El último judío

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El último judío
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La trama de esta novela toma como punto de partida la expulsión de los judíos en la España del siglo XV y como protagonista al joven Yonah Toledano. Cuando Yonah es separado de los únicos miembros de su familia que quedan con vida, se ve forzado a abandonar su hogar natal en búsqueda de un nuevo lugar en el que poder establecerse sin tener que renunciar a sus creencias. Así, inicia un largo periodo durante el cual deberá recurrir a su ingenio para poder salvaguardar su secreto. Los cambios continuos de identidad y oficio irán forjando su personalidad, y las dificultades no harán sino reafirmar sus orígenes. Desde sus días de pobreza y soledad hasta sus últimos años como reputado médico, seguimos la vida de un personaje extraordinario y de un no menos interesante periodo histórico, en el que las traiciones e intrigas estaban a la orden del día.

Noah Gordon

El último judío

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30.05.12

El último judío

Noah Gordon

Traducción de Mª Antonia Menini

Título original: The Last Jew

1ª edición: septiembre 1999

Ediciones B S.A., 1999

Con amor:

para Caleb, Emma y la abuela.

PRIMERA PARTE

EL PRIMER HIJO

Toledo, Castilla

23 de agosto de 1489

CAPÍTULO 1

El hijo del platero

Los malos tiempos empezaron para Bernardo Espina un día en que el aire era tan pesado como el hierro y los arrogantes rayos del sol caían como una maldición. Aquella mañana su habitualmente abarrotado dispensario estaba casi vacío cuando una mujer embarazada rompió aguas, por cuyo motivo él rogó a los dos pacientes que quedaban que tuvieran la bondad de retirarse. La mujer ni siquiera era paciente suya, sino que había acompañado a su anciano padre a ver al médico a causa de una tos persistente. La criatura era su quinto vástago y vino al mundo sin demora. Espina recibió en sus manos el resbaladizo y rosado varón y, cuando le dio unas palmadas en las menudas nalgas, el delicado llanto del pequeño y vigoroso peón fue acogido con vítores y risas por parte de los que aguardaban fuera.

El alumbramiento elevó el ánimo de Espina en una falsa promesa de día afortunado. Aquella tarde no tenía nada que hacer y estaba pensando en llenar un cesto con dulces y una botella de vino tinto e irse con su familia a la orilla del río, donde los niños podrían chapotear en el agua y él y Estrella se sentarían a la sombra de un árbol, donde beberían vino mientras tomaban un bocado y conversaban tranquilamente.

Estaba terminando de atender a su último paciente cuando un hombre envuelto en las pardas vestiduras propias de un novicio entró a lomos de un asno que parecía a punto de derrumbarse por el excesivo esfuerzo que le habían obligado a hacer en un día tan caluroso como aquél.

Sin apenas poder contener su nerviosismo, el hombre dijo entre tartamudeos que el padre Sebastián Álvarez, del priorato de la Asunción requería la presencia del señor médico.

—El prior desea que acudáis allí de inmediato.

El médico comprendió que el hombre sabía que él era un converso. Sus palabras estaban envueltas en la deferencia debida a su profesión, pero el tono era insolente, casi rayano —aunque no del todo— en el que hubiera utilizado para dirigirse a un judío cualquiera.

Espina asintió con un gesto y se encargó de que dieran agua al asno en pequeñas cantidades y ofrecieran al hombre comida y bebida. Por su parte, alivió la vejiga como medida de precaución, se lavó el rostro y las manos y comió un mendrugo. El novicio aún estaba dando cuenta de su refrigerio cuando Espina salió a caballo para acudir a la llamada.

Su conversión se había producido once años atrás. Desde entonces, había sido un fervoroso practicante de su nueva religión, celebraba las festividades de todos los santos, asistía a misa a diario en compañía de su mujer, y siempre estaba dispuesto a servir a la Iglesia. En ese momento se había puesto en camino sin dilación para responder a la llamada del clérigo, pero lo hacía a un ritmo lo bastante pausado como para no fatigar a su montura bajo aquel sol de justicia.

Llegó al priorato a tiempo para oír el líquido sonido de las campanas llamando a los fieles al rezo del ángelus de la Encarnación y ver a cuatro sudorosos hermanos legos llevando el cesto de pan duro y la caldera de la sopa boba que constituiría la única comida del día para los indigentes congregados a la puerta del priorato.

Encontró al padre Sebastián paseando por el claustro, enfrascado en una conversación con fray Julio Pérez, el sacristán de la capilla. La seriedad de sus rostros fue captada de inmediato por Espina.

«
Sorprendido
» fue el adjetivo que acudió a la mente del médico Bernardo Espina al ver que el prior despedía al sacristán y a él lo saludaba sombríamente en nombre de Cristo.

—Se ha encontrado el cadáver de un joven entre nuestros olivos.

—¿Hay alguna evidencia de que sufriera alguna enfermedad, reverendo padre?

—El joven ha sido asesinado —contestó el sacerdote.

Era un hombre de mediana edad y expresión crónicamente inquieta, como si temiera que Dios no estuviera satisfecho de su obra. Siempre había sido honrado en sus relaciones con los conversos.

Espina asintió lentamente con la cabeza, pero en su mente ya sonaba una señal de alarma. En un mundo tan violento como aquél, era lamentablemente frecuente encontrar algún muerto; pero, cuando la vida ya se ha ido, no hay ninguna razón para llamar al médico.

—Venid.

El padre prior lo acompañó a la celda de un fraile en la que habían depositado el cadáver. El calor ya había atraído a las moscas y favorecido la aparición del hedor dulzón característico de la mortalidad humana. Con un estremecimiento, Bernardo Espina reconoció el rostro y se santiguó sin saber si su reacción había sido por el joven judío asesinado, por sí mismo, o si se había debido a la presencia del clérigo.

