se dirigirán al menos a quince kilómetros hacia el estrecho, quizá más allá, para ver si hay agua abierta. Si se abre un canal en un radio de ocho kilómetros de este campamento, nos vamos todos.

—Los hombres no tienen fuerzas... —empezó Goodsir.

—Las tendrán si saben con toda seguridad que sólo hay un día o dos de arrastre entre ellos y el agua abierta y el camino hacia el rescate —dijo el capitán Crozier—. Los dos hombres supervivientes a los que ha habido que amputar los dos pies se pondrán de pie sobre los muñones si hace falta, y tirarán como locos si saben que el agua está ahí esperándonos.

—Y con un poco de suerte —dijo Des Voeux—, mi grupo traerá unas focas y morsas y algo de grasa.

Goodsir miró hacia fuera, al laberinto de hielo que crujía, que se movía y formaba crestas de presión al sur, debajo de unas nubes bajas y grises de nieve.

—¿Podrá traer las focas y morsas entre esa pesadilla blanca? —preguntó.

Des Voeux se limitó a sonreír ampliamente como respuesta.

—Tenemos que agradecer una cosa —dijo el segundo contramaestre Johnson.

—¿Cuál es, Tom? —preguntó Crozier.

—Nuestro amigo del hielo al parecer ha perdido el interés en nosotros, y se ha ido —dijo el contramaestre, todavía musculoso—. No le hemos visto ni le hemos oído, con seguridad, desde antes del campamento del Río.

Los ocho hombres, incluyendo Johnson, se acercaron de repente a uno de los botes cercanos y dieron con los nudillos en la madera.

53

Golding

Campamento de Rescate

17 de agosto de 1848

Robert Golding, de veintidós años, irrumpió en el campamento de Rescate justo después de anochecer el jueves 17 de agosto, agitado, tembloroso y demasiado alterado para hablar. El primer oficial Robert Thomas le interceptó en el exterior de la tienda de Crozier.

—Golding, pensaba que estaba con el grupo del señor Des Voeux en el hielo.

—Sí, señor, estoy, señor Thomas, quiero decir que estaba.

—¿Ha vuelto ya el señor Des Voeux?

—No, señor Thomas. El señor Des Voeux me ha enviado de vuelta con un mensaje para el capitán.

—Puede decírmelo a mí.

—Sí, señor. Quiero decir que no, señor. El señor Des Voeux ha dicho que informe directamente al capitán. Sólo al capitán, lo siento, señor. Gracias, señor.

—¿Qué demonios es todo este escándalo de ahí fuera? —preguntó Crozier, saliendo de su tienda.

Golding repitió sus instrucciones del segundo oficial de informar sólo al capitán, se disculpó, tartamudeó un poco y luego Crozier lo apartó del anillo de tiendas.

—Y ahora dígame qué pasa, Golding. ¿Por qué no está usted con el señor Des Voeux? ¿Le ha ocurrido algo a él y al grupo de reconocimiento?

—Sí, señor. Quiero decir... no, capitán. Quiero decir que sí ha ocurrido algo, señor, allá afuera, en el hielo. Yo no estaba allí cuando ha ocurrido, porque nos habíamos quedado atrás para cazar focas, señor, Francis Pocock y Josephus Greater y yo, mientras el señor Des Voeux seguía hacia el sur con Robert Johns, Bill Mark y Tom Tadman y los otros, ayer, pero esta noche han vuelto sólo el señor Des Voeux y otros dos, quiero decir, una hora después de que oyéramos los disparos de escopeta.

—Cálmate, muchacho —dijo Crozier, colocando firmemente las manos en los hombros temblorosos del chico—. Dime cuál es el mensaje del señor Des Voeux, palabra por palabra. Y luego dime lo que viste.

—Estaban los dos muertos, capitán. Los dos. Vi a la una primero, porque el señor Des Voeux tenía su cuerpo encima de una manta, señor, y todo destrozado, pero no he visto al otro.

—¿El cuerpo de quién, Golding? —exclamó Crozier, aunque el uso del femenino ya le había contado parte de la verdad.


Lady Silenciosa
y la cosa, capitán. Esa zorra esquimal y la cosa del hielo. Yo he visto el cuerpo de ella. El del otro no lo he visto aún. El señor Des Voeux decía que estaban al lado de una polilla a un par de kilómetros o así más allá de donde nosotros estábamos disparando a las focas, y yo tengo que llevarles a usted y al doctor para que los vean, señor.

—¿Una polilla? —dijo Crozier—. Querrás decir una
polynya.
Uno de esos laguitos pequeños de agua abierta en el hielo, ¿no?

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