El tío Petros y la conjetura de Goldbach (2 page)

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Authors: Apóstolos Doxiadis

Tags: #Ciencia, Drama, Histórico

BOOK: El tío Petros y la conjetura de Goldbach
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Aquel día me marché de Ekali totalmente abstraído en mi descubrimiento, indiferente a la regañina que me dio mi padre en el camino de regreso a Atenas y a sus hipócritas reprimendas por mi supuesto «comportamiento grosero con mi tío» y mis «preguntas de curioso metomentodo». ¡Como si lo que le preocupara fuera mi pequeña infracción del
savoir-vivre
!

En los meses siguientes, mi curiosidad por la cara oscura y desconocida del tío Petros fue aumentando de manera progresiva hasta rayar en la obsesión. Recuerdo que en horas de clase dibujaba compulsivamente en mis cuadernos garabatos que mezclaban los símbolos matemáticos con los del ajedrez. Matemáticas y ajedrez: en una de esas disciplinas estaba la solución al misterio que rodeaba a mi tío, pero ninguna de las dos ofrecía una explicación del todo satisfactoria, pues no casaban con la actitud desdeñosa de sus hermanos. Sin duda, esos campos de interés (¿o se trataba de algo más que interés?) no eran censurables por sí mismos. Lo mirara como lo mirase, ser un jugador de ajedrez con el nivel de un gran maestro, o un matemático que había devorado centenares de impresionantes libros, no lo clasificaban automáticamente como uno de los «fiascos de la vida».

Necesitaba descubrir la verdad, y para conseguirlo llevaba un tiempo urdiendo un plan del estilo de las aventuras de mis héroes literarios favoritos, un proyecto digno de los
Siete Secretos
de Enyd Blyton, o su alma gemela griega, el «heroico Niño Fantasma». Planifiqué hasta el último detalle una incursión en casa de mi tío durante una de sus expediciones a la institución filantrópica o al club de ajedrez, con el fin de encontrar pruebas palpables de sus supuestas faltas.

♦ ♦

Quiso la suerte, sin embargo, que no me viese obligado a cometer un delito para satisfacer mi curiosidad. En mi caso, Mahoma no tuvo que ir a la montaña, pues ésta fue primero a él. La respuesta que buscaba llegó y, para decirlo de una manera gráfica, fue como un inesperado mazazo en la cabeza.

Ocurrió como sigue:

Una tarde, mientras estaba solo haciendo los deberes, sonó el teléfono y atendí.

—Buenas tardes —dijo una desconocida voz masculina—. Llamo de la Sociedad Helénica de Matemáticas. ¿Puedo hablar con el profesor, por favor?

Al principio, sin pensar, corregí al que llamaba.

—Creo que se equivoca de número. Aquí no hay ningún profesor.

—Ah, lo siento —respondió él—. Debería haber preguntado antes. ¿No es ésa la residencia de la familia Papachristos?

Tuve una súbita inspiración y me dejé guiar por ella.

—¿Acaso se refiere al señor Petros Papachristos? —pregunté.

—Sí —respondió el hombre—. Al profesor Papachristos.

¡Profesor! Permítame, querido lector, el uso de un desfasado cliché verbal en una historia por lo demás insólita: el auricular estuvo a punto de caérseme de la mano. Sin embargo, disimulé mi sorpresa para no desaprovechar una oportunidad inesperada.

—Ah, no me había dado cuenta de que se refería al profesor Papachristos —dije con voz obsequiosa—. Verá, ésta es la casa de su hermano, pero como el profesor no tiene teléfono —lo cual era verdad— recibimos las llamadas para él —mentira flagrante.

—En tal caso, ¿podría darme su dirección? —preguntó mi interlocutor, pero yo ya había recuperado la compostura y no iba a dejarme vencer fácilmente.

—Al profesor le gusta preservar su intimidad —repuse con altanería—. También recibimos su correo.

Había dejado al pobre hombre sin alternativa.

—Entonces tenga la bondad de darme su dirección. Queremos enviarle una invitación de la Sociedad Helénica de Matemáticas.

Durante los días siguientes fingí una enfermedad para estar en casa a la hora en que pasaba el cartero. No tuve que esperar mucho. Tres días después de la llamada telefónica, tenía en mis manos el precioso sobre. Esperé hasta después de medianoche, cuando mis padres se fueron a dormir, para ir de puntillas a la cocina y abrir el sobre con vapor (otra lección aprendida de mis lecturas infantiles).

Desplegué la carta y leí:

Señor Petros Papachristos
Catedrático de Análisis, r.
Universidad de Múnich

Distinguido catedrático:

Nuestra asociación está preparando una sesión especial para conmemorar el ducentésimo quincuagésimo aniversario del nacimiento de Leonard Euler con una conferencia sobre «Lógica formal y los cimientos de las matemáticas».

Nos sentiríamos muy honrados, estimado profesor, si usted pudiera asistir y dirigir unas palabras a la Sociedad…

De modo que el hombre a quien mi padre calificaba de «uno de los fiascos de la vida» era catedrático de Análisis en la Universidad de Múnich (el significado de la pequeña r que seguía al inesperado y prestigioso título todavía se me escapaba). En cuanto a las hazañas del tal Leonhard Euler, aún recordado y homenajeado doscientos cincuenta años después de su nacimiento, eran un misterio absoluto para mí.

