El Tribunal de las Almas (26 page)

Read El Tribunal de las Almas Online

Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

BOOK: El Tribunal de las Almas
4.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si los encontramos, ellos nos lo dirán.

12.32 h

La única compañía de Pietro Zini eran los gatos. Tenía seis. Permanecían a la sombra de un naranjo o paseaban entre las macetas y por los parterres de su pequeño jardín, en su vivienda del corazón del Trastevere. El barrio era como un pueblo de provincias que de repente se había visto rodeado por una ciudad entera.

Por la cristalera abierta de par en par del estudio llegaban las notas de un viejo tocadiscos. La
Serenata para cuerda
de Antonin Dvoák tenía el poder de hacer danzar las cortinas. Pero Zini no podía saberlo. Estaba tumbado en una hamaca, disfrutando de la música y de un rayo de sol que parecía haber conseguido atravesar las nubes sólo para él. Era un robusto sesentón. Tenía el estómago prominente de ciertos hombres forzudos de principios del siglo XX. Las manos grandes, con las que solía explorar el mundo, descansaban sobre su regazo. El bastón blanco estaba tendido a sus pies. Las gafas negras reflejaban una realidad superflua para él.

Desde el día en que dejó de ver, había renunciado a cualquier relación humana. Pasaba las jornadas entre el jardín y la casa, inmerso en la beatitud de sus discos. Le daba más miedo el silencio que la oscuridad.

Uno de los gatos trepó a la hamaca y fue a enroscarse sobre él. Zini pasaba sus dedos por su denso pelo, y el animal le expresaba gratitud ronroneando con cada caricia.

—Es bonita esta música, ¿verdad,
Socrate
? Ya lo sé, tú eres como yo: prefieres las melodías atormentadas. En cambio, a tu hermano le gusta ese pretencioso de Mozart.

Era gris y marrón y tenía una mancha blanca en el hocico. Algo llamó su atención, porque levantó la cabeza, distrayéndose de las caricias de su amo, y se concentró en un moscardón. Unos instantes después perdió interés por el insecto y se acurrucó de nuevo. Zini empezó a acariciarlo otra vez.

—Vamos, pídemelo.

Zini parecía tranquilo. Alargó una mano para coger un vaso de limonada de una mesita que había a su lado. Bebió un sorbo.

—Sé que estás aquí. Lo sé desde que has llegado. Me preguntaba cuándo ibas a decir algo. Y bien, ¿te decides?

Uno de los gatos fue a frotarse contra el tobillo del intruso. En efecto, Marcus estaba allí desde hacía al menos veinte minutos. Había entrado por una puerta trasera y durante todo ese tiempo estuvo observando a Zini, buscando la mejor manera de acercarse a él. Era bueno entendiendo a las personas, pero no sabía comunicarse con ellas. El hecho de que el policía retirado hubiera perdido la vista lo llevó a creer que iba a ser más fácil hablar con él. Además, con la ventaja de que no podría reconocer su rostro, la invisibilidad estaba asegurada. Y, sin embargo, podía verlo mejor que cualquier otra persona.

—No te dejes engañar: no me he quedado ciego. Es el mundo el que se ha apagado a mi alrededor.

Aquel hombre inspiraba seguridad y confianza.

—He venido por Nicola Costa.

Zini asintió, frunció el ceño y luego sonrió.

—Eres uno de ellos, ¿verdad? No, no hace falta que me respondas: ya sé que no puedes decírmelo.

Marcus no podía creer que el viejo policía estuviera al corriente.

—En el cuerpo circulan ciertas historias. Algunos creen que son leyendas. Pero yo me las creo. Hace muchos años me asignaron un caso. Raptaron y asesinaron a una madre de familia, pero había una crueldad inaudita e inexplicable en la manera en que el asesino se encarnizó con ella. Una noche recibí una llamada. En el otro lado del teléfono, un hombre me explicó que era una equivocación ir detrás de un ladrón, y luego me dijo cómo buscar al verdadero culpable. No era la típica llamada anónima, fue muy convincente. Quien mató a la mujer fue un pretendiente rechazado. Lo arrestamos.

