—Hay muchas Rosas en Asturias —dije.
—Menos que amapolas en Castilla —completó ella.
Me volví a la enfermera e inicié la retirada. La vi abrir los ojos en señal de alarma, mirando por detrás de mí.
—¡Cuidado! —gritó Andrés.
Me acuclillé velozmente y vi pasar dos bolas sobre mi cabeza. Miré desde el suelo. Tenía un frente de ancianos con aspecto tranquilo, del que destacaban los dos larguiruchos. A un lado, Rosa Regalado, su marido y el guardia derribado, ambos aún con el desequilibrio en sus rostros. Más allá unos cuantos mirones. Fui hasta las bolas y las recogí.
—¿Qué desayunan?, ¿espinacas? —dije a la enfermera.
—Ha tenido suerte. Si le hubieran dado en la cabeza hasta podrían haberle matado —afirmó, con los ojos espantados todavía.
Sopesé las esferas.
—Pesan bastante para su tamaño. ¿Tienen hierro dentro?
—No. Son de madera de encina. Pesan sobre los dos kilos.
Volví a mirar a los hombres. ¿Con esa edad y con ganas de lucha? Pedrín tenía hundida la cuenca donde una vez hubo un ojo. Pero el otro chispeaba travieso. Manín tenía los ojos muy abiertos, mostrando el azul intenso de sus pupilas.
—Sólo queríamos
birlar el michi
—dijo sin abrir mucho la boca.
Miré a la chica.
—Argot del juego. El
michi
es el bolo comodín. Le han asignado a usted ese honor.
Vi venir a Andrés.
—Joder con los piraos de Cuenca. Nunca vi nada igual. Me has dejado patidifuso.
—Gracias por el aviso.
—No te quedarás, ¿verdad?
—No me dejarán. La primera visita y ya ves qué estropicio.
—Lo siento. Me hubiera gustado que me enseñaras a lanzar a la gente por el aire. Me vendría bien en las reuniones del consejo.
Caminé hacia la salida acompañado por la preocupada enfermera. Algo detrás nos seguía el guardia ileso. Miré hacia los pabellones y a los jardines. Ni rastro de Rosa Muniellos. Cerca del edificio de recepción estaba la doctora entre otras mujeres y hombres con batas blancas. Dos guardias de seguridad parecían contener impulsos de enfrentamiento. Le di las bolas a la enfermera y miré por encima de su cabeza. La vi venir, cruzando el parque en diagonal. Rosa nieta. Hizo una señal a mis acompañantes y todos nos detuvimos. Llegó al grupo y les dijo que me dejaran a su cuidado. Ellos se alejaron y ella observó mis ojos.
—Dos visiones de un mismo prodigio en un mismo día. Demasiado —dije—. Me parece estar en la Grecia clásica, cuando los humanos y los dioses, en este caso diosas, coincidían.
—¿A qué te refieres? No te sigo.
—Déjalo. Son cosas mías.
Llevaba una blusa blanca de amplio escote y manga corta, y una falda hasta las rodillas mostrando sus torneadas y morenas piernas. Se recogía el pelo en una cola de caballo. Su rostro estaba decantado hacia un gesto de complacencia. Resistir la tentación de permanecer mirándola, sin hacer ninguna otra cosa, me supuso un esfuerzo tremendo.
—La Rosa de Plata. Por tu abuela, ¿verdad?
—Sí, por el pelo blanco que la acompaña desde los veintiún años.
Echó a caminar hacia el estanque y acomodé mis pasos a los suyos. Sus zapatos de tacón bajo, ya barnizados por la humedad, se hundían ligeramente en la grama natural.
—Parece que te han enojado y has hecho algunas demostraciones de Kung Fu.
—A algunos hay que recordarles que no pueden ir por ahí zarandeando a la gente. No son modales.
—¿Qué piensas hacer ahora? —dijo, sin mirarme.
—No sé. Soy un tipo que siempre busca el final. Te lo dije.
—No es eso lo que me ha dicho Rosa Regalado por el móvil. Parece que finalmente podrá vencer tu sentido global de la justicia sobre el racionalismo de tu profesión.
Nos habíamos aproximado al estanque y observamos a los gansos deslizarse por el agua como si fueran conducidos eléctricamente.
—La realidad es que empecé a enamorarme de ti a través de las fotos y acciones de tu abuela. Aun sin saber que existías, algo me hizo presentirte.
—¿Qué te hizo presentirme?
