—Lo veo —dijo Bravo.
Jenny y él estaban parados en la penumbra de la entrada lateral de la iglesia. El sol del ocaso, denso como la miel, proyectaba sombras alargadas sobre el asfalto y las paredes. Al otro lado de la calle, apoyado contra el parachoques delantero del Mercedes blanco, estaba el caballero con el pendiente de oro en forma de lágrima en la oreja izquierda. Intentaba pasar inadvertido mostrando una actitud indiferente, pero sus ojos estaban atentos a todas las personas que entraban en su campo visual.
—Ve hacia el coche como si no pasara nada. —Jenny ya había comenzado a trabajar—. Lo importante es caminar a paso normal, ni muy despacio ni muy de prisa, y no mirarlo.
—Él me verá y vendrá a por mí.
—Cuento con ello —dijo Jenny. Cuando Bravo se disponía a alejarse, añadió—: Siempre que no sospeche que lo hemos descubierto, todo saldrá bien, ¿de acuerdo?
Bravo asintió y abandonó la protección que le brindaba la entrada recedida de la iglesia, saliendo a la luz y las sombras azules que le envolvían los tobillos. El corazón le latía con fuerza en el pecho y notaba un zumbido en los oídos que hacía que caminase muy erguido y demasiado de prisa. Bravo se dio cuenta de ello y, con un gran esfuerzo, se relajó y aflojó el paso.
Había movimientos a su alrededor, y descubrió que la parte más difícil era no mirar en la dirección del caballero. En ese momento pensó en el misterio esencial de los actores de cine y televisión que le había fascinado cuando era un niño: cómo se habían entrenado para ignorar por completo a la cámara. Ahora él se encontraba en la misma situación, obligado a ignorar al hombre del pendiente de oro.
«Siempre que no sospeche que lo hemos descubierto, todo saldrá bien, ¿de acuerdo?». Bajó del bordillo, miró a ambos lados por si veía algún vehículo y cruzó la calle. Vio el Audi negro con la capota subida. No había nadie cerca del coche. Pero ¿cómo estar seguro? Continuó andando con paso regular, aunque sus nervios aullaban.
Entonces Bravo percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Venía desde su izquierda, la dirección en la que Jenny y él habían visto al hombre con el pendiente de oro apoyado en el Mercedes blanco.
«¡Viene hacia mí!». Bravo mantuvo la vista fija en el Audi negro que estaba a pocos pasos. Se dijo que confiaba en Jenny, confiaba en su pericia, confiaba en su plan. En cualquier caso, ya era demasiado tarde para dudar. Él se había comprometido y no había vuelta atrás.
Tres pasos, cuatro, y entonces una mano lo cogió de la camisa, los dedos largos y finos curvados en la tela, las uñas clavadas en su carne. Se volvió, alcanzó a percibir un reflejo metálico —el pendiente de oro— y, debajo, otro reflejo metálico de la pistola alcanzada por un rayo de sol.
Sólo tuvo tiempo para observar la expresión de triunfo en el rostro alargado del caballero antes de que sus ojos negros se pusieran en blanco. Jenny, que se había acercado por detrás de él sin hacer ruido, lo cogió por las axilas justo antes de que se desplomase y, ayudada por Bravo, ambos arrastraron al caballero hasta el bordillo.
En respuesta a la mirada inquisitiva de una pareja que pasaba en ese momento, Jenny dijo:
—Nuestro amigo ha bebido demasiado vino en el almuerzo.
La pareja apuró el paso con escaso ánimo de ver su paseo interrumpido.
Después de dejar al caballero inconsciente apoyado contra una valla, Jenny y Bravo subieron al Audi y se marcharon.
Llegaron al Charles de Gaulle sin más incidentes pero con poco tiempo que perder, una circunstancia que les favoreció, ya que ninguno de ellos tenía ganas de quedarse esperando en el aeropuerto y que los caballeros volviesen a encontrarlos. En cualquier caso, Jenny, en estado de sombría vigilancia desde que habían abandonado la iglesia de Saint Pierre, estaba convencida de que nadie los había seguido desde Dieux.
Durante todo el viaje hasta el Charles de Gaulle, Anthony Rule había estado en sus mentes, aunque quizá por razones completamente distintas. Rule había sido como un segundo padre para Bravo y, de hecho, en algunas ocasiones había reemplazado a su mejor amigo cuando Dexter Shaw no había podido asistir a los partidos de fútbol o los torneos de atletismo de su hijo en el colegio. Rule, que no estaba casado y no tenía hijos, se había entregado abiertamente en esa relación con Bravo, impartiendo fragmentos de su sabiduría o bien trucos para todas y cada una de las disciplinas físicas que el muchacho estaba estudiando. De modo que no resultaba difícil entender por qué Bravo lo adoraba. Pero en aquella época a Bravo jamás se le había ocurrido lo que ahora parecía obvio: principalmente, que no era ninguna coincidencia que el tío Tony fuese tan hábil en todas las disciplinas que él estaba aprendiendo a dominar y se mostrara encantado de ayudar al chico a alcanzar el éxito.