—Figaro todavía está en la calle —lo acosó Marcus.

Pero el hombre divagaba.

—¿Sabías que en el noventa y cuatro por ciento de los casos la víctima conoce a su asesino? Es más probable que te mate un pariente cercano o un amigo de toda la vida que un perfecto desconocido.

—¿Por qué no me contestas, Zini? ¿No te gustaría cerrar el pasado?

La pieza de Dvoák terminó, la aguja del tocadiscos se quedó rebotando en el último surco del vinilo. Zini se echó hacia adelante, obligando a
Socrate
a saltar al suelo y a reunirse con sus compañeros. El policía cruzó las manos.

—Los médicos me dijeron con mucha antelación que me quedaría ciego. Por eso tuve todo el tiempo del mundo para acostumbrarme a la idea. Me decía: «Cuando la enfermedad empiece a interferir en mi trabajo, lo dejaré al instante.» Mientras tanto, iba preparándome: estudiaba Braille, a veces daba vueltas por la casa con los ojos cerrados para entrenarme en el reconocimiento de los objetos por el tacto, o iba a darme un paseo con el bastón. No quería depender de los demás. Luego, un día, las cosas empezaron a desenfocarse. Algunos detalles se perdían, mientras que otros resultaban increíblemente evidentes. La luz se debilitaba en las esquinas y resaltaba en algunas figuras, haciéndolas iridiscentes. Era insoportable. En esos momentos rogué que la oscuridad llegara rápido. Después, hace un año, mi súplica fue atendida.

Zini se quitó las gafas negras, descubriendo las pupilas inmóviles, ajenas al resplandor del sol.

—Pensaba que aquí abajo iba a estar solo. Y, en cambio, ¿sabes qué? No estoy solo en absoluto. En la oscuridad están todos aquellos a los que no pude salvar en el curso de mi carrera, los rostros de las víctimas que me miraban tendidas en medio de su sangre y de su mierda, en casa o por la calle, en un descampado o en una mesa del depósito. Las he encontrado aquí, estaban esperándome. Y ahora viven conmigo, como fantasmas.

—Apuesto a que también está Giorgia Noni. ¿Qué hace, te habla? ¿O te observa y se calla, haciendo que te avergüences de ti mismo?

Zini arrojó al suelo el vaso de limonada.

—Tú no puedes entenderlo.

—Sé que alteraste la investigación.

El anciano sacudió la cabeza.

—Fue el último caso del que me ocupé. Tenía que darme prisa, no me quedaba mucho tiempo. Su hermano Federico se merecía un culpable.

—¿Y por eso enviaste a la cárcel a un inocente?

El policía clavó la mirada en Marcus, como si pudiera verlo.

—Ahí te equivocas: Costa no es inocente. Tenía antecedentes por acoso y abusos. En su casa encontramos pornografía ilegal descargada de internet. El tema siempre era el mismo: la violencia en las mujeres.

—Las fantasías no bastan para condenar a un hombre.

—Estaba preparándose para actuar. ¿Sabes cómo lo arrestamos? Estaba en la lista de sospechosos del caso Figaro, lo teníamos vigilado. Una noche lo vimos seguir a una mujer a la salida de un supermercado, llevaba encima una bolsa de gimnasia. Necesitábamos pruebas, pero teníamos que decidirnos de prisa. Podíamos dejarlo actuar, con el peligro de que le hiciera daño, o bien detenerlo en seguida. Escogí la segunda opción. Y tuve razón.

—¿Había unas tijeras en la bolsa?

—No. Sólo ropa de repuesto —admitió Zini—. Pero era exactamente igual que la que llevaba puesta. ¿Y sabes por qué?

—Para no llamar la atención en caso de que se manchara de sangre.

La lógica del plan era perfecta.