—Quisiéramos saberlo todo de esta muerte. —El sacerdote lo miró fijamente—. Al menos, cuanto sea posible —concretó el padre Sebastián mientras Bernardo asentía con la cabeza, todavía perplejo.

Algunas cosas ambos las sabían ya desde un principio.

—Es Meir, hijo de Helkias Toledano —dijo Bernardo.

El sacerdote asintió.

El padre del muchacho asesinado era uno de los mejores plateros de toda Castilla.

—El mozo tenía apenas quince años, si la memoria no me engaña —dijo Espina. En cualquier caso, su vida acababa de rebasar la infancia. Trató de respirar superficialmente para no percibir los malolientes efluvios, pero de nada le sirvió. Bajo la manta que cubría su modestia, el joven y vigoroso cuerpo sólo estaba cubierto por una camisa—. ¿Así lo hallaron?

—Sí. Lo encontró fray Angelo que estaba recogiendo aceitunas en la frialdad del alba, después de maitines.

—¿Me permitís que lo examine, padre prior? —preguntó Espina.

El prior hizo un impaciente gesto con la mano.

El inocente rostro del muchacho no presentaba ninguna señal de violencia. Se veían unas moradas magulladuras en los brazos y el pecho, unas manchas en los músculos del muslo, tres puñaladas superficiales en la espalda y un corte en el lado izquierdo, por encima de la tercera costilla. El ano estaba desgarrado y había restos de esperma en las nalgas y unas brillantes gotas de sangre sobre la garganta cortada.

Bernardo conocía a su familia, unos devotos y obstinados judíos que aborrecían a los que, como él, habían decidido abandonar la religión de sus padres.

Una vez finalizado el examen, el padre Sebastián le pidió al médico que lo acompañara al
sacellum
, donde ambos cayeron de hinojos sobre las duras baldosas del suelo delante del altar para rezar el padrenuestro. De un armario situado detrás del altar el padre Sebastián sacó un pequeño estuche de madera de sándalo. Lo abrió y tomó un cuadrado de seda escarlata intensamente perfumado. Cuando lo desdobló, Bernardo Espina vio un seco y descolorido fragmento de menos de media cuarta de longitud.

—¿Sabéis lo que es eso?

El clérigo pareció ofrecerle el objeto a regañadientes. Espina se acercó a la trémula luz de las lámparas votivas.

—Un fragmento de hueso humano, padre prior.

—Sí, hijo mío.

Bernardo se encontraba en un angosto e inseguro puente, tambaleándose al borde de un traicionero abismo de conocimientos adquiridos en el transcurso de largas y secretas horas junto a la mesa de disección. La Iglesia prohibía la disección y la consideraba un pecado, pero Espina era todavía judío cuando trabajaba como auxiliar de Samuel Provo, un renombrado médico judío que practicaba constantemente la disección en secreto. Miró directamente a los ojos del prior.

—Un fragmento de fémur, el hueso más largo del cuerpo. Este fragmento corresponde a la parte cercana a la rodilla. —Estudió el trabado hueso, tomando nota de su masa, de la escuadración, de sus características y de las fosas—. Pertenece a la pierna derecha de una mujer.

—¿Podéis establecer todo eso por medio de un simple examen?

—Sí.

La luz de las velas confería un color amarillento a los ojos del prior.

—Es el eslabón más sagrado que nos une al Salvador. Una reliquia.

Bernardo Espina contempló el hueso con interés. Nunca hubiera imaginado poder estar algún día tan cerca de una sagrada reliquia.

—¿Es el hueso de una mártir?

—Es el hueso de santa Ana —contestó el prior en voz baja.

Espina tardó un momento en comprenderlo. ¿La madre de la Virgen María?

No es posible, pensó, pero inmediatamente se horrorizó al darse cuenta de que había expresado su pensamiento en voz alta.

—Sí, lo es, hijo mío. Certificado por aquellos que tratan de estos asuntos en Roma y enviado a nosotros por Su Eminencia el cardenal Rodrigo Lancol.

La mano de Espina que sostenía el hueso tembló de una forma un tanto extraña en alguien que durante muchos años había sido un buen cirujano. El médico devolvió el hueso al clérigo con reverencia y volvió a arrodillarse. Santiguándose rápidamente, se unió al padre Sebastián en una nueva plegaria.

Cuando más tarde volvió a salir a la calurosa luz del día, Espina reparó en la presencia de unos hombres armados que no parecían frailes en el recinto del priorato.

—¿Anoche no visteis al mozo cuando todavía estaba vivo, padre prior?

—No lo vi —contestó el padre Sebastián, y acto seguido procedió a explicarle por qué razón lo había mandado llamar—. Este priorato había encargado al platero Helkias un relicario de plata y oro repujados. Tenía que ser un singular relicario en forma de ciborio para albergar nuestra sagrada reliquia durante los años que tardaremos en costear y construir un templo apropiado en honor de santa Ana.

Los dibujos del artesano eran soberbios y permitían adivinar que la obra terminada sería digna de cumplir tan alta función.

—El mozo hubiera tenido que entregarnos el relicario anoche.

—Cuando se encontró el cuerpo, a su lado había una bolsa de cuero vacía.

—Puede que los que mataran al chico fueran judíos, pero también cabe la posibilidad de que fueran cristianos. Vos sois médico y tenéis acceso a muchos lugares y a muchas vidas, sois cristiano y también judío. Quiero que descubráis la identidad de los asesinos.

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