—Debe de haber sido muy interesante tener a Anthony en tu vida —dijo Jenny mientras atravesaban el aparcamiento del aeropuerto, tratando de descifrar las desconcertantes señales. Los franceses parecían tener un fetiche para hacer de sus aeropuertos lugares donde la posibilidad de orientarse era muy difícil—. ¿Cómo era?
—Era genial. —Bravo señaló lo que parecía ser un espacio en el extremo más alejado de una fila—. Era como mi padre, sin todos los rollos que suele haber entre padre e hijo.
—Bueno, ésa es una respuesta que no me esperaba.
—¿Y qué me dices de tu relación con el tío Tony? —Alguien había aparcado dejando parte del coche sobre la línea divisoria de las plazas y el espacio era demasiado pequeño incluso para un descapotable—. ¿Tienes esa clase de relación con todos tus superiores?
Jenny se encogió de hombros.
—Más o menos, pero puedo decirte que ninguno de ellos es como Anthony Rule.
—No me digas que tienes algo con él.
Jenny dio un respingo.
—¡De ninguna manera!
En ese momento un coche salió de otra de las filas y ellos ocuparon la plaza. Jenny permaneció sentada inmóvil, mirando fijamente hacia adelante.
Bravo ya había visto antes esa mirada y sabía que su mente estaba haciendo horas extra. Ahora también sabía que a ella le resultaba muy difícil revelar cualquier dato relativo a su vida y, cuando lo hacía, como había ocurrido en el mont Saint Michel, se replegaba inmediatamente a la seguridad de su armadura.
—Está bien, si no quieres…
—Cállate —lo interrumpió ella. Era como si, una vez que había comenzado, quisiera asegurarse plenamente de que decía lo que tenía en mente—. Respeto tremendamente a Anthony; tu padre y él eran dos de los tíos realmente buenos. Es por eso por lo que me resulta doloroso cuando se burla de mí.
—Se burla de ti porque le gustas —repuso Bravo.
—¿De verdad?
Él asintió.
—También acostumbraba a hacerlo conmigo.
Ella se había vuelto para mirarlo, para asegurarse de que estaba siendo sincero. Bravo comenzó a darse cuenta gradualmente del terrible precio que Jenny había tenido que pagar para mantener su posición dentro de la orden. La joven había desarrollado la suposición de que, cuando estaba con un hombre, automáticamente se convertiría en el blanco de interminables bromas.
Siguiendo un impulso, Bravo añadió:
—En una ocasión, Dorothy Parker dijo que el sentido del ridículo puede ser un escudo, pero no es una arma.
Ella lo miró durante lo que pareció un tiempo muy largo.
—Bueno —dijo finalmente con voz suave—, creo que se puede afirmar sin temor a equivocarse que Dorothy Parker nunca formó parte del Voire Dei.
Jenny salió del Audi con la excusa de que necesitaba estirar las piernas, pero la verdad era que temía que su expresión pudiese revelar sus verdaderos sentimientos. Se había sorprendido de que Bravo hubiese sido capaz de entender la esencia de su compromiso, y ahora se sentía terriblemente afectada por su intento de mitigar su angustia poniéndola en palabras de esa famosa escritora, temida tanto por hombres como por mujeres por su sarcástico ingenio. En ese momento, sin embargo, tras haber estado recientemente en una posición tan vulnerable, no podía permitir que su apariencia habitual, dura e inflexible, se tambalease.
Una vez en la terminal, ambos recogieron sus billetes. Cuando atravesaban la zona de seguridad, el teléfono móvil de Bravo comenzó a sonar. Una vez al otro lado del puesto de control, comprobó que la llamada era de Jordan. El tono del mensaje que había dejado en su buzón de voz era parco y tenso, en absoluto el tono caluroso y optimista al que Jordan lo tenía acostumbrado.
Jordan respondió a la primera cuando Bravo lo llamó.
—Ça va, mon ami?
—Aún estoy de una pieza, Jordan.
—¿Y tu amiga Jenny?
—Justo a mi lado —respondió Bravo con el ceño fruncido. Se dirigían a la puerta de embarque y estaba buscando un quiosco de revistas—. Eres tú quien no pareces estar muy bien.
—Ah, bueno, los holandeses me han estado presionando. Sin ti, estoy perdido. Tú sabes cómo manejar a esos tíos, los intimidas.
—El secreto es simple, Jordan. La próxima vez que te reúnas con ellos debes estar mentalmente preparado para retirarte del acuerdo. Si lo estás, los holandeses lo percibirán y cambiarán su postura. Confía en mí, ellos no tienen ninguna intención de permitir que este acuerdo no llegue a buen fin.
—Lo haré,
mon ami
. Pienso hacer exactamente lo que me has sugerido. —Jordan hizo una pausa—. Pero esa otra cuestión… no estoy muy tranquilo con las cosas que me ha contado Camille. Creo que deberías considerar abandonar esta búsqueda en la que pareces estar empeñado.
—No puedo, Jordan, lo siento. Es algo que debo hacer.
—Camille me advirtió que dirías eso. Entonces debes permitirme que te proporcione una mayor seguridad. ¿Dónde estás ahora?