—Y después confesó con todo detalle: para mí, eso bastaba.

—Ninguna de las víctimas de las agresiones aportó elementos para identificarlo. Se limitaron a confirmar a posteriori que era él. Las mujeres que sufren violencia a menudo están tan afectadas que la policía les muestra un culpable y ellas en seguida dicen que fue él. Pero no están mintiendo, quieren creerlo, es más, están convencidas de que es así. No podrían vivir sabiendo que el monstruo que les hizo daño todavía está en la calle: el miedo de que vuelva a sucederles lo mismo es más fuerte que cualquier sentimiento de justicia. Así que un culpable vale por otro.

—Federico Noni reconoció a Costa por la voz.

—¿De veras? —se alteró Marcus—. ¿Ese chico estaba tranquilo cuando lo señaló con el dedo? Piensa en la serie de traumas que ha sufrido en los últimos años.

Pietro Zini no supo contestar. El temple del viejo policía todavía era evidente, pero algo se había roto, inevitablemente, en su alma. El hombre que había sido capaz de atemorizar a un delincuente sólo con la mirada, ahora parecía increíblemente frágil. Y no era únicamente a causa de su discapacidad. Al contrario, se había vuelto más sabio. Marcus estaba convencido de qué sabía algo y, como solía ocurrirle, sólo tenía que dejarlo hablar.

—Desde el día en que me dijeron que iba a quedarme ciego no me perdí ni una puesta de sol. A veces me iba a la terraza del Gianicolo y me quedaba allí hasta el último rayo de luz. Hay cosas que damos por descontadas y a las que no prestamos atención, aunque siempre nos asombren. Las estrellas, por ejemplo. Recuerdo que de niño me gustaba quedarme tendido en la hierba imaginando todos aquellos mundos lejanos. Antes de la ceguera volví a hacerlo, pero no era lo mismo. Mis ojos habían visto demasiadas cosas equivocadas y horrendas. Entre las últimas que vi se encontraba el cadáver de Giorgia Noni —el viejo policía alargó la mano para convocar a los gatos en torno a él—. Es complicado creer que alguien nos haya puesto en el mundo sólo para vernos sufrir. Se dice que si Dios es bueno entonces no puede ser omnipotente, y viceversa. Un Dios bueno no haría penar a sus hijos, así que significa que no es capaz de impedirlo. Si por el contrario lo prevé todo, entonces no es bueno, como quieren hacernos creer.

—Me gustaría poder decirte que es un designio que no somos capaces de entender. Que un solo hombre no puede comprender la magnificencia de las cosas. Pero la verdad es que no conozco la respuesta.

—Me parece honesto por tu parte. Lo aprecio mucho —Zini se puso de pie—. Ven, quiero mostrarte algo.

Cogió el bastón y entró en el estudio. Marcus lo siguió. La habitación estaba muy ordenada, signo de que Zini era realmente autosuficiente. El policía se acercó al tocadiscos y volvió a poner el vinilo de Dvoák. Mientras realizaba esta tarea, Marcus vio una cuerda de un par de metros, tirada en un rincón de la sala. A saber cuántas veces el policía había estado tentado de usarla.

—Mi error fue devolver la licencia de armas —dijo Zini, sin añadir nada más, como si hubiera intuido los pensamientos de su invitado.

Luego se sentó en un escritorio en el que había un PC. Delante del teclado no había una pantalla normal, sino un sistema braille y unos altavoces.

—Lo que vas a oír no te gustará.

Marcus empezó a imaginar de qué podía tratarse.

—Pero antes quiero decirte que el chico, Federico Noni, ya ha sufrido bastante —Zini parecía apenado—. Hace años perdió el uso de las piernas, precisamente él, que era un atleta. Si te quedas ciego a mi edad, incluso puedes aceptarlo. Luego mataron brutalmente a su hermana, prácticamente delante de sus ojos. ¿Puedes aunque sólo sea imaginar algo parecido? Piensa en lo impotente que debió de sentirse. A saber el sentimiento de culpa que guarda por ello, aunque no hiciera nada malo.

