El último Catón (51 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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Fiel a su costumbre, el florentino se enzarzaba a continuación en una de sus largas conversaciones con alguno de los espíritus, en este caso el del papa Adriano V, calificado por la historia como un gran avaricioso. De repente, caí en la cuenta de que el poeta situaba un gran número de Santos Pontífices entre las almas del
Purgatorio
. ¿Habría igual proporción en el
Infierno
?, me pregunte. En cualquier caso, no cabía la menor duda de que la
Divina Comedia
no era, como se decía tradicionalmente, una obra que ensalzara a la Iglesia Católica; más bien, todo lo contrario.

Cuando volví a prestar atención, el capitán estaba leyendo los primeros tercetos del Canto XX, en los que Dante describe las dificultades que encuentran su maestro y él para caminar por aquella cornisa, pues el suelo está lleno de almas adheridas y llorosas:

Eché a andar y mi guía echó a andar por los
lugares libres, siguiendo la roca,
cual pegados de un muro a las almenas;

pues la gente que vierte gota a gota
por los ojos el mal que el mundo llena,
al borde se acercaba demasiado.

Nos saltamos completamente la parte del Canto en la que espíritus variados van cantando ejemplos de avaricia castigada: el del rey Midas, el del rico romano Craso, etc. De repente, un apocalíptico temblor sacude el suelo del quinto círculo. Dante se espanta pero Virgilio le tranquiliza: «Mientras vayas conmigo, no te asustes». El Canto XXI empezaba con la explicación de tan extraño suceso: un espíritu ha cumplido su castigo, ha sido purificado, y puede, por tanto, poner fin a su permanencia en el Purgatorio. Se trata, en esta feliz ocasión, del alma del poeta napolitano Estacio
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, quien, consumada su penitencia, se acaba de despegar del suelo. Estacio, que no sabe con quién está hablando, explica a los visitantes que se hizo poeta por su profunda admiración al gran Virgilio y esta confesión, naturalmente, provoca la risa de Dante. Estacio se ofende, sin entender que la hilaridad del florentino está motivada por el hecho de que tiene delante a quien tanto dice haber respetado. Disuelto el enredo, el de Nápoles cae de rodillas ante Virgilio y da comienzo una larga ristra de versos admirativos.

En este punto, nuestro avión empezó a descender tan bruscamente que se me taparon por completo los oídos. La joven Paola hizo acto de presencia para suplicarnos que nos abrochásemos los cinturones y para ofrecernos, por última vez antes de aterrizar, sus exquisitas golosinas. Acepté encantada un vaso del horrible zumo envasado que traía en la bandeja para evitar, bebiendo, que la presión me destrozara los tímpanos. Estaba tan agotada y dolorida que no veía la hora de descargar el peso de mi cuerpo en alguna superficie mullida. Pero, claro, ese lujo oriental no podía permitírmelo a punto de comenzar la quinta prueba del Purgatorio. Quizá los aspirantes a staurofílax estaban mucho más solos que nosotros y no contaban con tanta ayuda, pero disponían de todo el tiempo del mundo para culminar las pruebas y eso, desde mi punto de vista en aquel momento, resultaba de lo más envidiable.

Ni siquiera tuvimos que entrar en el aeropuerto de Estambul: un vehículo con una pequeña bandera vaticana sobre uno de los faros nos recogió al pie de la escalerilla del Westwind y, precedido por dos agentes motorizados de la policía turca, abandonó las inmensas pistas cruzando una puerta lateral en la verja de seguridad. Pasando la palma de la mano por la elegante piel de la tapicería del coche, Farag se admiró de lo mucho que habíamos subido de categoría desde Siracusa.