—En el Charles de Gaulle. Estamos a punto de coger un vuelo de Air France que llega a Venecia a las 22.45.
En ese momento Bravo vio un quiosco de revistas y, con Jenny a su lado, se dirigió hacia allí.
—Bon. Reservaré habitaciones en un hotel y me encargaré de que haya alguien esperándote en el aeropuerto Marco Polo. Un hombre llamado Berio. Irá armado y permanecerá con vosotros mientras estéis en la ciudad.
—Jordan…
—Esto no es discutible,
mon ami
. No pienso arriesgarme a perderte: mi negocio se derrumbaría en menos de un año. —Se echó a reír, pero se serenó rápidamente—. Cuídate y cuida de Jenny. No estaréis seguros hasta que hayáis subido a ese avión.
—No te preocupes, Jordan, tendré cuidado. —Dudó un momento—. Y, Jordan…
—Oui?
—Gracias.
Bravo hizo varias compras en el quiosco de revistas y luego ambos se dirigieron a la puerta de embarque. Cuando llagaron, los pasajeros ya habían empezado a subir al avión. Con una palpable sensación de alivio entregaron sus tarjetas de embarque y enfilaron el pasadizo cubierto que llevaba hasta el aparato.
El vuelo estaba completo. Con el pretexto de ir al baño, Jenny recorrió el pasillo, estudiando a todos los pasajeros y memorizando su fisonomía. Cuando regresó a su asiento, se abrochó el cinturón.
—Creo que no hay peligro —dijo.
—Me pregunto si lo mismo puede decirse del tío Tony.
—Yo no me preocuparía por Anthony, es un hombre extremadamente capaz.
—También lo era mi padre —dijo Bravo con amargura.
Ese comentario hizo que Jenny guardara silencio, que aparentemente era lo que Bravo deseaba. Cuando ya llevaban volando algunos minutos sacó nuevamente los objetos que había encontrado en el compartimento del barco de su padre y los examinó atentamente. Sostuvo el encendedor Zippo en la palma de la mano y lo hizo girar lentamente.
—¿Cuándo un encendedor Zippo no es un encendedor Zippo? —preguntó Jenny, tratando de restablecer el contacto.
Como si respondiese a su pregunta, Bravo le quitó la funda metálica de color. En el interior, encajada debajo de la mecha, había una fotografía de un niño. Estaba desteñida y granulosa, pero el rostro del chico era bastante claro.
—Eras un niño muy guapo —dijo Jenny, inclinándose para ver mejor.
Bravo no dijo nada, volvió a colocarle la funda al encendedor y lo guardó en el bolsillo.
—¿Por qué crees que tu padre escondió esa foto para ti?
—No tengo la más remota idea. —Se dio cuenta inmediatamente de que había cometido un error y, en un intento de mitigar el súbito interés de Jenny, añadió—: Para mí ha sido una absoluta sorpresa. ¿Acaso no ha dicho el tío Tony que los sentimientos no tienen cabida en el Voire Dei?
—Que yo sepa, Anthony no tiene un solo hueso sentimental en todo su cuerpo.
—Él quería a mi padre y me quiere a mí —dijo Bravo—. De todos modos, tengo la impresión de que esta falta de sentimiento profesional es una ventaja.
Jenny apoyó la cabeza en el respaldo del asiento.
—Todo depende de tu punto de vista.
Una vez dicho esto, ella cerró los ojos.
—¿Crees que él estaba en lo cierto? —preguntó Bravo de súbito.
—¿Acerca de qué?
—El Testamento… y la Quintaesencia.
Jenny abrió los ojos.
—¿Acaso no lo crees? —Cuando Bravo no le respondió, ella añadió—: Tu padre lo autenticó.
—El solo.
Jenny lo miró y luego meneó la cabeza.
—No te entiendo.
—Mi padre me entrenó para que fuese un estudioso de temas medievales. Eso significa que tengo una elevada dosis de escepticismo cuando se trata de supuestos hallazgos relacionados con Jesús, la Virgen María o…
Ella se inclinó hacia adelante y bajó la voz.
—Pero esto es diferente, ¿no lo entiendes? Estos objetos llegaron a nuestro poder hace cientos de años…
—¿Cómo los consiguió la orden?, ¿dónde fueron encontrados?, ¿quién se los pasó a quién?, todas éstas son preguntas que necesitan una respuesta.
—Maldita sea, Bravo, esos objetos no fueron colgados en Internet por algún arqueólogo miserable con el fin de conseguir un gran titular. El Vaticano ha estado desesperado por ponerles las manos encima; a lo largo de los siglos todos los papas habrían dado su brazo derecho por…
—No he visto con mis propios ojos ninguno de esos objetos —insistió Bravo.
—¿Es eso lo único que podría convencerte?
—Francamente, sí.
Ella lo miró con una expresión de auténtica sorpresa.
—¿Dónde está tu fe, Bravo?
—La fe es el veneno del saber —dijo él secamente.
—No lo entiendo. ¿Cómo pudo Dexter criarte sin fe?