El domingo siguiente por la mañana salí de casa con mi uniforme de boy scout, pero en lugar de asistir a la reunión semanal tomé un autobús para Ekali, con la carta de la Sociedad Helénica de Matemáticas a buen recaudo en mi bolsillo. Encontré a mi tío con las mangas de la camisa remangadas, un viejo sombrero en la cabeza y una pala en las manos, removiendo la tierra del huerto. Se sorprendió de verme.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó.

Le entregué el sobre cerrado.

—No deberías haberte tomado tantas molestias —dijo, casi sin mirar el sobre—. Podrías haberla enviado por correo. —Sonrió con cordialidad y añadió—: Muchas gracias, boy scout.

—¿Sabe tu padre que has venido?

—Eh… no —balbuceé.

—Entonces será mejor que te acompañe a casa. Tus padres deben de estar preocupados.

Le dije que no era necesario, pero él insistió. Montó en su viejo y desvencijado «escarabajo», sin preocuparse por las botas embarradas, y partimos hacia Atenas. En el camino traté más de una vez de empezar una conversación acerca de la invitación, pero él desvió el tema hacia asuntos irrelevantes, como el tiempo, la temporada apropiada para podar los árboles y los grupos de
boy scouts
.

Me dejó en la esquina más próxima a mi casa.

—¿Crees que debería subir a excusarte?

—No, tío, gracias. No será necesario.

Sin embargo, necesité excusarme. Quiso mi maldita suerte que mi padre llamara al club para pedirme que recogiera algo en el camino de vuelta, y entonces le informaron de mi ausencia. Ingenuamente solté toda la verdad. Resultó ser la peor decisión posible. Si hubiera mentido diciendo que había faltado a la reunión para fumar furtivamente en el parque, o incluso para visitar una casa de mala nota, mi padre no se habría enfadado tanto.

—¿No te he prohibido expresamente mantener cualquier clase de relación con ese tipo? —gritó, y se le puso la cara tan roja, que mi madre le rogó que pensara en su tensión arterial.

—No, padre —respondí, y era verdad—. De hecho, nunca me lo has prohibido. ¡Nunca!

—Pero ¿no sabes nada de él? ¿No te he hablado mil veces de mi hermano Petros?

—Pues sí, me has dicho mil veces que es uno de los «fiascos de la vida», ¿y qué? Aun así es tu hermano, mi tío. ¿Acaso es tan grave que le haya llevado una carta al pobre? Y ahora que lo pienso, no me parece justo llamar «fiasco» a un catedrático de Análisis de una universidad importante.

—Catedrático de Análisis, retirado —gruñó mi padre, desvelando el misterio de la letra r.

Todavía echando humo por las orejas, pronunció sentencia por lo que calificó de «abominable acto de inexcusable desobediencia». Yo no podía creer la severidad del castigo: durante un mes tendría que permanecer confinado en mi habitación a todas horas, salvo las que pasaba en el colegio. Hasta me servirían las comidas allí, ¡y no se me permitiría comunicarme oralmente con él ni con mi madre ni con ninguna otra persona!

Subí a mi habitación para empezar a cumplir mi condena sintiéndome un Mártir de la Verdad.

♦ ♦

A última hora de esa misma noche mi padre llamó por dos veces suavemente a la puerta y entró. Yo estaba sentado ante mi escritorio, leyendo, y, obedeciendo sus órdenes, ni siquiera lo saludé. Se sentó delante de mí, en la cama, e intuí por su expresión que algo había cambiado. Parecía sereno, incluso arrepentido. Lo primero que dijo fue que el castigo que me había impuesto era «quizás un tanto exagerado» y que lo retiraba y me pedía disculpas por sus modales y su conducta, sin precedentes y totalmente impropia de él. Comprendía que su arrebato de ira había sido injusto. Era ilógico, añadió, y naturalmente coincidí con él, esperar que yo entendiera algo que nunca se había tomado la molestia de explicarme. Jamás me había hablado sinceramente del problema del tío Petros y había llegado el momento de corregir su «penoso error». Quería hablarme de su hermano mayor. Yo, claro está, era todo oídos.

Esto fue lo que me contó:

Desde la más tierna infancia el tío Petros había demostrado un prodigioso talento para las matemáticas. En la escuela primaria había impresionado a sus maestros con su facilidad para la aritmética, y en el bachillerato dominaba con increíble pericia abstracciones de álgebra, geometría y trigonometría. Su padre, mi abuelo, pese a carecer de instrucción formal, demostró ser un hombre progresista. En lugar de orientar a Petros hacia disciplinas más prácticas, que lo prepararían para trabajar a su lado en el negocio familiar, lo animó a seguir los dictados de su corazón. Por lo tanto, a una edad precoz Petros se matriculó en la Universidad de Berlín, donde se licenció con matrícula de honor a los diecinueve años. Durante el año siguiente hizo el doctorado y entró a formar parte del claustro de la Universidad de Múnich, en calidad de catedrático, a la asombrosa edad de veinticuatro años, convirtiéndose en el hombre más joven que jamás había ocupado ese puesto.

