Al terminar el día, reuníamos una abultada e interesantísima documentación sobre el curioso monasterio ortodoxo, pero seguíamos sin aclarar qué tipo de relación podía existir entre las escarificaciones de nuestro etíope de treinta y tantos años y el muro sudoeste de Santa Catalina, levantado en pleno siglo
VI
.
Mi mente, acostumbrada a sintetizar con rapidez y a extraer los datos relevantes de cualquier maraña de informaciones, ya había elaborado una compleja teoría con los elementos repetitivos de aquella historia. Sin embargo, como se suponía que yo desconocía una buena parte de ella, no podía compartir mis ideas con el capitán Glauser-Röist, aunque me hubiera gustado saber si también él había llegado a similares conclusiones. Ardía en deseos de apabullarle con mis deducciones y demostrarle quién era allí la más lista y la más inteligente. En mi próxima confesión, el padre Pintonello iba a tener que imponerme una durísima penitencia para expiar el orgullo.
—¡Muy bien, esto se ha terminado! —dejó escapar Glauser-Röist a última hora de la tarde, dando carpetazo al grueso volumen de arquitectura que tenía entre las manos.
—¿Qué es lo que se ha terminado? —quise saber.
—Nuestro trabajo, doctora —declaró—. Se acabó.
—¿Se acabó? —farfullé con los ojos abiertos como platos por la sorpresa. Claro que sabía que, antes o después, mi papel en aquella historia iba a terminar, pero ni por un momento se me había pasado por la cabeza que, en un punto tan interesante de la investigación, yo fuera a quedar eliminada del juego de un plumazo.
Glauser-Röist me miró largamente con la escasa simpatía y comprensión que su pétrea naturaleza le permitía, como si entre nosotros dos se hubieran creado, a lo largo de aquellos veinte días, misteriosos lazos de confianza y camaradería de los que yo ni me había enterado.
—Hemos completado el trabajo que le encargaron, doctora. Ya no hay nada más que usted pueda hacer.
Estaba tan desconcertada que no podía hablar. Sentía un nudo en la garganta que se iba cerrando poco a poco, hasta dejarme sin aliento. Glauser-Röist me observaba detenidamente. Sabía que me estaba viendo palidecer hasta la exageración y dentro de un instante creería que iba a desmayarme.
—Doctora Salina… —murmuró azorado el suizo—, ¿se encuentra usted bien?
Me encontraba perfectamente. Lo que pasaba era que mi cerebro estaba funcionando a toda máquina y el resto de la energía y la sangre de mi paralizado organismo se concentraba en la masa gris, que se preparaba así para lanzarse a la conquista del objetivo.
—¿Cómo que ya no hay nada más que yo pueda hacer?
—Lo siento, doctora —musitó—. Usted recibió un encargo que ya hemos cumplido.
Levanté los párpados y le miré con resolución:
—¿Por qué me dejan fuera, capitán?
—Ya se lo dijo Monseñor Tournier antes de comenzar, doctora… ¿No lo recuerda? Sus conocimientos paleográficos resultaban imprescindibles para interpretar los símbolos del cuerpo del etíope, pero esto sólo era una pequeña parte de la investigación que está en marcha y que va más allá de lo que usted pueda sospechar. No puedo contarle nada, doctora, pero, lamentándolo mucho, debe retirarse y volver a sus trabajos habituales, intentando olvidar lo que ha pasado en estos últimos veinte días.
Bien. Me lo iba a jugar a todo o nada. Era arriesgado, desde luego, pero cuando una se enfrenta a una estructura jerárquica tan poderosa e inalterable como la Iglesia Católica, o se salva o termina en el circo con los leones.
