Se sintió atraída por él desde el primer momento. Seguramente era por eso por lo que le daba rabia. Reconocía el estereotipo. Primero los dos se odian, luego se enamoran irremediablemente. Se sentía superficial, como una quinceañera. Sólo faltaba que empezara a comparar a su nueva conquista con David. A pesar de que se trataba de una exageración, apartó aquella idea con fastidio y encontró fuerzas para levantarse. Recogió las braguitas y se las puso de prisa, antes de que Shalber saliera de la ducha y la sorprendiera todavía indefensa.
Se sentó en la cama, esperando a que el baño quedara libre para ir a esconderse bajo el chorro de agua caliente. Evidentemente, resultaría extraño pasar por delante de él con la ropa puesta. Podría interpretarlo como un tardío arrepentimiento. Sólo que Sandra no estaba arrepentida en absoluto. Habría querido llorar, pero sentía una inconsciente alegría.
Todavía amaba a David.
Pero precisamente en ese «todavía» estaba la diferencia. La palabra guardaba la insidia del tiempo. Hacía un rato que el adverbio se había entrometido en aquella frase sin que Sandra se diera cuenta, colocándose justo al principio. Consumando, de hecho, la separación. Anticipando de manera disimulada lo que iba a ocurrir. Todo cambia y se transforma; antes o después ese sentimiento también cambiaría. ¿Qué sentiría por David dentro de veinte o treinta años? Siempre que la vida le concediera todo ese tiempo. Tenía veintinueve años, por lo que estaba obligada a continuar su camino, a pesar de que él se hubiera detenido. Seguiría mirando atrás y su marido iría haciéndose cada vez más pequeño. Hasta que un día desaparecería detrás del horizonte. Habían estado juntos mucho tiempo. Pero no era suficiente comparado con el futuro que le esperaba.
Le daba miedo olvidarlo. Por eso se aferraba desesperadamente a los recuerdos.
Como en ese momento, mientras miraba su propio reflejo en el espejo junto al armario: ya no veía a una viuda, sino a una mujer joven capaz de ofrecer su energía y su ardor a un hombre. Y le venían a la cabeza las innumerables veces que había hecho el amor con David. Dos de ellas, en particular.
La que ocupaba el primer lugar absoluto, lo cual era previsible, también fue la menos romántica. Después de la tercera cita, en el coche, mientras regresaban a casa, donde les esperaba una cama cómoda y toda la intimidad que necesita un momento así. Aparcaron en el arcén de la carretera y se arrojaron literalmente al asiento de atrás. Sin separar los labios, sólo algún instante. Desvistiéndose el uno al otro, frenéticamente. No supieron resistirse a la urgencia de encontrarse, como si presagiaran que se separarían demasiado pronto.
Sin embargo, la segunda era menos obvia. No se trataba de la última vez. Es más, de aquella Sandra sólo conservaba un vago recuerdo. Le encontraba un sincronismo que, en vez de entristecerla, le hacía sonreír: cada vez que muere una persona querida, para quienes se quedan, las últimas veces se convierten en un instrumento de tortura. Podría haber dicho esto, podría haber hecho lo otro. Ella y David no tenían cuentas pendientes. Él sabía cómo lo quería, y viceversa. Sandra no tenía reproches. Pero sí un sentimiento de culpa. Y procedía precisamente de una vez que hicieron el amor en casa, unos meses antes de que mataran a su marido. En muchos aspectos, aquella noche no fue distinta de las demás. Tenían sus rituales de seducción basados en que él le dijera cosas bonitas durante toda la velada. Ella dejaba que fuera acercándose lentamente, negándole la recompensa hasta el final. A pesar de que lo hacían todos los días, no perdían aquella costumbre. No sólo se trataba de un juego para hacerlo más interesante, era una manera de renovar una promesa que nunca iban a dar por sentada.
Pero aquel día ocurrió algo. David acababa de regresar de un viaje de trabajo que había durado un par de meses. No podía imaginar lo que había sucedido en su ausencia, ni ella dejó entrever nada. Durante toda la noche, Sandra fingió sin mentir. Un compromiso que se obtiene simplemente repitiendo una rutina. Como si todo fuera normal. Incluida la costumbre de hacer el amor.
Nunca había hablado de ello con nadie. Es más, se prohibía pensar en ello. David no lo sabía y, si algún día se lo hubiera confesado, la habría dejado, estaba segura. Había una palabra que definía su culpa, pero nunca la había pronunciado.
—Pecado —dijo a su propio clon en el espejo.
Tal vez el penitenciario la perdonaría. Pero aquella ocurrencia no le sirvió para aliviar el sentimiento de disgusto que abrigaba contra sí misma.