Yo escuchaba con los ojos como platos.

—No parece la historia de «uno de los fiascos de la vida» —observé.

—Todavía no he terminado —me advirtió mi padre.

En este punto se desvió de la historia. Sin que yo lo animara en modo alguno, me habló de sí mismo, del tío Anargyros y de los sentimientos de ambos hacia Petros. Los dos hermanos menores habían seguido los progresos de éste con orgullo. En ningún momento se habían sentido celosos; al fin y al cabo, a ambos les iba muy bien en el colegio, aunque sus conquistas no fueran tan espectaculares como las del genio de su hermano. Sin embargo, nunca habían estado muy unidos. Desde la infancia, Petros había sido un solitario. Mi padre y el tío Anargyros no habían pasado mucho tiempo con él, ni siquiera cuando aún vivía en la casa familiar, pues mientras ellos jugaban con los amigos Petros permanecía en su habitación resolviendo problemas de geometría. Cuando se marchó a estudiar fuera del país, el abuelo los obligaba a escribirle cartas de cortesía («Querido hermano, estamos bien… etcétera»),a las que él respondía de uvas a peras con un lacónico agradecimiento en una postal. En 1925, cuando toda la familia viajó a Alemania para verlo, se comportó en las pocas reuniones familiares como un auténtico extraño: distraído, ansioso, claramente impaciente por volver a lo que fuera que estuviese haciendo. Después de eso no volvieron a verlo hasta 1940, cuando Grecia entró en guerra con Alemania y él se vio obligado a regresar.

—¿Para qué? —pregunté—. ¿Para alistarse?

—¡Desde luego que no! Tu tío nunca tuvo sentimientos patrióticos… ni de ninguna otra clase, dicho sea de paso. Cuando se declaró la guerra, pasó a ser considerado un enemigo extranjero y tuvo que marcharse de Alemania.

—¿Y por qué no se marchó a otro sitio, como Inglaterra o Estados Unidos, a otra universidad importante? Si era un matemático tan brillante…

Mi padre me interrumpió con un gruñido de asentimiento, acompañado de una fuerte palmada en su propio muslo.

—¡Precisamente! —exclamó—. ¡Ése es el quid de la cuestión! Ya no era un gran matemático.

—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Cómo es posible?

Siguió una pausa larga y significativa, lo que me indicó que habíamos llegado a un punto crítico de la historia, el punto exacto en que las cosas se pondrían feas. Mi padre se inclinó hacia mí con la frente fruncida en un gesto ominoso y sus siguientes palabras salieron en un murmullo, casi un gemido:

—Tu tío, hijo mío, cometió el peor de los pecados.

—Pero ¿qué hizo, papá? ¡Cuéntame! ¿Robó o mató a alguien?

—No, no, esos delitos son simples travesuras comparados con el suyo. Y te advierto que no soy yo quien lo considera así, sino los Evangelios, el propio Dios nuestro Señor: «¡No blasfemarás contra el Espíritu!». Tu tío Petros echó margaritas a los cerdos, tomó algo sublime, grande y sagrado y lo profanó con absoluta desfachatez.

Ante el inesperado giro teológico del relato, me puse en guardia.

—¿Qué cosa exactamente?

—¡Su don, naturalmente! —respondió mi padre—. El don grande y único con que Dios lo había bendecido: ¡su prodigioso, inaudito talento para las matemáticas! El muy idiota lo desperdició, lo desaprovechó, lo arrojó a la basura. ¿Te lo imaginas? El muy ingrato no hizo ningún trabajo útil en el campo de las matemáticas. ¡Nunca! ¡Nada! ¡Cero!
¡Finito! ¡Kaputt!

—Pero ¿por qué? —pregunté.

—Ah, porque su ilustrísima excelencia estaba obsesionada por «la conjetura de Goldbach».

—¿Qué?

—Bah, un acertijo absurdo, algo que no le interesa a nadie salvo a un puñado de ociosos aficionados a los juegos intelectuales.

—¿Un acertijo? ¿Como los crucigramas?

—No, un problema matemático, pero no cualquier problema. En teoría, la conjetura de Goldbach es el problema más difícil de las matemáticas. ¿Te haces una idea? Los mayores genios del planeta no han logrado resolverlo, pero el listillo de tu tío decidió a los veintiún años que él lo conseguiría… ¡Y procedió a desperdiciar su vida entera en el intento!

El razonamiento me confundió.

—Un momento, padre —dije—. ¿Ése es su crimen? ¿Buscar la solución del problema más difícil de la historia de las matemáticas? ¿Hablas en serio? Vaya, ¡es magnífico, sencillamente fantástico!

Mi padre me fulminó con la mirada.

—Si hubiera conseguido resolverlo, quizá sería «magnífico» o «sencillamente fantástico» o lo que tú quieras, aunque aun así seguiría siendo inútil, desde luego. ¡Pero no lo hizo!

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