—¿Qué tiene eso que ver con lo que vas a revelarme?

—Tiene que ver con que Federico tiene derecho a la justicia. Sea cual sea.

Pietro Zini calló, esperando que Marcus demostrara que lo había entendido.

—Puedes convivir con una invalidez. Pero no con una duda.

Era suficiente. El policía accionó el teclado. La tecnología era una ayuda para los invidentes. Zini podía llevar a cabo actividades normales como navegar por internet, chatear o enviar y recibir correo. Nadie en la red podría notar la diferencia. En el ciberespacio, la diversidad desaparece.

—Hace unos días me llegó un mail —anunció el policía—. Ahora dejaré que lo escuches…

En el ordenador de Zini había un programa que leía los correos por él. El hombre accionó los altavoces y se dejó caer en el respaldo de la silla, disponiéndose a esperar. La voz electrónica de un sintetizador anunció primero una dirección anónima de correo de Yahoo. El correo no tenía asunto. A continuación, la voz empezó a silabear el texto.

—Él-no-es-co-mo-tú… bus-ca-en-el-par-que-de-vi-lla-glo-ri.

Con una tecla, Zini puso fin a la escucha. Marcus estaba desconcertado: el artífice del enigmático mensaje no podía ser otro que el desconocido guía que lo había llevado hasta allí. ¿Por qué se había dirigido a un policía ciego?

—«Él no es como tú», ¿qué significa?

—Francamente, me preocupa más la segunda parte: «Busca en el parque de Villa Glori.»

Zini se levantó de su sitio, se le acercó y, cogiéndolo de un brazo, casi le suplicó:

—Yo no puedo ir. Ahora ya sabes lo que tienes que hacer. Ve a ver qué hay en ese parque.

14.12 h

En los meses transcurridos desde la muerte de David, la soledad había sido un preciado caparazón. No era un estado, era un lugar. El sitio donde poder seguir hablando con él sin sentirse una pobre loca por ello. Sandra se había encerrado herméticamente en aquella especie de burbuja invisible de tristeza, contra la que rebotaban las cosas que le caían encima. Nada ni nadie podía tocarla mientras estuviera allí. Paradójicamente, el dolor tenía el poder de protegerla.

Así fue hasta que unos disparos la rozaron aquella mañana en la capilla de San Raimundo de Peñafort.

Tuvo miedo de morir. Desde ese momento, la burbuja había desaparecido. Quería vivir. Y era el motivo por el que se sentía culpable con respecto a David. Durante cinco meses su existencia había permanecido suspendida. El tiempo pasaba, pero ella no se movía. Sin embargo, ahora se preguntaba hasta qué punto una esposa tenía que ser solidaria con su marido. ¿Era un error tener ganas de vivir cuando él estaba muerto? ¿Podía considerarse como una especie de traición? Se trataba de un pensamiento estúpido, lo sabía. Pero, por primera vez, se había alejado de David.

—Muy interesante.

La voz de Shalber tuvo el poder de romper el hechizo del silencio en el que se había refugiado con aquellos pensamientos. Se encontraban en la habitación del hotel de Sandra. El funcionario de la Interpol estaba sentado en la cama y tenía en las manos las fotos que se habían hecho con la Leica. Las había mirado y remirado varias veces.

—¿Son sólo cuatro? ¿No había más?

Sandra temió que hubiera intuido su pequeño engaño: había decidido no mostrarle aquella en la que salía el cura con la cicatriz en la sien. Shalber no dejaba de ser un policía, y ella sabía cómo razonaban los de su gremio. Nunca se concedían el beneficio de la duda.

Other books

The Lovely Shadow by Cory Hiles
Los culpables by Juan Villoro
Illusion by Dy Loveday
Rich Tapestry by Ashe Barker
Tarzán y el león de oro by Edgar Rice Burroughs