—¿Se da usted cuenta, capitán —vocalicé claramente para que no perdiera detalle de lo que le estaba diciendo—, que Abi-Ruj Iyasus, nuestro etíope, no puede ser más que una pieza pequeña dentro de un gran engranaje que, por alguna razón, se ha puesto en marcha y ha comenzado a robar sagradas reliquias de la Vera Cruz? ¿Se da usted cuenta, capitán —¡Dios mío, cómo me empujaba la desesperación para enfatizar mis palabras de aquella manera! Parecía un viejo actor de teatro griego dirigiéndome a los dioses—, que detrás de todo esto sólo puede existir una secta religiosa que se considera a sí misma descendiente de tradiciones que se remontan a los orígenes del Imperio Romano de Oriente, Bizancio, y al emperador Constantino, cuya madre, santa Helena, además de ordenar erigir la basílica de Santa Catalina del Sinaí, descubrió la Verdadera Cruz de Cristo en el año 326?
Los ojos grises de Glauser-Röist y su cara descolorida, enmarcada por los reflejos rubios y metálicos de la cabeza y las mandíbulas, parecían más que nunca los de una de esas feroces cabezas de Hércules, de mármol blanco, que se exhiben en los Museos Capitolinos del Palazzo Nuovo de Roma. Pero no le di respiro.
—¿Se da usted cuenta, capitán, de que en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus hemos encontrado siete letras griegas,
ΣΤΑΥΡΟΣ
, que significan «Cruz», siete
cruces
de siete diferentes diseños que reproducen las del muro sudoeste de Santa Catalina del Sinaí y que cada una de estas cruces está rematada por una coronita radiada de siete puntas…? ¿Se da cuenta de que Abi-Ruj Iyasus estaba en posesión de importantes reliquias de la Vera Cruz en el momento de morir?
—¡Basta ya!
Si su mirada hubiera podido matarme, me habría fulminado en aquel mismo instante. Las chispas que saltaban del acero y el plomo de sus ojos salían despedidas hacia mí como dardos incandescentes.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —bramó, poniéndose en pie y acercándose amenazadoramente hacia donde yo me encontraba. Consiguió intimidarme, en serio, aunque no me arredré; yo era una Salina.
No había sido especialmente complicado relacionar los extraños pedazos de madera encontrados por los bomberos a los pies del cadáver de Iyasus con esas «reliquias muy santas y valiosas» mencionadas por los periódicos etíopes. ¿Qué reliquias de madera podrían movilizar al Vaticano y al resto de Iglesias cristianas? Era evidente. Y las escarificaciones de Iyasus lo confirmaban. Según una leyenda generalmente admitida por los estudiosos eclesiásticos, santa Helena, madre de Constantino, descubrió la Verdadera Cruz de Cristo en el año 326, durante un viaje a Jerusalén realizado con objeto de encontrar el Santo Sepulcro. Según la conocida
Leyenda dorada
de Santiago de la Vorágine
[3]
, en cuanto Helena, que entonces tenía ochenta años, llego a Jerusalén, sometió a tortura a los judíos más sabios del país para que confesaran cuanto supieran del lugar en el que Cristo había sido crucificado —¿qué importaba que hubieran transcurrido más de tres siglos y que la muerte de Jesús hubiera pasado totalmente desapercibida en su momento?—. Obviamente, consiguió arrancarles la información y, así, la llevaron hasta el supuesto Gólgota, el monte de la Calavera —en realidad, todavía no localizado de manera fehaciente por los arqueólogos—, donde el emperador Adriano, unos doscientos años antes, había mandado erigir un templo dedicado a Venus. Santa Helena ordenó derribar el templo y excavar en aquel lugar, encontrando tres cruces: la de Jesús, por supuesto, y las de los dos ladrones. Para averiguar cuál de las tres era la del Salvador, santa Helena ordenó que un hombre muerto fuera llevado al lugar y, en cuanto lo pusieron sobre la Vera Cruz, el hombre resucitó. Después de este feliz acontecimiento, la emperatriz y su hijo hicieron construir en el lugar del hallazgo una fastuosa basílica, la llamada basílica del Santo Sepulcro, en la que guardaron la reliquia. De ella, con el devenir de los siglos, salieron numerosos fragmentos que se repartieron por todo el mundo.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —tronó, de nuevo, el capitán, muy encolerizado, situándose a pocos centímetros de mi.