Negué con la cabeza. ¿Cómo explicar lo de las llamadas arbóreas en las noches vulnerables?
—Sentémonos —dijo, alcanzando un banco de madera. Me acomodé a su lado.
—Y ahora, ¿qué? —dije—. Estás aquí, conmigo. ¿Significa que algo de mi amor te ha tocado alguna fibra, considerando que puedo no ser ya para ti objetivo que confundir?
Se echó a reír.
—¿Es una compra de sentimientos a cambio de no lanzar la bomba de neutrones contra nosotros?
—No. Estás en mí en cada instante, cualquiera que sea finalmente mi decisión sobre el caso.
—No tienes idea de cómo soy. Te dije que mi círculo está cerrado.
—Vamos, Rosa, deja que vuelva la magia a tu vida.
—He asumido que sólo hay una vida. No la quiero con sobresaltos. Quiero una felicidad tranquila.
—No hay felicidad sin la magia del amor.
Me miró largamente y supe lo desamparado que estaría cuando no la tuviera a mi lado.
Me acompañó hasta el coche. A través de la ventanilla, dijo:
—Cuídate esa nariz.
En sus ojos todos los horizontes estaban abiertos.
Durante el largo trayecto de vuelta a casa, rememoré a la Rosa vislumbrada y a esos hombres que abiertamente me declararon su enemistad. Recordaba los versos de Garcilaso de la Vega y Luis Cernuda. Pero esa mujer y esos hombres no estaban marchitados ni parecían vencidos. Habían doblegado el poderío cruel del tiempo, a pesar de sus azarosas vidas. ¿Es que ese centro hacía milagros? ¿Realmente existen tratamientos médicos para prolongar la juventud? Ninguna de esas dos consideraciones es posible. Ninguna institución médica hace milagros y todavía, aunque puede alargarse la vida, no se puede prolongar la juventud. ¿Por qué entonces esos compinches presentaban un aspecto tan diferenciado del que deberían tener asignado?
Llegué a Madrid algo más de cuatro horas después. Todo el camino fue como una huida de mí mismo, dándole vueltas al asunto una y otra vez como si fueran los sones del
Bolero de Ravel
. No sabía lo que debía hacer. Pero sabía lo que quería.
¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
S
AN
J
UÁN
D
E
L
A
C
RUZ
El avión apareció de súbito por detrás. Miguel, que viajaba al lado del conductor, vio los surcos que dejaban las balas a la derecha del camino y luego el rugido del aparato pasando sobre ellos y tomando altura. Benjamín siguió sorteando las curvas descendentes, sin zigzaguear. Era hombre experimentado y sabía que no volvería el peligro hasta que el avión no hubiera dado la vuelta completa para volver a ametrallarlos, si es que no se conformaba con la primera pasada. Debía ganar la mayor distancia posible, cuidando al mismo tiempo de no salirse en una de las curvas. Metió la segunda para tener dominio sobre el coche y darle más potencia al mismo tiempo, aunque el motor sufriera el exceso de revoluciones. No les hubiera venido mal algo en que guarecerse. Pero era una sierra deshabitada, con árboles esbeltos y solitarios jalonando el camino.
—¿Qué hace el maldito avión? —dijo Benjamín.
Luis y Agapito, por la ventanilla trasera, vieron la maniobra del caza.
—Está dando la vuelta para volver a darnos por culo.
—¿Qué hacemos, capitán?
—Quizá deberíamos parar y dispersarnos —dijo Miguel.
—Tragacete está cerca. Si pudiéramos aproximarnos más nuestras baterías le mantendrían a raya —insinuó Agapito.
—¿Tú qué dices? —interrogó Miguel al conductor.
—Puedo esquivarle, capitán.
—Adelante entonces.
Seis días antes el Estado Mayor del Ejército del Centro había ordenado al IV Cuerpo una ofensiva sobre Guadalaviar y Griegos, al otro lado de los Montes Universales, en la provincia de Teruel, con objeto de aliviar la presión que los fascistas ejercían sobre el ejército del Ebro. Mera dispuso unos batallones de infantería y zapadores, piezas de artillería del 10,5, caballería, sanidad y otras unidades, que en poco más de veinticuatro horas se instalaron en lo alto de La Mogorrita, en la sierra de Valdeminguete. Habían tomado después Guadalaviar y Villar del Cobo y se progresaba hacia Frías de Albarracín, en el sureste, y hacia Griegos, al norte. Pero tres días después hubo orden de retirada dictada por el coronel Casado, jefe del Ejército del Centro, que no fue del agrado de Mera ni de los demás jefes. Pero obedecieron y la vuelta a las posiciones fortificadas anteriores fue ejecutada con orden y diligencia. Miguel, acompañado por el teniente Agapito Ortiz y por el sargento Luis Morillo, volvió para verificar que el repliegue no había dejado útiles ni materiales de valor. Con los prismáticos vieron movimiento de tropas enemigas viniendo de Bronchales. Recogieron algunos pertrechos e iniciaron el regreso.