Yo había visitado Estambul por cuestiones de trabajo —la investigación por la que, en 1992, gané mi primer Premio Getty— unos diez años atrás. Recordaba una ciudad mucho más bonita y entrañable, de modo que la visión de aquellos horribles bloques de apartamentos, semejantes a colmenas de cemento, me sobrecogió. Algo terrible le había pasado a la que fuera capital del imperio turco durante más de quinientos años. Mientras el coche discurría por las calles aledañas al Cuerno de Oro en dirección al barrio del Fhanar en el que se encontraba el Patriarcado de Constantinopla, pude ver que, donde antes había casitas de madera con hermosas celosías pintadas de colores, ahora se arremolinaban grupos de rusos que vendían baratijas y jóvenes turcos que, en lugar del tradicional bigote otomano, lucían pobladas barbas islámicas mientras comían cucuruchos de garbanzos y pistachos. Advertí también con estupor que había aumentado el número de mujeres que usaban el
türban
, el velo negro tradicional sujeto con un alfiler bajo la barbilla.

Constantinopla, la Roma imperial que consiguió sobrevivir hasta el siglo
XV
, fue la capital más rica y próspera de la historia antigua. Desde el palacio de Blaquerna, situado a orillas del mar de Mármara, los emperadores bizantinos gobernaron un territorio que abarcó desde España hasta el Oriente Próximo, pasando por el norte de África y los Balcanes. Se dice que en Constantinopla podían escucharse todas las lenguas del orbe y recientes excavaciones habían demostrado que, en tiempos de Justiniano y Teodora, había más de ciento sesenta casas de baños dentro de las murallas. Sin embargo, mientras yo recorría sus calles aquel día, sólo podía ver una ciudad empobrecida y de aspecto atrasado.

Si el centro del mundo católico era la Ciudad del Vaticano, espléndida en su belleza, magnificencia y riquezas, el principal centro del mundo ortodoxo era aquel humilde Patriarcado Ecuménico de Constantinopla situado en un barrio pobre y extremadamente nacionalista de los suburbios de Estambul. Las cada vez más frecuentes agresiones integristas que sufría el Patriarcado, habían obligado a levantar a su alrededor una tapia protectora que a duras penas conseguía cumplir con su función. Nadie hubiera podido imaginar jamás que, después de mil quinientos años de gloria y poder, ese sería el final de tan importante trono cristiano.

Mientras los policías turcos detenían sus motos ante la puerta del Fhanar y se quedaban a la espera, el vehículo de la embajada atravesó el patio central y frenó al pie de la escalinata de uno de los humildes edificios que constituían el antiguo Patriarcado. Un pope de edad avanzada, que resultó ser el padre Kallistos, secretario del Patriarca, salió a recibirnos y nos acompañó hasta las dependencias de Bartolomeos I, donde, según nos dijo, varias personas nos estaban esperando desde primera hora de la mañana.

El despacho de Su Divinísima Santidad era una especie de sala de reuniones en la que la luz del sol entraba con toda su fuerza a través de los cristales de un par de grandes ventanas que daban a la iglesia patriarca1 de San Jorge. El águila imperial y la corona, símbolos del antiguo poder, podían verse por todas partes: en los dibujos de las alfombras y tapices que cubrían suelos y paredes, en las hermosas tallas de las mesas y las sillas, en los cuadros y objetos de arte que abarrotaban las superficies… Su Divinísima Santidad era un hombre de estatura considerable y de unos sesenta años que se escondía con timidez detrás de una larguísima barba del color de la nieve. Vestía como un simple pope —con el hábito y el gorrito negro de los Médicis italianos— y usaba unas enormes gafas para la presbicia que parecían haberle caído sobre la nariz por casualidad. Sin embargo, de su porte emanaba tal dignidad que sentí la impresión de hallarme frente a uno de aquellos emperadores bizantinos desaparecidos para siempre.