Miró hacia la puerta cerrada del baño. «Y, ahora, ¿qué pasará?», se preguntó. Ella y Shalber habían hecho el amor, ¿o sólo había sido sexo? ¿Cómo tendrían que comportarse en adelante? No lo había pensado, y ahora le parecía demasiado tarde para discurrir nada. No quería que fuera él quien hablara primero. Pero lo cierto era que no quería renunciar a ello. Se sintió repentinamente incómoda. En caso de que él se comportara de una manera fría, no quería que la desilusión se leyera en su cara. Pero no sabía cómo evitarlo. Para distraerse de ese pensamiento, miró el reloj. Hacía veinte minutos que estaba despierta y Shalber todavía no había salido del baño. Seguía oyendo el agua de la ducha, pero entonces reparó en que era un sonido estático. No había ninguna variación, como ocurre cuando un cuerpo se mueve bajo el chorro. El ruido era constante, como si no hubiera ninguna resistencia.
Sandra se puso de pie de un salto y se precipitó hacia el baño. La manija cedió fácilmente y el presentimiento del instante anterior asumió una tremenda consistencia. Le invadió una vaharada de vapor. Intentó despejarlo con la mano y entrevió la cabina de la ducha: detrás del cristal opaco no había ninguna sombra. Se acercó a la puerta y la abrió.
El agua corría, pero debajo no había nadie.
Sólo había un motivo por el cual a Shalber podía habérsele ocurrido un truco como aquél. Sandra se volvió inmediatamente hacia el retrete. Se acercó, apartó la tapa de la cisterna y vio que la bolsa impermeable que había escondido todavía estaba allí. La cogió para comprobar el contenido. Pero en lugar de las pistas de David, había un billete de tren para Milán.
Se sentó en el suelo empapado de humedad, cogiéndose la cabeza con las manos. Ahora sí tenía ganas de llorar. Y también de gritar. Habría sido liberador, pero no lo hizo. No pensó en la noche que acababa de pasar, preguntándose si el afecto que había habido formaba parte o no del engaño. En vez de eso, su cabeza revivió la vez que hizo el amor con David aun sabiendo que estaba escondiéndole algo. Durante mucho tiempo había intentado borrar ese recuerdo. Ahora se empeñaba en volver a su conciencia y no podía acallarlo.
«Sí, soy una pecadora —admitió para contentarla—. Y la muerte de David ha sido mi castigo.»
Intentó ponerse en contacto con el móvil de Shalber, pero una voz grabada saltaba a cada intento, comunicándole que no era posible establecer la comunicación. Evidentemente no esperaba que fuera a dejar que lo encontrara. Y, de todos modos, no había tiempo para recriminaciones, ni para preguntarse si había cometido una equivocación. Tenía que volver a ponerse en marcha.
Había firmado un pacto con el cura de la cicatriz en la sien. Pero ahora la foto que le había sacado estaba en poder de Shalber, le sería más fácil identificarlo. Y su arresto para ella significaría el final. La pista para encontrar al asesino de su marido se había interrumpido bruscamente con la foto oscura, y el penitenciario era la última esperanza que le quedaba.
Debía avisarlo antes de que fuera demasiado tarde.
No tenía ni idea de cómo contactar con él y no podía esperar a que el penitenciario diera señales de vida, como había prometido. Tenía que pensar en algo.
Empezó a pasear por la casa, intentando rememorar los últimos acontecimientos. La rabia no la ayudaba, pero se esforzaba para mantenerla a raya. En ella se apostaban sentimientos contrapuestos hacia el funcionario de la Interpol. Pero no iba a dejarse dominar por la cólera.
Debía volver a meterse en el caso Figaro.
La noche anterior, en el museo de las almas del purgatorio, ofreció al cura una solución plausible del misterio. Él la escucho y luego se fue corriendo, diciendo que debía apresurarse antes de que fuera tarde. No le dio más explicaciones y ella no pudo insistir.
Le habría gustado saber si la situación había cambiado de alguna manera. La respuesta podía estar en la televisión. Se dirigió a la cocina y encendió el pequeño aparato que reposaba en el aparador. Después de peregrinar por varios canales dio con una edición resumida del telediario. La locutora comentaba que se había hallado el cadáver de una mujer joven todavía no identificada en Villa Glori. Después pasó a otro suceso de crónica negra y pronunció los nombres de Federico Noni y Pietro Zini. El homicidio-suicidio en el Trastevere era la noticia de cierre.
Sandra no podía creerlo. ¿Cuál había sido su papel en aquel dramático epílogo? ¿Podría haber contribuido, aunque fuera mínimamente, a esas muertes? Se contestó que no cuando oyó la crónica de los acontecimientos. Las horas no encajaban: mientras se producía la tragedia, ella estaba hablando con el penitenciario. Por lo cual él tampoco estaba presente cuando sucedió.
A pesar de ello, el caso Figaro podía considerarse cerrado y no le servía para ponerse en contacto con el penitenciario.
Era frustrante. No sabía por dónde empezar.
«Espera un momento —se dijo—. ¿Cómo supo Shalber que estaban ocupándose de Figaro?»