—¿Acaso Monseñor Tournier y usted han pensado que soy tonta? —protesté con energía—. ¿Creían que negándome la información o manteniéndome al margen iban a poder utilizar sólo la parte de mí que les interesaba? ¡Venga ya, capitán! ¡He ganado dos veces el Premio Getty de investigación paleográfica!
El suizo permaneció inmóvil durante unos segundos interminables, observándome fijamente. Pude adivinar que pasaron muchas cosas por su cabeza durante aquel momento: rabia, impotencia, cólera, instintos asesinos… y, por fin, un rayo de prudencia.
Luego, de repente, en el más absoluto silencio empezó a recoger las fotografías de Abi-Ruj, a arrancar de la puerta las hojas que formaban la silueta del etíope, a guardar en su cartera de piel los papeles de notas, los bosquejos, los cuadernos y las imágenes. Por fin, apagó el ordenador y, sin despedirse, sin decir ni una sola palabra, sin ni siquiera volverse a mirarme, salió de mi laboratorio y cerró con un portazo que hizo temblar las paredes.
En aquel mismo momento supe que había cavado mi propia tumba.
¿Cómo explicar lo que sentí cuando, al pasan a la mañana siguiente, mi tarjeta identificativa por el lector electrónico, una luz roja comenzó a parpadear en la pequeña pantalla del panel y una sirena, como de coche de bomberos, hizo que todos los que se encontraban en el recibidor del Archivo Secreto se volvieran a mirarme como si fuera una delincuente…? No, no se puede explicar. Es la sensación más humillante que he vivido nunca. Dos integrantes del cuerpo de seguridad, vestidos de paisano, con gafas negras y auriculares de esos que llevan un cordoncillo como de cable de teléfono, se plantaron delante de mí antes de que me diera tiempo a suplicar a Dios que la tierra me tragara y, con muy buenas maneras, me rogaron que les acompañara. Apreté los párpados con tanta fuerza que me hice daño; no, aquello no podía estar pasando, seguro que era una terrible pesadilla y que me despertaría en cualquier momento. Pero la voz amable de uno de aquellos hombres me devolvió a la realidad: debía ir con ellos hasta el despacho del Prefecto, el Reverendo Padre Ramondino.
Estuve a punto de decirles que no hacía falta, que me dejaran marchar, que ya sabía lo que iba a decirme el Reverendo Padre. Pero me callé y les acompañé dócilmente, más muerta que viva, sabiendo que mis años de trabajo en el Vaticano habían llegado a su fin.
No tiene mucho sentido recordar morbosamente lo que ocurrió en el despacho del Prefecto. Mantuvimos una conversación muy correcta y amable en la que fui oficialmente informada de que mi contrato quedaba rescindido (se me pagaría, por supuesto, hasta la última lira de lo que marca la ley para estos casos) y de que mi compromiso de silencio sobre todo lo relativo al Archivo y la Biblioteca permanecería en pie hasta el último día de mi vida. También me dijo que había quedado muy satisfecho con mis servicios y que esperaba, de todo corazón, que encontrara otra ocupación acorde con mis muchas capacidades y conocimientos, y, por último, aplastando una mano fuertemente contra la mesa, me comunicó que sería duramente sancionada e, incluso, excomulgada, si alguna vez se me ocurría hacer el menor comentario sobre el asunto del etíope.
Con un fuerte apretón de manos, me despidió en la puerta de su despacho, donde el doctor William Baker, el Secretario del Archivo, me esperaba pacientemente con una caja de mediano tamaño en los brazos.
—Sus cosas, doctora —declaró con gesto despectivo.
Creo que fue entonces cuando comprendí que me había convertido en una paria, en alguien a quien ya no querían volver a ver en el Vaticano. Me habían condenado al ostracismo y debía abandonar la Ciudad.
—¿Me entrega su acreditación y su llave, por favor? —concluyó Baker, pasándome la caja que contenía mis escasas posesiones personales. El cartón estaba perfectamente sellado con cinta adhesiva ancha. Me pregunté si habrían metido la mano roja del cumpleaños de Isabella.