—¿Qué hacemos regresando a la inactividad, en vez de luchar? —había dicho Miguel—. Estamos protegiendo a Casado y a Miaja como si fuéramos guardaespaldas. Parecemos una especie de Guardia Nacional en vez de una unidad de lucha.
—¿Qué defendemos, estando de reserva? —corroboró Agapito—. Si caen todos los frentes, ¿de qué sirve estar rascándonos las pelotas?
—No entiendo nada. Parece que interesa más poner obstáculos al doctor Negrín que acabar con los facciosos.
—¿Qué opinas de Negrín?
—A pesar de lo que dicen nuestros mandos, creo en él —apostó Miguel—. Es encomiable su determinación de seguir en la brecha ante tanto derrotista y tanto confiado en una paz honrosa. Coincido contigo. ¿Qué hace nuestro IV Cuerpo agazapado en Guadalajara? ¿Por qué esta retirada de este nuevo frente, cuando ya deberíamos haber intervenido en el Ebro?
—¿Y qué me dices de los acojonados franceses? —terció Luis—. Toneladas de material bélico nuestro retenidas en Francia. ¿Quiénes son esos cabrones para quedarse con un material que no es suyo, que ha sido pagado por nuestra República? ¡Y dicen que son demócratas!
—La pérfida no es Albión, sino Francia. Los ingleses siempre fueron enemigos de España. De un enemigo no se puede esperar ayuda. Pero los franceses, bajo los compromisos de amistad a través de los siglos, han ido socavando nuestro potencial como nación. ¿Para qué queremos amigos así? Nos han hecho más daño que los ingleses.
—Me gustaría que Hitler les diera por el culo. Para que sepan los que es luchar en desventaja.
El avión había hecho acto de presencia en ese momento, antes de haber cruzado la cúspide de La Mogorrita viniendo de Guadalaviar. Ahora iniciaba su segunda pasada cuando el coche bajaba en tromba a Tragacete dando botes por la pista casi recta construida por los batallones de Zapadores. Luis seguía el curso del aparato. Le vio completar el giro y picar hacia ellos. Benjamín apremió:
—¡Dime cuándo empieza a disparar! ¡Y sujetaos bien!
—¡Ya! —gritó Luis a la vez que se oía el tableteo.
Benjamín pisó y luego giró el volante hacia la izquierda obligando al coche a invadir y subir por la pista contraria ascendente. Se levantó una nube de polvo mientras las ruedas giraban casi en el borde del terraplén para lograr los 180 grados respecto de la dirección inicial. El avión pasó ruidosamente y largos surcos abiertos por los proyectiles ocuparon el lugar donde antes había estado el coche. Benjamín siguió girando para completar los 360 grados y volver al carril descendente que abandonara para esquivar al agresor. Puso la tercera y obligó al Citroen a mantener una velocidad controlada mientras delante veía al avión elevarse y girar.
—¡Bravo! —exclamó Luis.
—Dime si el cabrón abandona o insiste.
—Se irá. No le merecerá la pena todo este gasto para una presa tan mísera.
—Creo que el hijoputa no cejará —dijo Luis—. Es alemán, de la legión Cóndor.
—¿Cómo lo sabes?
—Es un avión nuevo, el Messerschmitt 109, con cuatro ametralladoras sincronizadas. Es el mejor caza que existe en esta guerra. No se les deja a los pilotos españoles.
—O sea que será un cabrón de nazi quien nos mate.
—Procuraremos que no sea así —dijo Benjamín con el rostro concentrado.
—¿Dónde están nuestros
chatos
y
supermoscas
? —dijo Agapito.
—Perdimos el dominio del aire hace meses.