Junto al Patriarca se hallaba el Nuncio vaticano, Monseñor John Lawrence Lewis, vestido de
clergyman
, que se acercó inmediatamente hasta nosotros para saludarnos e iniciar las presentaciones. Monseñor Lewis guardaba un parecido asombroso con el marido de la reina Isabel de Inglaterra, el duque de Edimburgo: era igual de alto y delgado, igual de ceremonioso y, por encima de todo, igual de calvo y orejudo. Le estaba mirando fascinada, intentando reprimir la risa, cuando una voz femenina me arrancó de mi espejismo:

—Ottavia, querida, ¿no te acuerdas de mí?

La desconocida que se me había acercado mientras Monseñor Lewis nos presentaba al Patriarca era una de esas mujeres que, cruzada la frontera de la mediana edad, se vuelven escandalosamente llamativas por el uso desmedido del maquillaje y las joyas. Con el pelo color castaño claro cayéndole en cascada por encima de los hombros y un elegante y ligero traje de chaqueta azul con minifalda, aquella extraña se mantenía en equilibrio sobre sus finos tacones de aguja mirándome alegremente.

—No, lo siento —dije, segura de no haberla visto en mi vida—. ¿Te conozco?

—¡Ottavia, pero si soy Doria!

—¿Doria…? —musité, confundida. Un vago recuerdo, una nube con la forma de las caras de las hermanas Sciarra, de Catania, empezó a emerger desde el fondo de mi mente—. ¿Doria Sciarra…? ¿La hermana de Concetta…?

—¡Ottavia! —exclamó contenta viendo que la reconocía y lanzándose contra mí para estrecharme fuertemente entre sus brazos (aunque llevando cuidado de no estropearse el maquillaje)—. ¿No es fantástico, Ottavia? ¡Después de tantos años! ¿Cuántos…? ¿Diez, quince…?

—Veinte —dije con desprecio.

¡Y qué cortos me parecían en esos momentos! Si había alguien en el mundo a quien no soportara esa persona era Doria Sciarra, aquella pequeña vanidosa que se empeñaba en sembrar cizaña por donde pasaba y que hacía daño a los demás sin concederle la menor importancia. Tampoco yo era plato de su gusto, así que no entendía a qué venían tantas tonterías y tantos aspavientos. Noté cómo se me nublaba el humor para el resto del día.

—¡Oh, sí! —dijo ella, soñadora. Era tan artificial y estirada como una muñeca Barbie—. ¿No es maravilloso? ¡Quién nos lo iba a decir a nosotras!, ¿verdad? —emitió unas carcajadas juveniles y cantarinas—. ¡Qué vueltas da la vida!

¡Desde luego!, pensé mirándola: aquella chica gorda y morena como un tizón, ahora exhibía un cuerpo anoréxico y un dorado pelo leonino. «Tenemos algunos problemas con los Sciarra de Catania», dijo el recuerdo de la voz de mi cuñado dentro de mi cabeza, y mi hermana Giacoma añadió: «Están invadiendo nuestros mercados y haciéndonos la guerra sucia».

—¡Cuánto siento lo de tu padre y tu hermano, Ottavia! Me lo dijo Concetta hace unas semanas. ¿Cómo está tu madre?

Estuve a punto de contestarle de malos modos, sin embargo me contuve.

—Ya te lo puedes imaginar…

—Es terrible, desde luego. No sabes lo mal que lo pasé cuando murió mi padre hace dos años. Fue espantoso.

—¿Qué haces tú aquí, Doria? —la corté, y debí utilizar un tono de voz bastante seco porque me miró sorprendida. Era la reina de la hipocresía.

—Monseñor Lewis me ha pedido que os ayude. Soy una de las agregadas culturales de la embajada de Italia en Turquía. He venido con Monseñor desde Ankara para echaros una mano.

¡Lo que me faltaba! Doria era «el experto en arquitectura bizantina» que nos había ofrecido el Nuncio y, sin lugar a dudas, estaba al tanto de nuestra misión. Genial.