Recapituló todo lo que le había dicho el funcionario de la Interpol sobre el caso. Retrocediendo, encontró la información que buscaba: Shalber supo del interés de los penitenciarios colocando micrófonos. Interceptó la conversación en una villa a las afueras de Roma en la que la policía estaba haciendo un registro.
¿Qué villa? ¿Y por qué estaban allí? Fue a buscar el móvil que tenía en el bolso y marcó el número de la última llamada que había recibido el día anterior. De Michelis respondió al sexto pitido.
—¿Qué puedo hacer por ti, Vega?
—Inspector, necesito que me ayudes otra vez.
—Para eso estoy aquí —estaba de buen humor.
—¿Sabes si alguno de los nuestros ha registrado una villa en Roma en los últimos días? Debe de ser un lugar relacionado con un caso importante —Sandra lo deducía porque Shalber actuó sobre seguro cuando colocó los micrófonos.
—Pero ¿es que no lees los periódicos?
Estaba desconcertada.
—¿Qué debería saber?
—Hemos atrapado a un asesino en serie. A la gente le apasionan esas historias, deberías saberlo.
Seguramente era una de las noticias del resumen del telediario, pero ella se la había perdido.
—Ponme al día.
—No tengo mucho tiempo —se oían voces alrededor de De Michelis, entonces el inspector se alejó de allí para tener un poco de privacidad—. Te cuento: Jeremiah Smith, cuatro víctimas en seis años. Tuvo un infarto hace tres noches. Lo socorren y, al mismo tiempo, descubren que es un monstruo. Está en el hospital, más en el otro mundo que en éste. Caso cerrado.
Sandra se quedó ensimismada durante un instante.
—De acuerdo. Necesito un favor.
—¿Otro?
—Esta vez es grande.
De Michelis balbuceó algo incomprensible. Después dijo:
—Dispara…
—Una orden de servicio para que me permitan trabajar en este caso.
—Estás bromeando, supongo.
—¿Preferirías que me pusiera a investigar sin ninguna cobertura? Sabes que lo haría.
De Michelis se tomó un momento para reflexionar.
—Me explicarás todo esto un día u otro, ¿verdad? En otro caso, me sentiré como un imbécil por haberte hecho caso.
—Por supuesto.
—De acuerdo, te enviaré la orden de servicio por fax a la comisaría de Roma dentro de una hora. Tendré que inventarme un motivo aceptable, aunque imaginación no me falta.
—¿Tengo que darte las gracias?
De Michelis se rió.
—Está claro que no.
Colgó. Sandra se sentía de nuevo en el juego. Quiso olvidar lo que le había hecho Shalber y se conformó con desahogar su rabia en el billete de tren que le había dejado en lugar de los indicios: lo rompió en trozos muy pequeños y los diseminó por el suelo de la vivienda temporal. Dudaba de si Shalber volvería para ver su respuesta. Estaba convencida de que ya no se verían de nuevo. Y esa consideración le hizo un poco de daño. Evitó pensar en ello. Es más, se prometió que apartaría de su mente lo que había sucedido. Tenía otras cosas que hacer. Debía ir a comisaría a recoger la orden de servicio, después haría que le proporcionaran una copia de la documentación sobre Jeremiah Smith. Estudiaría los hechos guiada por una intuición: si el caso interesaba a los penitenciarios, todavía no estaba cerrado.
08.01 h
Marcus se encontraba sentado a una de las largas mesas del comedor de Cáritas. Las paredes lucían crucifijos colgados y pósteres con la palabra de Dios. Un penetrante aroma a sopa y sofrito se extendía por el refectorio. A esa hora de la mañana, los sin techo que habitualmente acudían allí ya se habían ido, y en las cocinas empezaban a preparar la comida del mediodía. Por lo general, para el desayuno, comenzaban a hacer cola desde las cinco. Hacia las siete ya estaban de nuevo en la calle, excepto cuando llovía o hacía frío, entonces algunos se quedaban un rato más. Marcus sabía que muchos de ellos, probablemente no la mayoría, ya no eran capaces de permanecer en un sitio cerrado y rechazaban el alojamiento, ya fuera en una comunidad o en un albergue, ni siquiera durante una noche. Eran, sobre todo, los que habían estado mucho tiempo en la cárcel o en una institución psiquiátrica. La pérdida temporal de libertad los había privado de orientación. Ahora ya no sabían de dónde venían ni dónde estaba su casa.
Don Michele Fuente los acogía con una sonrisa abierta, dispensando comida caliente y calor humano al mismo tiempo. Marcus lo observaba mientras daba indicaciones a sus colaboradores para que todo estuviera en orden para la nueva muchedumbre de desesperados que llegaría silenciosamente al cabo de pocas horas. En comparación con ese cura y la misión que se había fijado, se sentía un sacerdote incompleto. Muchas cosas se habían borrado de su memoria y también de su corazón.
Cuando hubo terminado, don Michele fue a sentarse frente a él.
—El padre Clemente me avisó de su visita. Se limitó a decirme que usted también es cura y que no debo preguntarle su nombre.