Pero esto no fue todo; ni todo ni lo peor. Dos días después, la directora general de mi Orden reclamó mi presencia en la casa central. Por supuesto, no me recibió ella —cargada siempre con mil responsabilidades—, sino la subdirectora, la hermana Giulia Sarolli, quien puso en mi conocimiento que debía abandonar el apartamento —y la comunidad— de la Piazza delle Vaschette, puesto que iba a ser destinada, con carácter urgente, a nuestra casa de la provincia de Connaught, en Irlanda, donde debería hacerme cargo de los archivos y bibliotecas de varios antiguos monasterios de la zona. Allí encontraría, añadió la hermana Sarolli, la paz espiritual que tanto estaba necesitando. Debía presentarme en Connaught la próxima semana, entre el lunes, día 27 de marzo, y el viernes, día 31. ¿Para cuándo quería los billetes? A lo mejor deseaba pasar antes por Sicilia, para despedirme de mi familia… Denegué el ofrecimiento con un movimiento de cabeza; estaba tan desmoralizada que no me sentía capaz de hablar. No tenía ni idea de cómo se lo diría a mi madre. Sentía una pena inmensa por ella, que tan orgullosa estaba de su hija Ottavia. Le iba a doler mucho y me sentía culpable por ese dolor. ¿Y qué diría Pierantonio? ¿Y Giacoma? Lo único bueno que podía encontrar de aquel destierro era que tendría a mi hermana Lucia más cerca de mí —en Londres—, y que ella me ayudaría a superar el bache, a sobrellevar el fracaso. Porque eso es lo que era, lo mirara desde donde lo mirara: un fracaso, y yo, una fracasada. Había fallado a mi familia. No es que fueran a quererme menos por pasar de trabajar en el Vaticano a trabajar en un lugar remoto y perdido de Irlanda, pero sabía que todos mis hermanos, y especialmente mi madre, ya no me verían de la misma manera. ¡Pobre mamá, ella que tanto presumía de Pierantonio y de mí! Ahora tendría que olvidarse de Ottavia y hablar sólo de Pierantonio.
Esa noche, como era viernes de Cuaresma, Ferma, Margherita, Valeria y yo, fuimos a la basílica de San Juan de Letrán para rezar el Via Crucis y participar en la celebración penitencial. Entre aquellos muros cargados de historia me sentí menguar, empequeñecer, le dije a Dios que aceptaba aquel castigo por mi grandísimo pecado de soberbia. Lo tenía bien merecido: me había sentido investida con un poder superior por haber obtenido hábilmente algo que me había sido denegado e, investida con dicho poder había logrado mi objetivo. Ahora, doblegada y vencida, pedía perdón humildemente, me arrepentía de lo que había hecho a sabiendas de que era un arrepentimiento tardío y de que ya no podía cambiar mi castigo. Sentí temor de Dios, y acepté aquel Via Crucis como una prueba más de la misericordia divina, que me permitía compartir con Jesucristo el dolor y el sufrimiento del Calvario.
Por si algo me faltaba, aquella madrugada, como haciéndose eco del dolor que me roía por dentro, el Etna, el volcán al que los sicilianos, por ser nuestro y por conocerlo bien, miramos siempre con ansiedad y temor, protagonizó una espectacular erupción: un mar de lava descendió por sus laderas hasta el amanecer, mientras su boca escupía fuego y cenizas a 3.200 metros de altura. Palermo, por fortuna, está bastante lejos del volcán, pero eso no libra a la ciudad de sufrir las consecuencias: seísmos, cortes de luz, de agua, de carreteras… Llamé a casa, preocupadísima, y encontré a todos despiertos y pendientes de los boletines informativos de las emisoras de radio y televisión local. Felizmente, me tranquilizaron, nadie había corrido peligro y la situación estaba controlada. Debí decirles en ese momento que abandonaba Roma y el Vaticano para marcharme a Irlanda, pero no me atreví; hasta ese punto temía su decepción y sus comentarios. Cuando estuviera en Connaught, instalada, ya se me ocurriría alguna idea para convencerles de que el cambio era francamente positivo y que estaba encantada con mi nuevo destino.