—Las viejas amigas se han reencontrado, ¿eh? —dijo precisamente Monseñor, apareciendo de repente junto a nosotras—. Es una gran suerte poder contar con su amiga Doria para este trabajo, hermana Salina. ¡Hasta los propios turcos le piden consejo!

—No tanto como deberían, Monseñor —dijo Doria con una meliflua voz de reproche—. La arquitectura bizantina es más un engorro para ellos que una maravilla digna de conservar.

Monseñor Lewis hizo oídos sordos a las incómodas palabras de Doria y, cogiéndome por el brazo, me arrastró hacia Su Divinísima Santidad Bartolomeos I, quien, viéndome llegar, me alargó la mano con el anillo pastoral para que lo besara. Hice una leve genuflexión y acerqué los labios a la joya, preguntándome cuánto tiempo tendría que soportar la presencia entre nosotros de mi
vieja amiga
. Pero aún fue mucho peor cuando, después de saludar al Patriarca, me giré para buscar con la mirada a mis compañeros y me topé con la imagen de Doria hablando en voz baja con Farag y comiéndoselo con los ojos. El muy tonto parecía no darse cuenta de la actitud carnívora de aquella arpía y respondía sonriente a sus insinuaciones. Un veneno agrio y amarillo como la bilis me llenó el estómago y el corazón.

A continuación, sentados en torno a una gran mesa rectangular en cuyo centro aparecía, taraceado, el escudo del Patriarca (una cruz griega dorada envuelta por un círculo púrpura), celebramos una reunión de trabajo que se prolongó hasta más allá de la hora de la comida. Su Santidad Bartolomeos, con un tono pausado que iba marcando inconscientemente con la mano derecha, empezó explicándonos que la Iglesia de los Santos Apóstoles fue erigida por el emperador Constantino en el siglo
IV
con la idea de convertirla en mausoleo familiar. El emperador murió en Nicomedia en el 337 y su cuerpo fue trasladado a Constantinopla años después e inhumado en el
Apostoleíon
. Su hijo y sucesor, Constancio, llevó también a la iglesia las reliquias de san Lucas Evangelista, san Andrés Apóstol y san Timoteo. Doria le quitó la palabra al Patriarca para decir que, dos siglos después, durante el reinado de Justiniano y Teodora, el templo fue completamente reconstruido por los famosos arquitectos Isidoro de Mileto y Antemio de Talles. Como, tras su erudita intervención, no tenía nada más que añadir, el Patriarca continuó explicándonos que, hasta el siglo
XI
, muchos emperadores, patriarcas y obispos fueron enterrados allí y que los fieles acudían para venerar los importantes restos de los mártires, los santos y los padres de la Iglesia que poseía el templo. Tras la destrucción del
Apostoleíon
, esas reliquias peregrinaron de un sitio a otro durante siglos hasta que terminaron en la cercana Iglesia patriarcal.

—Excepto, claro está —vocalizó despaciosamente Su Santidad—, las que fueron robadas por los cruzados latinos en el siglo
XIII
: relicarios y vasos de oro y plata con piedras preciosas, iconos, cruces imperiales, paramentos bordados con joyas, etcétera. La mayoría de ellos se encuentran hoy en Roma y en la Iglesia de San Marcos de Venecia. El historiador Nicetas Chroniates afirma que los latinos profanaron también las tumbas de los emperadores.

—Por supuesto —añadió Doria, con cara de haber sido personalmente ofendida—, después de semejantes desmanes y de un terremoto ocurrido en 1328, el
Apostoleíon
tuvo que ser reconstruido de nuevo. A finales del siglo
XIII
el emperador Andrónico II Paleólogo ordenó su restauración, pero nunca volvió a ser lo que era. Expoliado de sus reliquias y objetos de valor, fue abandonado y olvidado hasta la Caída de Constantinopla a mediados del siglo
XV
. En 1461, Mehmet II ordenó su demolición y levantó en el mismo lugar su propio mausoleo, la llamada Mezquita del Conquistador o Fatih Camii.

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