—Y en Francia, cientos de aviones nuestros pudriéndose…
El avión había dado la vuelta y volaba ya en dirección contraria a la del coche, desplazado unos 2.00 metros a la derecha. Parecía querer abandonar el campo. Agapito y Luis miraron confiando en que se perdiera en la lejanía. Pero el caza inició el segundo giro. De repente a su alrededor surgieron nubes negruzcas, como globos de humo estallando, mientras el ruido del cañoneo se imponía sobre el del motor del avión. Las baterías antiaéreas de Mera habían tomado parte en el juego.
—¡Duro con el hijoputa! ¡Puntería!
Rodeado de explosiones, el ME-109 picó hacia ellos con determinación.
—¿Por qué insiste el cabrón? Ametrallar a un desvalido coche no es una hazaña para sentirse orgulloso.
—Quiere probar el puto avión.
—Creo que deberías parar para escabullimos —dijo Luis—. Este avión es temible. No te será fácil esquivarle tantas veces. Y es difícil que nuestros artilleros le acierten. Es muy rápido.
—Mira allí —dijo Miguel, sujetándose al manillar para neutralizar los botes del vehículo—. Esa especie de camino.
—Lo veo. Voy allá —contestó Benjamín, admirándose de nuevo de la impasibilidad de su capitán en los momentos de peligro. Miguel hablaba como si estuviera en su despacho de la brigada y no en una situación extrema. Era el más tranquilo de los cuatro y eso aliviaba la tensión.
—¡Ya viene! —gritó Luis.
Sintieron el estruendo del motor y el tableteo. Una fila de balas cruzó en diagonal sobre el coche. Miguel sintió el impacto de un proyectil. Por un momento perdió la visión. Miró de nuevo. El coche se había salido de la pista y rodaba por una pendiente. Tropezó contra un saliente de roca, rebotó, volcó y dio dos vueltas de campana, quedando sobre el techo y con el motor en marcha. Miguel se sacudió el sopor. Sintió un dolor intenso. La bala le había entrado por un pulmón en sentido descendente. Notó un calor desusado pues aunque era verano la zona era fría. Vio las llamas asomar por la parte baja del motor. Miró a sus compañeros. Todos estaban inconscientes, quizá muertos. Con esfuerzo se arrastró fuera del coche. Tenía sangre en la cara. Se secó con las mangas. Se incorporó, dio la vuelta, abrió la puerta del conductor y sacó al pequeño Benjamín, arrastrándolo desde el interior, cuando ya todo el morro ardía fuertemente. Depositó el cuerpo unos metros más allá. Sintió un mareo. Tosió notando que la boca se le llenaba de sangre. Se encontraba mal. Cayó de rodillas y desde el suelo abrió la portezuela trasera a despecho de las llamas que lamían la chapa. Agarró al larguirucho Luis por el cuello de la guerrera y lo sacó, gritando de dolor por los zarpazos del fuego. Quedaba poco tiempo. Las llamas intentaban cubrir todo el vehículo. Dejó el cuerpo y con infinito sufrimiento obligó a sus noventa kilos a levantarse y dar la vuelta al coche por la parte trasera. La puerta estaba abierta y la cabeza de Agapito sobresalía. Le agarró con ambas manos y tiró de él cuando ya la pira estaba a punto de ser intratable. Rodó junto al teniente. Sentía un tremendo dolor en el pecho, en la cabeza y en las manos. Estaba boca arriba y las miró, apoyando los codos en el suelo. Estaban abrasadas, con jirones de sangre, semejando garras. Tan cuidadas que las tuvo siempre. No podía moverse ni pudo ya mover los brazos. Sus manos colgaban delante de sus ojos como ramas descarnadas. Sintió lejanamente el crepitar de las llamas y el suave ulular del viento. Miró el cielo limpio de nubes y vio pasajes de su vida corriendo delante de sus ojos. «¡Miguelín! —le decía su padre—. Ayúdame con ese barrilillo. Estoy cansado». Y él le ayudaba a subir el balde y luego bajaban las escaleras y caminaban hacia el borriquito, él tan feliz junto a ese anciano al que nunca llegó a conocer del todo. Se dio cuenta entonces de que se estaba muriendo porque siempre le habían dicho que cuando se recuerdan vívidamente pasajes de la niñez es porque la de la guadaña está cerca. Destiló lágrimas de rebeldía. ¡Quedaba tanto por hacer, tanto por reparar…! Quedó casi inconsciente. Oyó voces, conversaciones. Luego sintió que le tocaban en la cara y en el pecho. Abrió los ojos. Destacando del azul estaba la sombra de Agapito, afanándose sobre su cuerpo.